HISTORIA DE ALADINO Y LA LÁMPARA MARAVILLOSA
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e llegado a saber ¡oh rey afortunado! ¡Oh dotado
de buenos modales! que en la antigüedad del tiempo y el pasado de las edades y
de los momentos, en una ciudad entre las ciudades de la China, y de cuyo nombre
no me acuerdo en este instante, había -pero Alah es más sabio— un hombre que
era sastre de oficio y pobre de condición. Y aquel hombre tenía un hijo llamado
Aladino, que era un niño mal educado y que desde su infancia resultó un galopín
muy enfadoso. Y he aquí que, cuando el niño llegó a la edad de diez años, su
padre quiso hacerle aprender por lo pronto algún oficio honrado; pero, como era
muy pobre, no pudo atender a los gastos de la instrucción y tuvo que limitarse
a tener con él en la tienda al hijo,
para enseñarle el trabajo de aguja en qué consistía su propio oficio. Pero Aladino,
que era un niño indómito acostumbrado a jugar con los muchachos del barrio, no
pudo amoldarse a permanecer un solo día en la tienda. Por el contrario, en
lugar de estar
atento al trabajo, acechaba el instante en que su
padre se veía obligado a ausentarse por cualquier motivo o a volver la espalda
para atender a un cliente, y al punto el niño recogía la labor a
toda prisa y corría a reunirse por calles y jardines con los bribonzuelos de
su calaña. Y tal era la conducta de aquel rebelde, que no quería obedecer a
sus padres ni aprender el trabajo de la tienda. Así es que su padre, muy
apenado y desesperado por tener un hijo tan dado a todos los vicios, acabó
por abandonarle a su libertinaje; y su dolor le hizo contraer una enfermedad,
de la que hubo de morir. ¡Pero no por eso se corrigió Aladino de su mala
conducta! Entonces la madre de Aladino, al ver que su esposo había muerto y que
su hijo no era más que un bribón, con el que no se podía contar para nada, se decidió a vender la tienda y todos los utensilios
de la tienda, a fin de poder vivir algún tiempo con el producto de la venta
pero como todo se agotó en seguida, tuvo necesidad de acostumbrarse a pasar sus
días y sus noches hilando lana y algodón
para ganar algo y alimentarse y alimentar al ingrato de su hijo.
En cuanto a Aladino, cuando se vio libre del temor a
su padre, no le retuvo ya nada y se entregó a la pillería y a la perversidad. Y se pasaba todo el día fuera de casa para no entrar
más que a las horas de comer. Y la pobre y desgraciada madre, a pesar de las
incorrecciones de su hijo para con ella y del abandono en que la tenía, siguió
manteniéndole con el trabajo de sus manos y el producto de sus
desvelos, llorando sola lágrimas muy amargas. Y así fue cómo Aladino llegó a
la edad de quince años. Y era verdaderamente hermoso y bien formado, con dos
magníficos ojos negros, y una tez de jazmín, y un aspecto de lo más seductor.
Un día entre los días, estando él en medio de la
plaza que había a la entrada de los zocos del barrio, sin ocuparse más que de
jugar con los pillastres y vagabundos de su especie, acertó a volar por allí
un derviche magrebí que se detuvo mirando a los muchachos obstinadamente. Y
acabó por posar en Aladino sus miradas y por observarle de una manera bastante
singular y con una atención muy particular, sin ocuparse ya de los otros niños
camaradas suyos. Y aquel derviche, que venía del último confín del Magreb, de
las comarcas del interior lejano, era un insigne mago muy versado en la
astrología y en la ciencia de las fisonomías; y en virtud de su hechicería
podría conmover y hacer chocar unas con otras las montañas más altas. Y
continuó observando a Aladino con mucha insistencia y pensando:
“¡He aquí por fin el niño que necesito, el que busco desde hace largo tiempo y
en pos del cual partí del Magreb, mi país!” Y aproximóse sigilosamente a uno de
los muchachos, aunque sin perder de vista a Aladino, le llamó aparte sin
hacerse notar, y por él se informó minuciosamente del padre y de la madre de
Aladino, así como de su nombre y de su condición. Y con aquellas señas, se
acercó a Aladino sonriendo, consiguió atraerle a una esquina, y le dijo: “¡Oh hijo mío! ¿no eres Aladino, el hijo del honrado sastre?” Y Aladino
contestó: “Sí soy Aladino. ¡En cuanto a mi padre, hace
mucho tiempo que ha muerto!” Al oír estas palabras, el derviche magrebí se
colgó del cuello de Aladino, y le cogió en brazos, y estuvo mucho tiempo
besándole en las mejillas, llorando ante él en el límite de la emoción. Y
Aladino, extremadamente sorprendido, le preguntó... “¿A qué obedecen tus
lágrimas, señor? ¿Y de qué conocías a mi difunto padre? Y contestó el magrebí,
con una voz muy triste y entrecortada: “¡Ah hijo mío! ¿Cómo no voy a verter
lágrimas de duelo y de dolor, si soy tu tío, y acabas de revelarme de una
manera tan inesperada la muerte de tu difunto padre, mi pobre hermano? ¡Oh hijo mío! ¡Has de saber, en efecto, que llego a este país después de
abandonar mi patria y afrontar los peligros de un largo viaje, únicamente con
la halagüeña esperanza de volver a ver a tu padre y disfrutar con él la
alegría del regreso y de la reunión! ¡Y he aquí ¡ay! que me cuentas su muerte!”
Y se detuvo un instante, como sofocado de emoción; luego añadió: “¡Por cierto ¡oh hijo de mi hermano! que en cuanto te divisé, mi sangre se sintió
atraída por tu sangre y me hizo reconocerte en seguida, sin vacilación, entre
todos tus camaradas! ¡Y aunque cuando yo me separé de tu padre no habías nacido
tú, pues aún no se había casado, no tardé en reconocer en ti sus facciones y su
semejanza! ¡Y eso es precisamente lo que me consuela un poco de su pérdida!
¡Ah! ¡Qué calamidad cayó sobre mi cabeza! ¿Dónde estás ahora, hermano mío a
quien creí abrazar al menos una vez después de tan larga ausencia y antes de
que la muerte viniera a separarnos para siempre? ¡Ay! ¿Quién puede envanecerse
de impedir que ocurra lo que tiene que ocurrir? En adelante, tú, serás mi
consuelo y reemplazarás a tu padre en mi afección, puesto que tienes sangre
suya y eres su descendiente; porque dice el proverbio: “¡Quién deja posteridad
no muere!”
Luego el magrebí, sacó de su cinturón diez dinares
de oro y se los puso en la mano a Aladino, peguntándole: “¡Oh hijo mío! ¿Dónde habita tu madre, la mujer de mi hermano?” Y Aladino,
completamente conquistado por la generosidad y la cara sonriente del magrebí,
lo cogió de la mano, le condujo al extremo de la plaza y le mostró con el dedo
el camino de su casa, diciendo: “¡Allí vive!- Y el magrebí le dijo:
“Estos diez dinares que te doy ¡oh hijo mío! se los
entregarás a la esposa de mi difunto hermano, transmitiéndole mis zalemas. ¡Y
le anunciarás que tu tío acaba de llegar de viaje, tras larga ausencia en el
extranjero, y que espera, si Alah quiere, poder presentarse en la casa mañana
para formular por sí mismo los deseos a la esposa de su hermano y ver los
lugares donde pasó su vida el difunto y visitar su tumba!”
Cuando Aladino oyó estas palabras del magrebí,
quiso inmediatamente complacerle, y después de besarle la mano se apresuró a
correr con alegría a su casa, a la cual llegó, al contrario que de costumbre,
a una hora que no era la de comer, y exclamó al entrar: “¡Oh madre mía! ¡vengo a anunciarte que, tras larga ausencia en el
extranjero, acaba de llegar de su viaje mi tío, y te transmite sus zalemas!” Y
contestó la madre de Aladino, muy asombrada de aquel lenguaje insólito y de
aquella entrada inesperada: “¡Cualquiera diría, hijo mío, que quieres burlarte
de tu madre! Porque, ¿quién es ese tío de que me hablas? ¿Y de dónde y desde
cuándo tienes un tío que esté vivo todavía?” Y dijo Aladino: “Cómo puedes
decir ¡oh madre mía! que no tengo tío ni pariente que esté vivo aún, si el
hombre en cuestión es hermano de mi difunto padre? ¡Y la prueba está en que me
estrechó contra su pecho y me besó llorando y me encargó que viniera a darte
la noticia y a ponerte al corriente!” Y dijo la madre de Aladino: “Sí, hijo
mío, ya sé que tenías un tío; pero hace largos años que murió. ¡Y no supe que
desde entonces tuvieras nunca otro tío!” Y miro con ojos muy asombrados a su
hijo Aladino, que ya se ocupaba de otra cosa. Y no le dijo nada más acerca del
particular en aquel día. Y Aladino, por su parte, no le habló de la dádiva del magrebí.
Al día siguiente Aladino salió de casa a primera
hora de la mañana; y el magrebí, que ya andaba buscándole, le encontró en el
mismo sitio que la víspera, dedicado a divertirse, como de costumbre, con los
vagabundos de su edad. Y se acercó inmediatamente a él, le cogió de la mano,
lo estrechó contra su corazón, y le besó con ternura. Luego sacó de su
cinturón dos dinares y se los entregó diciendo: “Ve a buscar a tu madre y dile,
dándole estos dos dinares: “¡Mi tío tiene intención de venir esta noche a cenar
con nosotros, y por eso te envía este dinero para que prepares manjares
excelentes!” Luego añadió, inclinándose hacia él: “¡Y ahora, ya Aladino,
enséñame por segunda vez el camino de tu casa!” Y contestó Aladino: “Por
encima de mi cabeza y de mis ojos, ¡oh tío mío!” Y echó a andar delante y le
enseñó el camino de su casa. Y el magrebí le dejó y se fue por su camino...
PERO CUANDO LLEGO LA 733 NOCHE
Ella dijo:
... Y el magrebí le dejó y se fue por su
camino. Y Aladino entró en la casa contó a su madre lo ocurrido y le entregó los dos dinares, diciéndole: “¡Mi tío va a venir esta noche a
cenar con nosotros!”
Entonces, al ver los dos dinares, se dijo la madre
de Aladino: “¡Quizá no conociera yo a todos los hermanos del difunto!” Y se
levantó y a toda prisa fue al zoco, en donde compró las pprovisiones necesarias para una buena comida, y volvió para ponerse
en seguida a preparar los manjares. Pero como la pobre no tenía utensilios de
cocina, fue a pedir prestados a las vecinas las cacerolas, platos y vajilla
que necesitaba. Y estuvo cocinando todo el día; y al hacerse de noche, dijo a
Aladino: “¡La comida está dispuesta, hijo mío, y como tu tío acaso no sepa bien
el camino de nuestra casa, debes salirle al encuentro o esperarle en la
calle!” Y Aladino contestó: “¡Escucho y obedezco!” Y cuando se disponía a
salir, llamaron a la puerta. Y corrió a abrir él. Era el magrebí. E iba
acompañado de un mandadero que llevaba en la cabeza una carga de frutas, de
pasteles y bebidas. Y Aladino les introdujo a ambos. Y el mandadero se marchó
cuando dejó su carga y le pagaron. Y Aladino condujo al magrebí, a la habitación
en que estaba su madre. Y el magrebí se inclinó y dijo con voz conmovida: “La
paz sea contigo, ¡oh
esposa de mi hermano!” Y la madre de Aladino le
devolvió la zalema: Entonces el magrebí se echó a llorar en silencio.
Luego preguntó: “¿Cuál es el sitio en que tenía costumbre de sentarse el difunto?” Y la madre de
Aladino le mostró el sitio en cuestión; y al punto se arrojó al suelo el magrebí
y se puso a besar aquel lugar y a suspirar con lágrimas en los ojos y a decir:
“¡Ah, qué suerte la mía! ¡Ah, qué miserable suerte
fue haberte perdido, ¡oh
hermano mío! ¡Oh estría de mis
ojos!” Y continuó llorando y lamentándose de aquella manera, y con una cara
tan transformada y tanta alteración de entrañas, que estuvo a punto de
desmayarse, y la madre de Aladino no dudó ni por un instante de que fuese el
propio hermano de su difunto marido. Y se acercó a él, le levantó del suelo, y le dijo: “¡Oh hermano de mi esposo! ¡vas a matarte en balde a fuerza de llorar! ¡Ay, lo que está
escrito debe ocurrir!” Y siguió consolándole con buenas palabras hasta que le
decidió a beber un poco de agua para calmarse y sentarse a comer.
Cuando estuvo puesto el mantel, el magrebí comenzó a
hablar con la madre de Aladino. Y le contó lo que tenía que contarle,
diciéndole:
“¡Oh mujer de mi hermano! no te parezca
extraordinario el no haber tenido todavía ocasión de verme y el no haberme
conocido en vida de mi difunto hermano porque hace treinta años que abandoné
este país y partí para el extranjero, renunciando a mi patria. Y desde entonces no he cesado de viajar por las comarcas de
la India y del Sindh, y de recorrer el país de los árabes y las tierras de
otras naciones. Y también estuve en Egipto y habité la magnífica ciudad de
Masr, que es el milagro del mundo! Y tras de residir allá mucho tiempo, partí
para el país de Magreb central, en donde acabé por fijar mi residencia durante
veinte años.
“Por aquel entonces, ¡oh mujer
de mi hermano! un día entre los días, estando en mi casa, me puse a pensar en
mi tierra natal y en mi hermano. Y se me
exacerbó el deseo de volver a ver mi sangre; y me eché a llorar y empecé
a lamentarme de mi estancia en país extranjero. Y al fin se hicieron tan
intensas las nostalgias de mi separación y de mi alejamiento del ser que me era
caro, que me decidí a emprender el viaje a la comarca que vio surgir mi cabeza
de recién nacido. Y pensé para mi ánima: “¡Oh hombre! ¡Cuántos
años van transcurridos desde el día en que abandonaste tu ciudad y tu país y
la morada del único hermano que posees en el mundo! ¡Levántate, pues, y parte a
verle de nuevo antes de la muerte! Porque, ¿quién sabe las calamidades del Destino,
los accidentes de los días y las revoluciones del tiempo? ¿Y no sería una
suprema desdicha que murieras antes de regocijarte los ojos con la
contemplación de tú hermano, sobre todo ahora que Alah, (¡glorificado sea!)
te ha dado la riqueza, y tu hermano acaso siga en una condición de estrecha
pobreza? ¡No olvides, por tanto, que con partir verificarás dos acciones,
excelentes: volver a ver a tu hermano y socorrerle!
“Y he aquí que, dominado por estos pensamientos, ¡oh mujer de- mi hermano! me levanté al punto y me preparé para
la marcha. Y tras de recitar la plegaria del viernes y la Fatiha del Corán,
monté a caballo y me encaminé a mi patria. Y después de muchos peligros y de
las prolongadas fatigas del camino, con ayuda de Alah (¡glorificado y venerado
sea!) acabé por llegar con bién a mi ciudad, que es ésta. Y me puse
inmediatamente a recorrer calles y barrios en busca de la casa de mi hermano. Y
Alah permitió que entonces encontrase a este niño jugando con sus camaradas.
¡Y Por Alah el Todopoderoso, ¡oh mujer de mi hermano!
que apenas le vi, sentí que mi corazón se derretía de emoción por él; y como la
sangre reconocía a la sangre, no vacilé en suponer en él al hijo de mi
hermano! Y en aquel mismo momento Olvidé mis fatigas y mis preocupaciones, y creí
enloquecer de alegría. Pero ¡ay! que no tardó en saber, por boca de este niño,
que mi hermano había fallecido en la misericordia de Alah el Altísimo! ¡Ah! ¡Terrible
noticia que me hace caer de bruces, abrumado de emoción y de dolor! Pero ¡oh mujer de mi hermano! ya te contaría el niño probablemente que, con su
aspecto y su semejanza con el difunto, ha logrado consolarme un poco, haciéndome
recordar el proverbio que dice: “¡El hombre que deja
posteridad, no muere!”
Así habló el magrebí. Y advirtió que, ante aquellos
recuerdos evocados, la madre de Aladino lloraba amargamente. Y para que
olvidara sus tristezas y se distrajera de sus ideas negras, se encaró con
Aladino, y variando de conversación, le dijo: “Hijo mío, ¿qué oficio aprendiste
y en qué trabajo te ocupas para ayudar a tu pobre madre y vivir ambos?”.
Al oir aquello, avergonzado de su vida por primera
vez, Aladino bajó la cabeza mirando al suelo.
Y como no decía palabra, contestó en lugar suyo su madre: “¿Un
oficio, ¡oh
hermano de mi esposo! tener un oficio Aladino?
¿Quién piensa en eso? ¡Por Alah, que no sabe nada absolutamente! ¡Ah! ¡Nunca
vi un niño tan travieso! ¡Se pasa todo el día corriendo con otros niños del
barrio, que son unos vagabundos, unos pillastres, unos haraganes como él, en
vez de seguir el ejemplo de los hijos buenos, que están en la tienda con sus
padres! ¡Solo por causa suya murió su padre, dejándome amargos recuerdos! ¡Y
también yo me veo reducida a un triste estado de salud! Y aunque apenas si veo
con mis ojos, gastados por las lágrimas y las vigilias, tengo que
trabajar sin descanso y pasarme días y noches hilando algodón para tener con
qué comprar dos panes de maíz, lo, preciso para mantenernos ambos. ¡Y tal es
mi condición! ¡Y te juro por tu vida, ¡oh hermano de mi
esposo que sólo entra él en casa a las horas precisas de las comidas! ¡Y esto
es todo lo que hace! ¡Así es que a veces, cuando me abandona de tal
suerte, por más que soy su madre pienso cerrar la puerta de la casa y no volver
a abrírsela, a fin de obligarle a que busque un trabajo que le de para vivir!
¡Y luego me falta valor para hacerlo; porque el corazón de una madre
es compasivo y misericordioso! ¡Pero mi edad avanza, y me estoy haciendo, muy
vieja ¡oh hermano de mi esposo! ¡y mis hombros no soportan las fatigas que
antes! ¡Y ahora apenas si mis dedos me permiten dar vuelta al uso! ¡Y nd sé hasta cuándo voy a poder continuar una tarea semejante sin que me
abandona la vida, como me abandona mi hijo, este Aladino, que tienes delante de
ti, ¡Oh hermano de mi esposol”
Y se echó a llorar.
Entonces el magrebí se encaró con Aladino, y le
dijo: “¡Ah! ¡Oh
hijo de mi hermano! ¡En verdad que no sabía yo todo
eso que a ti se refiere! ¿Por qué marchas por esa senda de haraganería? ¡Qué
verguenza para ti, Aladino! ¡Eso no está bien en hombres como tú! ¡Te hallas
dotado de razón, hijo mío, y eres un vástago de buena familia! ¿No es para ti
una deshonra dejar así que tu pobre madre, una mujer vieja, tenga que
mantenerte, siendo tú un hombre con edad para tener una ocupación con que
pudierais manteneros ambos?.. ¡Y por cierto ¡oh hijo mío! que
gracias a Alah, lo que sobra en nuestra ciudad son maestros de oficio! ¡Sólo
tendrás, pues, que escoger tú mismo el oficio que más te guste, y yo me encargo
de colocarte! ¡Y de ese modo, cuando seas mayor, hijo mío, tendrás
entre las manos un oficio seguro que te proteja contra los embates de la
suerte! ¡Habla ya! ¡Y si no te agrada el trabajo de aguja, oficio de tu difundo
padre, busca otra cosa y avísamelo y te ayudaré todo lo que pueda, ¡oh hijo
mío!”
Pero en vez de contestar. Aladino continuó con la
cabeza baja y guardando silencio con lo cual indicaba que no quería más oficio
que el de vagabundo. Y el magrebí advirtió su repugnancia por los oficios
manuales, y trató de atraérsela de otra manera. Y le dijo, por tanto: “¡Oh hijo de mi hermano! ¡No te enfades ni te apenes por mi insistencia!
¡Pero déjame añadir que, si los oficios te repugnan, estoy dispuesto, caso de
que quieras ser un hombre honrado, a abrirte una tienda de mercader de sederías
en el zoco grande! Y surtiré esa tienda con las telas más caras y brocados de
la calidad más fina. ¡Y así te harás con buenas relaciones entre los mercaderes
al por mayor! Y te acostumbrarás a vender y comprar, a tomar y a dar. Y será
excelente tu reputación en la ciudad., ¡Y con ello honrarás la memoria de tu
difunto padre! ¿Qué dices a esto, ¡oh Aladino!, hijo
mío?
Cuando Aladino escuchó esta proposición de tu tío y
comprendió que podría convertirse en un gran mercader del zoco, en un hombre
de importancia, vestido con buenas ropas, con un turbante de seda y un lindo
cinturón de diferentes colores, se regocijó en extremo. Y miró al magrebí
sonriendo y torciendo la cabeza, lo que en su lenguaje significaba claramente:
“¡Acepto!” Y el magrebí comprendió entonces que le agradaba la proposición, y
dijo a Aladino: “Ya que quieres convertirte en un personaje de importancia, en
un mercader con tienda abierta, procura en lo sucesivo hacerte digno de tu
nueva situación. Y sé un hombre desde ahora, ¡oh hijo
de mi hermano! Y mañana, si Alah, quiere, te llevaré al zoco, y empezaré por
comprarte un hermoso traje nuevo, como lo llevan los mercaderes ricos, y todos
los accesorios que exige. ¡Y hecho esto, buscáremos juntos una tienda buena
para instalarte en ella!”
¡Eso fue
todo! Y la madre de Aladino, que oía aquellas exhortaciones y veía aquella
generosidad, bendecía a Alah, el Bienhechor, que de manera tan inesperada le
enviaba a un pariente que la salvaba de la miseria y llevaba por el buen
camino a su hijo Aladino. Y sirvió la comida con el
corazón alegre, como si se hubiese rejuvenecido veinte años., ¡Y
comieron y bebieron, sin dejar de charlar de aquel asunto, que tanto les
interesaba a todos! Y el magrebí empezó por iniciar a Aladino en la vida y los
modales de los mercaderes, y por hacerle que se interesara mucho en su nueva
condición. Luego, cuando vio que la noche iba ya mediada, se levantó y se
despidió de la madre de Aladino y besó a Aladino. Y salió, prometiéndole que
volvería al día siguiente. Y aquella noche, con la alagría, Aladino no pudo
pegar los ojos Y no hizo más que pensar en la vida encantadora que le esperaba.
Y ha aquí que al siguiente día, a primera hora,
llamaron a la puerta. Y la madre de Aladino fue a abrir por sí misma, y vio que
precisamente era el hermano de su esposo, el magrebí, que cumplía su promesa
de la víspera. Sin embargo, a pesar de las instancias de la madre de Aladino,
no quiso entrar, pretextando que no era hora de visitas, y solamente pidió
permiso para llevarse a Aladino consigo al zoco. Y Aladino, levantado y
vestido ya, corrió en seguida a ver a su tío, y le dio los buenos días y le
besó la mano. Y el magrebí le cogió de la mano y se fue, con él al zoco. Y entró con él en la tienda del mejor mercader y pidió un
traje que fuese el más hermoso y el más lujoso entre los trajes a la medida de
Aladino. Y el mercader le enseñó varios a cual más hermosos. Y el mahrebín dijo
a Aladino. “¡Escoge tú mismo el que te guste, hijo mío!” Y en extremo encantado de
la generosidad de su tío, Aladino escogió uno que era todo de seda rayada y
reluciente. Y también escogió un turbante de muselina de seda recamada de oro
fino, un cinturón de cachemira y botas de cuero rojo brillante. Y el magrebí lo
pagó todo sin regatear y entregó el paquete a Aladino, diciéndole: “¡Vamos
ahora al hammam, para que estés bien limpió antes de vestirte de nuevo!-
Y le condujo al hammam, y entró con él en una sala reservada, y le bañó con sus
propias manos; y se bañó él también. Luego pidió los refrescos que suceden al
baño; y ambos bebieron con delicia y muy contentos. Y entonces se puso Aladino
el suntuoso traje consabido de seda rayada y reluciente, se colocó el hermoso
turbante, se ciñó al talle el cinturón de Indias y se calzó las botas rojas. Y
de este modo estaba hermoso cual la luna
y comparable a algún hijo de rey o de sultán. Y en extremo encantado de verse
transformado así, se acercó a su tío y le besó la mano y le dio muchas gracias
por su generosidad. y el magrebí, le besó, y le dijo: “¡Todo esto no es más que
el cornienzo!” Y salió con él del hammam, y le llevó a los zocos más
frecuentados, y le hizo visitar las tiendas de los grandes mercaderes. Y
hacíale admírar las telas más ricas y los objetos de precio, enseñándole el nombre de cada cosa en particular; y le decía: “¡Como
vas a ser marcader es preciso que te enteres de los pormenores de ventas y compras!”
Luego le hizo visitar los edificios notables de la ciudad y las mezquitas
principales y los khans en que se alojaban las caravanas. Y terminó el paseo,
haciéndole ver los palacios del sultán y los jardines que los circundaban. Y
por último le llevó al khan
grande, donde paraba él, y le presentó a los
mercaderes conocidos suyos, diciéndoles: “¡Es el hijo de mi hermano!” Y les
invitó a todos a una comida que dio en honor de Aladino, y les regaló con los
manjares más selectos, y estuvo con ellos y con Aladino hasta la noche.
Entonces se levantó y se despidió de sus invitados,
diciéndoles que iba a llevar a Aladíno a su casa. Y en efecto, no quiso dejar
volver solo a Aladino, y le cogió de la mano y se encaminó con él a casa de la
madre. Y al ver a su hijo tan magníficamente vestido, la pobre madre de
Aladino creyó perder la razón de alegría. Y empezó a dar gracias y a bendecir
mil veces a su cuñado, diciéndole: “¡Oh hermano de mi esposo! ¡Aunque toda la
vida estuviera dándote gracias, jamás te agradecería bastante tus
beneficios!” Y contestó el magrebí: “¡Oh mujer
de mi hermano! ¡No tiene ningún mérito, verdaderamente ningún mérito, el
que yo obre de esta manera, porque Aladino es hijo mío, y mi deber es servirle
de padre en lugar del difunto! ¡No te preocupes, pues, por él y estate tranquila!” Y dijo la madre de Aladino, levantando los brazos al
cielo: “¡Por el honor de los santos antiguos y recientes, ruego a Alah que te
guarde y te conserve ¡oh
hermano de mi esposo! Y prolongue tu vida para
nuestro bien, a fin de que seas el ala cuya sombra proteja siempre a este niño
huérfano! ¡Y ten la seguridad de que él, por su parte, obedecerá siempre tus
órdenes y no hará más que lo que le mandes!” Y dijo el magrebí: “¡Oh mujer de mi hermano! Aladino se ha convertido en hombre sensato,
porque es un excelente mozo, hijo de buena familia. ¡Y espero desde luego que
será digno descendiente de su padre
y refrescará tus ojos!” Luego añadió: “Dispénsame ¡oh mujer de mi hermano!
porque mañana viernes no se abra la tienda prometida; pues ya sabes que el
viernes están cerrados los zocos y que no se puede tratar de negocios. ¡Pero
pasado mañana, sábado, se hará, si Alah quiere! Mañana, sin embargo, vendré por
Aladino para continuar instruyéndole, y le haré visitar los sitios públicos y
los jardínes situados fuera de la
ciudad, adonde van a pasearse los mercaderes ricos, a fin de que así pueda
habituarse a la contemplación del lujo y de la gente distinguida. ¡Porque
hasta hoy no ha frecuentado más trato que el de los niños, y es preciso que
conozca ya a hombres y que ellos lo conozcan!” Y se despidió de la madre de
Aladino, besó a Aladino y se marchó...
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana,
y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGó LA 736 NOCHE
Ella dijo:
... Y se despidió de la madre de Aladino, besó a
Aladino y se marchó. Y Aladino pensó durante la noche en todas las cosas
hermosas que acababa de ver y en las alegrías que acababa de experimentar; y se
prometió nuevas delicias para el siguiente día. Así es que se levantó con la
aurora, sin haber podido pegar los ojos, y se vistio sus ropas nuevas, y
empezó a andar de un lado para otro, enredándose los pies con aquel traje
largo, al cual no estaba acostumbrado. Luego, como su impaciencia le hacía
pensar que el magrebí tardaba demasiado, salió a esperarle a la puerta
y acabó por verle aparecer. Y corrió a él como un potro y le besó la mano. Y el
magrebí le beso y lo hizo muchas caricias, y le dijo que fuera a advertir a su
madre que se le llevaba. Después le cogió de la mano y se fue con él. Y
echaron a andar juntos, hablando de unas cosas y de otras; y franquearon las
puertas de la ciudad, de donde nunca había salido aún Aladino. Y empezaron a
aparecer ante ellos las hermosas casas particulares y los hermosos palacios
rodeados de jardines; y Aladino los miraba maravillado, y cada cual le parecía
más hermoso que el anterior.
Y así anduvieron mucho por el campo, acercándose más
cada vez al fin que se proponía el magrebí. Pero llegó un momento en que Aladino
comenzó a cansarse, y dijo al magrebí: “¡Oh tío mío! ¿Tenemos
que andar mucho todavía? ¡Mira que hemos dejado atrás los jardines, y ya sólo
tenemos delante de nosotros la montaña! ¡Además, estoy fatigadismo, y quisiera
tomar un bocado!” Y el magrebí se sacó del cinturón un pañuelo con frutas y
pan, y dijo a Aladino: “Aquí tienes, hijo mío, con qué saciar tu hambre y tu
sed. ¡Pero aún tenemos que andar un poco para llegar al paraje maravilloso que
voy a enseñarte y que no tiene igual en el mundo! ¡Repón tus fuerzas, y toma
alientos, Aladino, que ya eres un hombre!” Y continuó
animándole, a la vez que le daba consejos acerca de su conducta en el
porvenir, y le impulsaba a separarse de los niños para acercarse a los hombres
sabios y prudentes. ¡Y consiguió distraerle de tal manera, que acabó por
llegar con él a un valle desierto al pie de la montaña, y en donde no había
más presencia que la de Alah!
¡Allí precisamente terminaba -el viaje
del magrebí! ¡Y para llegar a aquel valle había salido del fondo del
Magreb y había ido a los confines de la China!
Se encaró entonces con Aladino, que estaba extenuado
de fatiga, y le dijo sonriendo: “¡Ya hemos llegado, hijo mío Aladino!” Y se
sentó en una roca y le hizo sentarse al lado suyo Y lo abrazó con mucha
ternura, y le dijo: “Descansa un poco Aladino. Porque al fin voy a mostrarte
lo que jamás vieron los ojos de los hombres. Sí, Aladino; en seguida vas a ver
aquí nusmo un jardín más hermoso que todos los jardines de la tierra. Y sólo
cuando hayas admirado las maravillas de ese jardín tendrás verdaderamente
razón para darme gracias y olvidarás las fatigas de la marcha y bendecirás el
día en que me encontraste por primera vez.” Y le dejó descansar un instante,
con los ojos muy abiertos de asombro al pensar que iba a ver un jardín en un
paraje donde no había más que rocas desperdigadas y matorrales. Luego le dijo:
“¡Levántate ahora, Aladino, y recoge entre esos matorrales las ramas más
secas y los trozos de leña que encuentres, y tráemelos! ¡Y entonces veras el espectáculo
gratuito a que te invito!” Y Aladino se levantó y se apresuro a recoger entre
los matorrales y la maleza una gran cantidad de ramas secas y trozos de leña, y
se los llevo al magrebí, que, le dijo: “Ya tengo bastante. ¡Retírate ahora y
ponte detrás de, mí!” Y Aladino obedeció a su tío, y fue a colocarse
a cierta distancia detrás de él.
Entonces el magrebí sacó del cinturón un eslabón,
con el que hizo lumbre, y prendió fuego al montón de ramas y hierbas secas, que
llamearon crepitando. Y al punto sacó del bolsillo una caja de concha, la
abrió y tomó un poco de incienso, que arrojo en medio de la hoguera. Y
levantóse una humareda muy espesa que apartó él con sus manos a un lado y a
otro, murmurando fórmulas en una lengua incomprensible en absoluto para Aladino.
Y en aquel mismo momento tembló la tierra y se conmovieron sobre su base las
rocas y se entreabrió el suelo en un espacio de unos diez codos de anchura. Y
en el fondo de aquel agujero apareció una losa horizontal de mármol de cinco
codos de ancho con una anilla de bronce en medio.
Al ver aquello,
Aladino, espantado, lanzo un grito, y cogiendo con los dientes el extremo de
su traje, volvió la espalda y emprendió la fuga, agitando las piernas. Pero de
un salto cayó sobre él el magrebí y le atrapó. Y le miró con ojos medrosos, le
zarandeó teniéndole cogido de una oreja, y levantó la mano, y le aplicó una
bofetada tan terrible,
que por poco le salta los dientes, y Aladino quedó
todo aturdido y se cayó al suelo.
Y he aquí que el magrebí no le había tratado de
aquel modo más que por dominarle de una vez para siempre, ya que le
necesitaba para la operación que iba a realizar, y sin él no podía intentar la
empresa para que hubiera venido. Así, es que cuando le vio atontado en el
suelo, le levantó, y le dijo con una voz que procuro hacer muy dulce: “¡Sabe,
Aladino, que si te traté así, fue para enseñarte a ser un hombre! ¡Porque soy
tu tío el hermano de tu padre, y me debes obediencia!” Luego añadió con una
voz de lo más dulce: “¡Vamos, Aladino, escucha bien lo que voy a decirte, y no
pierdas ni una sola palabra! ¡Porque si así lo haces sacarás de ello ventajas
considerables y en seguida olvidarás los trabajos pesados!” Y le besó, y
teniéndole para en adelante completamente sometido y dominado le dijo: “¡Ya
acabas de ver, hijo mío, cómo se ha abierto el suelo en virtud de las
fumigaciones y fórmulas que he pronunciado!, ¡Pero es preciso que sepas que
obré de tal suerte únicamente por tu bien; porque debajo de esta losa de
mármol que ves en el fondo del agujero con un anillo de bronce se halla un tesoro que está inscripto a tu nombre y
no puede abrirse más que en tu presencia! ¡Y ese tesoro, que te está
destinado, te hará más rico que todos los reyes! Y para demostrarte que ese
tesoro está destinado a ti y no a ningún otro, sabe que sólo a ti en el mundo
es posible tocar esta losa de mármol y levantarla; pues yo mismo, a pesar de
todo mi poder, que es grande, no podría echar mano a la anilla de bronce ni
levantar la losa, aunque fuese mil veces más poderoso y más fuerte de lo que
soy. ¡Y una vez levantada la losa no me sería posible penetrar en el tesoro, ni
bajar un escalón siquiera! ¡A ti únicamente incumbe hacer lo que no puedo hacer
yo por mí mismo! ¡Y para ello no tienes más que ejecutar al pie de la letra lo
que voy a decirte! ¡Y así serás el amo
del tesoro, que partiremos con toda equidad en dos partes iguales, una para ti
y otra para mí!”
Al oír estas palabras del magrebí, el pobre Aladino
sé olvidó de sus fatigas y de la bofetada recibida, y contestó!'¡Oh tío mío! ¡mándame lo que quieras y te obedeceré!” Y el magrebí le
cogió en brazos y le beso varias veces en las mejillas, y le dijo: “¡Oh Aladino! ¡Eres para mí más querido que un hijo, pues que no tengo en
la tierra más parientes que tú; tú serás mi único heredero, ¡oh hijo mío!
Porque, al fin y al cabo, por ti, en suma, es por quien trabajo en este momento
y por quien vine desde tan lejos. Y si estuve un poco brusco, comprenderás
ahora, que fue para decidirte a no dejar de alcanzar en vano tu maravilloso
destino. ¡He aquí, pues, lo que tienes que hacer! ¡Empezarás por bajar conmigo
al fondo del agujero, y cogerás la anilla de bronce y levantarás la losa de
mármol!” Y cuando hubo hablado así, se metió él primero en el agujero y dio la
mano a Aladino para ayudarle a bajar. Y ya abajo, Aladino le dijo: ¿Pero cómo
voy a arreglarme ¡oh
tío mío! para levantar una losa tan pesada siendo yo
un niño? ¡Si, al menos, quisieras ayudarme tú, me prestaría a ello con mucho
gusto!” El magrebí contestó: -¡Ah, no! ¡Ah, no! ¡Si, por desgracia,
echara yo una mano, no podrías hacer nada ya y tu nombre se borraría para
siempre del tesoro! ¡Prueba tú solo y verás cómo levantas la losa con tanta
facilidad como si alzaras una pluma- de ave! ¡Sólo tendrás que
pronunciar tu nombre y el nombre de tu padre y el nombre de tu abuelo al coger
la anilla!”
Entonces se inclinó Aladino y cogió la anilla y
tiró de ella, diciendo: “¡Soy Aladino, hijo del sastre Mustafá, hijo del
sastre Alí!” Y levantó con gran facilidad la losa de mármol, y la dejó a un
lado. Y vio una cueva con doce escalones de mármol que conducían a
una puerta, de dos hojas de cobre rojo con gruesos clavos. Y el magrebí le
dijo: ¡Hijo mío Aladino, baja ahora a esa cueva. Y cuando llegues al
duodécimo escalón entrarás por esa puerta de cobre, que se abrirá sola delante
de, ti. Y te hallarás debajo de una bóveda grande dividida en tres salas que se
comunican unas con otras. En la primera. sala verás cuatro grandes calderas de
cobre llenas de oro líquido, y en la segunda sala cuatro grandes calderas de
plata llenas de polvo de oro; y en la tercera sala cuatro grandes calderas de
oro llenas de dinares de oro., Pero pasa sin detenerte y recógete bien el
traje, sujetándotelo a la cintura para que no toque a las calderas; porque si
tuvieras la desgracia de tocar con los dedos o rozar siquiera con tus ropas una
de las calderas o su contenido, al instante te convertirás en una mole de
piedra negra. Entrarás, pues, en la primera sala, y muy de prisa, pasarás a la
segunda, desde la cual, sin detenerte un instante, penetrarás en la tercera,
donde veras una puerta claveteada, parecida a la de entrada, que al punto se
abrirá ante ti. Y la franquearás, y te encontrarás de pronto en un jardín
magnífico plantado de árboles agobiados por el peso de sus frutas. ¡Pero no te
detengas allí tampoco! Lo atravesarás caminando adelante todo derechoo, y llegarás a una escalera de columnas con treinta peldaños, por
los que subirás a una terraza. Cuando estés en esta terraza, ¡oh Aladino! ten cuidado, porque enfrente de ti verás una especie de
hornacina al aire libre; y en esta hornacina, sobre un pedestal de bronce,
encontrarás una lamparita de cobre. Y estará encendida esta lámpara. ¡Ahora,
fíjate bien, Aladino! ¡Cogerás esta lámpara, la apagarás, verterás en el
suelo el aceite y te la esconderás en el pecho en seguida! Y no temas mancharte
el traje, porque el aceite que viertas no será aceite, sino otro líquido que
no deja huella alguna en las ropas. ¡Y volverás a mí por el mismo camino que
hayas seguido! Y al regreso, si te parece, podrás, detenerte un poco en el
jardín, y coge de este jardín tantas frutas como quieras. Y una vez que te
hayas reunido conmigo, me entregarás la lámpara, fin y motivo de nuestro viaje
y origen de nuestra riqueza y de nuestra gloria en el porvenir, ¡oh hijo mío!”
Cuando el magrebí hubo hablado así, se quitó, un
anillo que llevaba al dedo y se lo puso a Aladino en el pulgar, diciéndole:
“Este anillo, hijo mío, te pondrá a salvo de todos los peligros y te preservará
de todo mal. ¡Reanima, pues, tu alma, y llena de valor tu pecho, porque ya no
eres un niño, sino un hombre! ¡Y con ayuda de Alah, te saldrá bien todo! ¡Y
disfrutaremos de riqueza y de honores durante toda la vida, y gracias a la
lámpara!” Luego añadió: “¡Pero te encarezco una vez más, Aladino, que tengas
cuidado de recogerte mucho el traje y de ceñírtelo cuanto puedas, porque de no
hacerlo así, estás perdido y contigo el tesoro!”
Luego le besó, y acariciándole varias veces en las
mejillas, le dijo: “¡Vete tranquilo!”
Entonces, en extremo animado, Aladino bajó corriendo
por los escalones de mármol, y alzándose el traje hasta más arriba de la
cintura, y ciñéndoselo bien, franqueó la puerta de cobre, cuyas hojas se
abrieron por sí solas al acercarse a él. Y sin olvidar ninguna de las
recomendaciones del magrebí, atravesó con mil precauciones la primera, la
segunda y la tercera salas, evitando las calderas llenas de oro; llegó a la última
puerta, la franqueó, cruzó el jardín sin detenerse, subió los treinta peldaños
de la escalera de columnas, se remontó a la terraza y encaminóse directamente
a la hornacina que había frente a él. Y en el pedestal de bronce vio la
lámpara encendida y tendió la mano y la cogió. Y vertió en el suelo el
contenido, y al ver que inmediatamente quedaba seco el depósito, se lo ocultó
en el pecho en seguida, sin temor a mancharse el traje. Y bajó de la terraza y
llegó de nuevo al jardín.
Libre entonces de su preocupación, se detuvo un
instante en el último peldaño de la escalera para mirar el jardín. Y se puso a
contemplar aquellos árboles, cuyas frutas no había tenido tiempo de ver a la
llegada. Y observó que los árboles de aquel jardín, en efecto, estaban
agobiados bajo el peso de sus frutas, que eran extraordinarias de forma, de
tamaño y de color. Y notó que al contrario de lo que ocurre con los árboles de
los huertos, cada rama de aquellos árboles tenía frutas de diferentes colores.
Las había blancas, de un blanco transparente como el cristal, o de un blanco
turbio como el alcanfor, o de un blanco opaco como la cera virgen. Y las había
rojas, de un rojo como los granos de la granada o de un rojo como la naranja
sanguínea. Y las había verdes, de un verde obscuro y de un verde suave; y
había otras que eran azules y violeta y amarillas; y atrás que ostentaban
colores y matices de una variedad infinita. ¡Y el pobre Aladino no sabía que
las frutas blancas eran diamantes, perlas, nácar y piedras lunares; que las
frutas rojas eran rubíes, carbunclos, jancitos, coral y cornalinas; que las
verdes eran esmeraldas, berilos, jade, prasios y aguas-marinas; que las
azules, eran zafiros, turquesas lapislázuli y lazulitas; que la violeta eran
amatistas, jaspes y sardoinas que las amarillas eran topacios,
ámbar
y ágatas; y que las demás, de colores desconocidos,
eran ópalos, venturinas, crisólitos, cimófanos, hematitas, turmalinas,
peridotos, azabaches y crisopacios! Y caía el sol a plomo sobre el jardín. Y
los árboles despedían llamas de todas sus frutas, sin consumirse.
Entonces, en el límite del placer, se acercó Aladino
a uno de aquellos árboles y quiso coger algunas frutas para comérselas. Y
observó qué, no se las podía meter el diente, y que no se asemejaban más que
por su forma a las naranjas, a los higos, a los plátanos, a las uvas, a las sandías,
a las manzanas y a todas las demás frutas excelente! de la China. Y se quedó
muy desilusionado al tocarlas; y no las encontró nada de su gusto. Y creyó que
sólo eran bolas de vidrio coloreado, pues en su vida había tenido ocasión de
ver piedras preciosas. Sin embargo, a pesar de su desencanto, se decidió a
coger algunas para regalárselas a los niños que fueron antiguos camaradas suyas,
y también a su pobre madre. Y cogió varias de cada color, llenándose con ellas
el cinturón, los bolsillos y el forro de la ropa, guardándoselas asimismo
entre el traje y la camisa y entre la camisa y la piel; y se metió tal cantidad
de aquellas frutas, que parecía un asno cargado a un lado y a otro. Y agobiado
por todo aquello, se alzó cuidadosamente el traje, ciñéndoselo
mucho a la cintura, y lleno de prudencia y de precaución atravesó con ligereza
las tres salas de calderas y ganó la escalera de la cueva, a la entrada de la
cual le esperaba ansiosamente el magrebí.
Y he aquí que, en cuanto Aladino franqueó la puerta
de cobre y subió el primer peldaño de la escalera, el magrebí, que se hallaba
encima de la abertura, junto a la entrada de la cueva, no tuvo paciencia para
esperar a que subiese todos los escalones y saliese de la cueva por completo, y
le dijo: “Bueno, Aladino, ¿dónde está la lámpara?” Y Aladino contestó: “¡La
tengo en el pecho!” El otro dijo: “¡Sácala ya y dámela!” Pero Aladino le dijo:
¿Cómo quieres que te la de tan pronto, ¡oh tío mío!, si
está entre todas las bolas de vidrio con que me he llenado la ropa por todas
partes? ¡Déjame antes subir esta escalera, y ayúdame a salir del agujero; y
entonces descargaré todas estas bolas en lugar seguro, y no sobre estos
peldaños, por los que rodarían y se romperían! ¡Y así podré sacarme del pecho
la lámpara y dártela cuando esté libre de esta impedimenta insuperable ¡Por
cierto que se me ha escurrido hacia la espalda y me lastima violentamente en la
piel, por lo que bien quisiera verme desembarazado de ella!” Pero el maghrerín,
furioso por la resistencia que hacia Aladino y persuadido de que Aladino sólo
ponía estas dificultades porque quería guardarse para él la lámpara le gritó
con una voz espantosa como la de un demonio: “¡Oh hijo
de perro! ¿Quieres darme la lámpara en seguida, o morir!” Y Aladino, que no
sabía a qué atribuir este cambio de modales de su tío, y aterrado al verle en
tal estado de furor, y temiendo recibir otra bofetada más violenta que la
primera, se dijo: “¡Por Alah, que más vale resguardarse! ¡Y voy a entrar de
nuevo en la cueva mientras él se calma!” Y volvió la espalda, y recogiéndose
el traje, entró prudentemente en él subterráneo.
Al ver aquello, el magrebí lanzó un
grito de rabia, y en el límite del furor, pataleó y se convulsionó,
arrancándose las barbas de desesperación por la imposibilidad en que se
hallaba de correr tras de Aladino a la cueva vedada por los poderes mágicos. Y
exclamó: “¡Ah maldito Aladino! ¡vas a ser castigado como mereces!” Y corrió
hacia la hoguera, que no se había apagado todavía, y echó en ella un poco del
polvo de incienso que llevaba consigo murmurando una fórmula mágica. Y al
punto la losa de mármol que servía para tapar la entrada de la cueva se cerró
por si sola y volvió a su sitio primitivo, cubriendo herméticamente el agujero
de la escalera; y tembló la tierra y se cerró de nuevo; y el suelo se quedó
tan liso como antes de abrirse. Y Aladino encontróse de tal suerte encerrado en
el subterráneo.
Porque como ya se ha dicho, el magrebí era un mago
insigne venido del fondo del Magreb, y no un tío ni un pariente cercano o lejano
de Aladino. Y había nacido verdaderamente en África, que
es el país y el semillero de los magos y hechiceros de peor calidad....
En este, momento de su narración Schahrazada vio
aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 740 NOCHE
Ella dijo:
... Y había nacido verdaderamente en África, que es el país y el semillero de los magos y hechiceros de la peor
calidad. Y desde su juventud habíase dedicado con tesón al estudio de la
hechicería y de los hechizos, y al arte de la geomancia, de la
alquimia, de la astrología, de las fumigaciones y de los encantamientos. Y al
cabo de treinta años de operaciones mágicas, por virtud de su hechicería, logró
descubrir que en un paraje desconocido de la tierra había una lámpara
extraordinariamente mágica que tenía el don de hacer más poderoso que los
reyes y sultanes todos al hombre que tuviese la suerte de ser su poseedor.
Entonces hubo de redoblar sus fumigaciones y hechicería, y con una última
operación geomántica logró enterarse de que la lámpara consabida se hallaba en
un subterráneo situado en las inmediaciones de la ciudad de Kolo-ka-tsé en el
país de China. (Y aquel paraje era precisamente el que acabamos de ver con todos
sus detalles.) Y el mago se puso en camino sin tardanza, y después de un largo
viaje había llegado a Kolo-ka-tsé, donde se dedicó a explorar los alrededores y acabó por delimitar exactamente
la situación del subterráneo que lo contenía. Y por su mesa adivinatoria se
enteró de que el tesoro y la lámpara mágica estaban inscriptos, por los poderes
subterráneos, a nombre de Aladino, hijo de Mustafá el sastre, y de que sólo él
podría hacer abrirse el subterráneo y llevarse la lámpara, pues cualquier otro
perdería la vida infaliblemente si intentaba la menor empresa encaminada a
ello. Y por eso se puso en busca de Aladino, y cuando le encontró, hubo de
utilizar toda clase de estratagemas y engaños para atraérsele y conducirle a
aquel paraje desierto, sin despertar sus sospechas ni las de su madre., Y
cuando Aladino salió con bien de la empresa, le había reclamado tan presurosamente
la lámpara porque quería engañarle y emparedarle para siempre en el
subterráneo. ¡Pero ya hemos visto cómo Aladino, por miedo a recibir una
bofetada, se había refugiado, en el interior de la cueva, donde no podía
penetrar el mago, y cómo el mago, con objeto de vengarse, había le encerrado
allí dentro contra su voluntad para que se muriese de hambre y de sed!
Realizada aquella acción, el mago convulso y echando
espuma, se fue
por su camino, probablemente a África, su país. ¡Y he aquí lo referente a él! Pero seguramente nos le
volveremos a encontrar.
¡He aquí ahora lo que atañe a Aladino!
No bien entró otra vez en el subterráneo, oyó el
temblor de tierra producida por la magia del magrebí, y aterrado, temió que la
bóveda se desplomase sobre su cabeza, y se apresuró
a ganar la salida. Pero al llegar a la escalera, vio que la pesada losa de
mármol tapaba la abertura; y llegó al límite de la emoción y del pasmo.
Porque, por una parte, no podía, concebir la maldad del hombre a quien creía
tío suyo y que le había acariciado y mimado, y por otra parte, no había para
qué pensar en levantar la losa de mármol, pues le era imposible hacerlo desde
abajo. En estas condiciones, el desesperado Aladino empezó a dar muchos gritos,
llamando a su tío y prometiéndole, con toda clase de juramentos, que estaba
dispuesto a darle enseguida la lámpara. Pero claro es que sus gritos y sollozos
no fueron oídos por el mago, que ya se encontraba lejos. Y al ver que su tío no
le contestaba, Aladino empezó a abrigar algunas dudas con respecto a él, sobre
todo al acodarse de que le había llamado hijo de perro, gravísima injuria que
jamás dirigiría un verdadero tío al hijo de su hermano. De todos modos,
resolvió entonces ir al jardín, donde había luz, y buscar una salida
por donde escapar de aquellos lugares tenebrosos. Pero al llegar a la puerta
que daba al jardín observó que estaba cerrada y que no se abría ante él
entonces. Enloquecido ya, corrió de nuevo a la puerta de la cueva y se echó
llorando en los peldaños de la escalera. Y ya se veía enterrado vivo entre las
cuatro paredes de aquella cueva, llena de negrura y de horror, a pesar de todo
el oro que contenía. Y sollozó durante mucho tiempo, sumido en su
dolor. Y por primera vez en su vida dio en pensar en todas, las bondades de su
pobre madre y en su abnegación infatigable, no obstante la mala conducta y la
ingratitud de él. Y la muerte en aquella
cueva hubo de parecerle más amarga, por no haber podido refrescar en vida el
corazón de su madre mejorando algo su carácter y demostrándola de alguna
manera su agradecimiento. Y suspiró mucho al asaltarle este pensamiento, y
empezó a retorcerse los brazos y a restregarse las manos, como generalmente
hacen los que están desesperados, diciendo, a modo de renuncia a la vida: “No
hay recurso ni poder más que en Alah!” Y he aquí que, con aquel movimiento,
Aladino frotó sin querer el anillo que llevaba en el pulgar y, que le había
prestado el mago para preservarle de los peligros del subterráneo. Y no sabía
aquel magrebí maldito que el tal anillo había de salvar la vida de Aladino
precisamente, pues de saberlo, no se lo hubiera confiado desde luego, o se
hubiera apresurado a quitárselo, o incluso no hubiera cerrado el subterráneo
mientras el otro no se lo devolviese. Pero todos los magos son, por esencia,
semejantes a aquel magrebí hermano suyo: a pesar del poder de su hechicería y
de su ciencia maldita, no saben prever las consecuencias de las acciones más
sencillas, y jamás piensan en precaverse de los peligros más vulgares. ¡Porque
con su orgullo y su confianza en sí mismos, nunca recorren al Señor
de las criaturas, y su espíritu permanece constantemente obscurecido por una
humareda más espesa que la de sus fumigaciones, y tienen los ojos tapados por
una venda, y van a tientas por las tinieblas.
Y he aquí que, cuando el desesperado Aladino frotó,
sin querer, el anillo que llevaba en el pulgar y cuya virtud ignoraba, vio
surgir de pronto ante él, como si brotara de la tierra, un inmenso y gigantesco
efrit, semejante a un negro embetunado, con una cabeza como un caldero, y una cara
espantosa, y unos ojos rojos, enormes y llameantes, el cual se inclino ante él,
y con una voz tan retumbante cual el rugido del trueno, le dijo: “¡Aquí
tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué quieres? Habla. ¡Soy el servidor del
anillo en la tierra, en el aire y en el agua!”
Al ver aquello, Aladino, que no era valeroso, quedó
muy aterrado; y en cualquier otro sitio o en cualquier otra circunstancia
hubiera caído desmayado o hubiera procurado escapar. Pero en aquella cueva,
donde ya se creía muerto de hambre y de sed, la intervención de aquel
espantoso efrit pareció le un gran socorro, sobre todo cuando oyó la pregunta
que le hacía. Y al fin pudo mover la lengua y contestar: “¡Oh gran jeque de los
efrits del aire, de la tierra y del agua, sácame de esta cueva!”
Apenas había él pronunciado estas palabras, se
conmovió y se abrió la tierra por encima de su cabeza, y en un abrir y cerrar
de ojos sintióse transportado fuera de la cueva, en el mismo paraje donde
encendió la hoguera el magrebí. En cuanto al efrit, había desaparecido.
Entonces, todo tembloroso de emoción todavía, pero
muy contento por verse de nuevo al aire libre, Aladino dio gracias a Alah el
Bienhechor que le había librado de una muerte cierta y le había salvado de las
emboscadas del magrebí. Y miró en torno suyo y vio a lo lejos la ciudad en
medio de sus jardines. Y le apresuró a desandar el camino por donde le había
conducido el mago, dirigiéndose al valle sin volver la cabeza atrás ni una sola
vez. Y extenuado y falto de aliento, llegó ya muy de noche a la casa en que le
esperaba su madre lamentándose, muy inquieta por su tardanza. Y corrió ella a
abrirle, llegando a tiempo para acogerle en sus brazos, en los que cayó el
joven desmayado, sin poder resistir más la emoción.
Cuando a fuerza de cuidados volvió Aladino de su
desmayo, su madre le dio a beber de nuevo un poco de agua de rosas. Luego, muy
preocupada, le preguntó qué le pasaba. Y contestó Aladinó: “¡Oh madre mía, tengo mucha hambre! ¡Te ruego, pues, que me traigas algo de
comer, porque no he tomado nada desde esta mañana!” Y la madre de Aladino
corrió a llevarle lo que había en la casa. Y Aladino se puso a comer con tanta
prisa, que su madre le dijo, temiendo que se atragantara: “¡No te precipites,
hijo mío, que se te va a reventar la garganta! ¡Y si es que comes tan deprisa
para cantarme cuan antes lo que me tienes que contar, sabe que tenemos por
nuestro todo el tiempo! ¡Desde el momento en que volví, a verte estoy
tranquila, pero Alah sabe cuál fue mi ansiedad cuando notó que avanzaba la
noche sin que estuvieses de regreso!” Luego se interrumpió para decirle: “¡Ah
hijo mío! ¡Modérate, por favor, y coge trozos más pequeños!” Y Aladino, que
había devorado en un momento todo lo que tenía delante, pidió de beber, y cogió
el cantarillo de agua y se lo vació en la garganta sin respirar. Tras de lo
cual se sintió satisfecho, y dijo a su madre: “¡Al fin voy a poder
contarte ¡oh
madre mía! todo lo que me aconteció con el hombre a
quien tú creías mi tío, y que me ha hecho ver la muerte a dos dedos de mis
ojos! ¡Ah! ¡Tú no sabes que ni por asomo era tío mío ni hermano de
mi padre ese embustero que me hacía tantas caricias y me besaba tan
tiernamente, ese maldito magrebí, ese hechicero, ese mentiroso, ese bribón, ese
embaucador, ese enredador, ese perro, ese sucio, ese demonio que no tiene par
entre los demonios sobre la faz de la tierra!, ¡Alejado sea el Maligno!” Luego
añadió: “¡Escucha ¡oh
madre! lo que me ha hecho!” Y dijo todavía: “¡Ah! ¡Qué
contento estoy de haberme librado de sus manos!” Luego se detuvo un momento,
respiró con fuerza, y de repente, sin tomar ya más aliento, contó cuanto le
había sucedido, desde el principio hasta el fin, incluso, la bofetada, la
injuria y lo demás, sin omitir un solo detalle. Pero no hay ninguna utilidad
en repetirlo.
Y cuando hubo acabado su relato se quitó el cinturón
y dejó caer en el colchón que había en el suelo la maravillosa
provisión de frutas transparentes y coloreadas que hubo de coger en el jardín.
Y también cayó la lámpara en el montón, entre bolas de pedrería.
Y añadió él para terminar:
“¡Esa es ¡oh madre! mi aventura con el mago maldito, y aquí tienes lo que me ha
reportado mi viaje al subterráneo!” Y así diciendo, mostraba a su madre las
bolas maravillosas, pero con un aire desdeñoso que significaba: “¡Ya no soy un
niño para jugar con bolas de vidrio!”
Mientras estuvo hablando su hijo Aladino la madre le
escuchó; lanzando, en los pasajes más sorprendentes o más conmovedores del relato,
exclamaciones de cólera contra, el mago y de conmiseración para Aladino. Y no
bien acabó de contar él tan extraña aventura, no pudo ella reprimirse más, y .se desató en injurias contra el magrebí, motejándolo con todos los
dicterios que para calificar la conducta del agresor puede encontrar la cólera
de una madre que, ha estado a punto de perder a su hijo. Y cuando se
desahogó un poco, apretó contra su pecho a su hijo Aladino y le besó llorando,
y dijo: “¡Demos gracias a Alah ¡oh hijo mío! que te ha sacado sano y salvo de
manos de ese hechicero magrebí! ¡Ah traidor, maldito! ¡Sin duda quiso tu muerte
por poseer esa miserable lámpara de cobre que no vale medio dracma! ¡Cuánto le
detestó! ¡Cuánto abomino de él! ¡Por fin te recobré, pobre niño mío, hijo mío
Aladino! ¡Pero qué peligros no corriste por culpa mía, que debí
adivinar, no obstante, en los ojos bizcos de ese magrebí; que no era tío tuyo
ni nada allegado, sino un mago maldito y un descreído!”
Y así diciendo, la madre se sentó en el colchón con
su hijo Aladino, y le estrechó contra ella y le besó y le meció dulcemente. Y Aladino, que no había dormido desde hacía tres
días, preocupado por su aventura con el magrebí, no tardó
en cerrar los ojos y en dormirse en las rodillas de su madre, halagado por el
balanceo. Y le acostó ella en el colchón con mil precauciones, y no tardó en
acostarse y en dormirse también junto a él.
Al día siguiente, al despertarse...
En este momento de su narración, Schahrazada vio
aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 742 NOCHE
Ella dijo:
Al día siguiente, al despertarse, empezaron por
besarse mucho, y Aladino dijo a su madre que su aventura le había corregido
para siempre de la travesura y haraganería, y que-en lo sucesivo
buscaría trabajo como un hombre. Luego, como aun tenía hambre, pidió el
desayuno; y su madre le dijo: “¡Ay hijo mío! ayer por la noche te di todo lo
que había en casa, y ya no tengo ni un pedazo de pan. ¡Pero ten un poco de
paciencia y aguarda a que vaya a vender el poco de algodón que hube de hilar
estos últimos días, y te compraré algo con el importe de la venta!” Pero
contestó Aladino: “Deja el algodón para otra vez, ¡oh madre! y coge hoy esta
lámpara vieja que me traje del subterráneo, y ve a venderla al zoco de los
mercaderes de cobre. ¡Y probablemente sacarás, por ella algún dinero que nos
permita pasar todo el día!” Y contestó la madre de Aladino: “¡Verdad dices,
hijo mío! ¡y mañana cogeré las bolas de vidrio que trajiste también de ese
lugar maldito, e iré a venderlas en el barrio de los negros, que me las comprarán
a más precio que los mercaderes de oficio!”
La madre de Aladino cogió, pues, la lámpara para ir
a venderla, pero la encontró muy sucia, y dijo a Aladino:. “¡Primero, hijo
mío, voy a limpiar está lámpara que está sucia, a fin de dejarla reluciente y
sacar por ella el mayor precio posible!” Y fue a la cocina, se echó en la mano
un poco de ceniza, que mezcló con agua, y se puso a limpiar la lámpara. Pero
apenas había empezado a frotarla, cuando surgió de pronto ante ella, sin
saberse de dónde había salido, un espantoso efrit, más feo indudablemente que
el del subterráneo, y tan enorme que tocaba el techo con la cabeza. Y se
inclinó ante ella y dijo con voz ensordecedora: “¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué, quieres? Habla. ¡Soy
el servidor de la lámpara en el aire por donde vuelo y en la tierra por donde
me arrastro!”
Cuando la madre de Aladino vio esta aparición, que
estaba tan lejos de esperarse, como no estaba acostumbrada a semejantes cosas,
se quedó inmóvil de terror; y se la trabó la lengua, y se la abrió la boca; y
loca de miedo y horror, no pudo soportar por más tiempo el tener a la vista una
cara tan repulsiva y
espantosa como aquella, y cayó desmayada.
Pero Aladino, que se hallaba también en la cocina,
y que estaba ya un poco acostumbrado a caras de aquella clase, después de la
que habían visto en la cueva, quizá más fea y monstruosa, no se asustó tanto
como su madre. Y comprendió, que la causante de la aparición del efrit era
aquella lámpara; y se apresuró a quitársela de las manos a su madre, que
seguía desmayada; y la cogió con firmeza entre los diez dedos, y dijo al
efrit: “¡Oh servidor de la lámpara! ¡Tengo mucha hambre, y deseo que me
traigas cosas excelentes en extremo para que me las coma!” Y el genio
desapareció al punto, pero para volver un instante después, llevando en la
cabeza una gran bandeja de plata maciza, en la cual había doce platos de oro
llenos de manjares olorosos y exquisitos al paladar y a la vista, con seis
panes muy calientes y blancos como la nieve y dorados par en medio, dos frascos
grandes de vino añejo, claro y excelente, y en las manos un taburete de ébano
incrustado de nácar y de plata, y dos tazas de
plata. Y puso la bandeja en el taburete, colocó con presteza lo que tenía que
colocar y desapareció discretamente.
Entonces Aladino, al ver que su madre seguía
desmayada, le echó en el rostro agua de rosas, y aquella frescura, complicada
con las deliciosas emanaciones de los manjares humeantes, no dejó de
reunir los espíritus dispersos y de hacer volver en sí a la pobre mujer. Y
Aladino se apresuró a decirle: “¡Vamos, ¡oh madre! eso no es nada! ¡Levántate y
ven a comer! ¡Gracias a Alah, aquí hay con qué reponerte por completo el
corazón y los sentidos y con qué aplacar nuestra hambre! ¡Por favor, no dejemos
enfriar estos manjares. Excelentes!”
Cuando la madre de Aladino vio la bandeja de plata
encima del hermoso taburete, las doce platos de oro con su contenido, los seis
maravillosos panes, los dos frascos y las dos tazas, y cuando percibió su
olfato el olor sublime que exhalaban todas aquellas cosas buenas, se olvidó de
las circunstancias de su desmayo, y dijo a Aladino: “¡Oh hijo mío! ¡Alah
proteja la vida de nuestro sultán! ¡Sin duda ha oído hablar de nuestra pobreza
y nos ha enviado esta bandeja con uno de sus cocineros!” Pero Aladino
contestó: “¡Oh madre mía! ¡No es ahora el momento oportuno para suposiciones y
votos! Empecemos por comer, y ya te contaré después lo que ha ocurrido.”
Entonces la madre de Aladino fue a sentarse junto a
él, abriendo unos ojos llenos de asombro y de admiración ante novedades tan
maravillosas; y se pusieron ambos a comer coas gran apetito. Y experimentaron
con ello tanto gusto, que se estuvieron mucho rato en torno a la bandeja, sin
cansarse de probar manjares tan bien condimentados, de modo y manera que
acabaron por juntar la comida de la mañana con la de la noche. Y cuando
terminaron por fin, reservaron para el día siguiente los restos de la comida. Y la madre de Aladino fue a guardar en el armario de la cocina
los platos y su contenido, volviendo en seguida al lado de Aladino para
escuchar lo que tenía él que contarle acerca de aquel generoso obsequio. Y
Aladino le reveló entonces lo que había pasado, y cómo el genio servidor de la
lámpara hubo de ejecutar la orden sin vacilación.
Entonces la madre de Aladino, que había escuchado el
relato de su hijo con un espanto creciente, fue presa de gran agitación y
exclamo: “¡Ah hijo mío! por la leche con que nutrí tu infancia te conjuro a que
arrojes lejos de ti esa lámpara mágica y te deshagas de ese anillo, don de los
malditos efrits, pues no podré soportar por segunda vez la vista de caras tan
feas y espantosas, y me moriré a consecuencia de ello sin duda. Por cierto que
me parece que estos manjares que acabo de comer se me suben a la garganta y van
a ahogarme. Y además, nuestro profeta Mohamed (¡bendito sea!) nos recomendó
mucho que tuviéramos cuidado con los genio y los efrits, y no buscáramos su
trato nunca!” Aladino, contestó: “¡Tus palabras, madre mía, están por encima de
mi cabeza y de mis ojos! ¡Pero, realmente, no puedo deshacerme de la lámpara
ni del anillo! Porque el anillo me fue de suma utilidad al salvarme de una
muerte segura en la cueva, y tú misma acabas de ser testigo del servicio que
nos ha prestado esta lámpara, la cuál es tan preciosa,
que el maldito magrebí no vaciló en venir a buscarla desde tan lejos. ¡Sin
embargo, madre mía, para darte gusto y por consideración a ti, voy a ocultar la
lámpara, a fin de que su vista no te hiera los ojos y sea para ti motivo de
temor en el porvenir!” Y contestó la madre de Aladino: “Haz lo que quieras,
hijo mío. ¡Pero, por mi parte, declaro que no quiero tener que ver nada con los
efrits, ni con el servidor del anillo, ni con el de la lámpara! ¡Y deseo que no
me hables más de ellos, suceda lo que suceda!”
Al otro día, cuando se terminaron las excelentes
provisiones, Aladino, sin querer recurrir tan pronto a la lámpara, para evitar
a su madre disgustos, cogió uno de los platos de oro, se lo escondió en la
ropa y salió con intención de venderlo en el zoco e invertir el dinero de la
venta en proporcionarse las provisiones necesarias en la casa. Y fue a la
tienda de un judío, que era más astuto que el Cheitán. Y sacó de su ropa el
plato de oro y se lo entregó al judío, que lo cogió, lo examinó, lo raspó, y
preguntó a Aladino con aire distraído: “¿Cuánto pides por esta?” Y Aladino,
que en su vida había visto platos de oro y estaba lejos de saber el valor de
semejantes mercaderías, contestó: “¡Por Alah, ¡oh mi señor! tú sabrás mejor que
yo lo que puede valer ese plato; y yo me fío en tu tasación y en tu buena fe!”
Y el judío, que había visto bien que el plato era del oro más puro, se dijo:
“He ahí un mozo que ignora el precio de lo que posee. ¡Vaya un excelente
provecho que me proporciona hoy la bendición de Abraham!” Y
abrió un cajón, disimulado en el muro de la tienda, y sacó de él una sola moneda
de oro, que ofreció a Aladino, y, que no representaba ni la milésima parte del
valor del plato, y le dijo: “¡Toma, hijo mío, por tu plato! ¡Por Moisés y
Aarón, que nunca hubiera ofrecido semejante suma a otro que no fueses tú; pero
lo hago sólo por tenerte por cliente en lo sucesivo!” Y Aladino cogió a toda
prisa el dinar de oro, y sin pensar siquiera en regatear, echó a correr muy contento.
Y al ver la alegría de Aladino y su prisa por marcharse, el judío sintió mucho
no haberle ofrecido una cantidad más inferior todavía, y estuvo a punto de
echar a correr detrás de él para rebajar algo de la moneda de oro; pero
renuncio a su proyecto al ver que no podía alcanzarle.
En cuanto a Aladino, corrió sin pérdida de tiempo a
casa del panadero, le compró pan, cambió el dinar de oro y volvió a su casa
para dar a su madre el pan y el dinero, diciéndole: “¡Madre mía, ve ahora a
comprar con este dinero las provisiones necesarias, porque yo no entiendo de
esas cosas!” Y la madre se levantó y fue al zoco a comprar todo lo que
necesitaban. Y aquel día comieron y se saciaron. Y desde entonces, en cuanto
les faltaba dinero, Aladino iba al zoco a vender un plato de oro al mismo
judío, que siempre le entregaba un dinar, sin atreverse a darle menos después
de haberle dado esta suma la primera vez y temeroso de que fuera a proponer su
mercancía a otros judíos, que se aprovecharían con ello, en lugar suyo, del
inmenso beneficio que suponía el tal negocio. Así es que Aladino, que
continuaba ignorando el valor de lo que poseía, le vendió de tal suerte los
doce platos de oro. Y entonces pensó en llevarle el bandejón de plata maciza;
pero como le pesaba mucho, fue a buscar al judío, que se presentó en la casa,
examinó la bandeja preciosa, y dijo a Aladino: “¡Esto vale dos monedas de oro!”
Y Aladino, encantado, consintió en vendérselo, y tomó el dinero, que no quiso
darle el judío más que mediante las dos tazas de plata como propina.
De esta manera tuvieron aún para mantenerse durante
unos días Aladino y su madre. Y Aladino continuó yendo a los zocos a hablar formalmente con los mercaderes y las personas distinguidas; porque desde su vuelta había tenido cuidado de abstenerse
del trato de sus antiguos camaradas, los niños del barrio; y a la sazón
procuraba instruirse escuchando las conversaciones de las personas mayores; y
como estaba lleno de sagacidad, en poco tiempo adquirió toda clase de nociones
preciosas que muy escasos jóvenes de su edad serían capaces de adquirir.
Entre tanto, de nuevo hubo de faltar dinero en la
casa, y como no podía obrar de otro modo, a pesar de todo el terror que
inspiraba a su madre, Aladino se vio obligado a recurrir a la lámpara mágica.
Pero advertida del proyecto de Aladino, la madre se apresuró a salir de la
casa, sin poder sufrir el encontrarse allí en el momento de la aparición del
efrit. Y libre entonces de obrar a su antojo, Aladino cogió la lámpara con la
mano, y buscó el sitio que había que tocar precisamente, y que se conocía por
la impresión dejada con la ceniza en la primera limpieza; y la frotó despacio y muy suavemente. Y al punto apareció el genio, que
inclinóse, y corno voz muy tenue, a causa precisamente de la suavidad del
frotamiento, dijo a Aladino: “¡Aquí tienes
entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué quieres? Habla. ¡Soy el servidor de la
lámpara en el aire por donde vuelo y en la tierra por donde me arrastro!” Y
Aladino se apresuró a contestar: “¡Oh servidor de la lámpara! ¡Tengo mucha
hambre, y deseo una bandeja de manjares en un todo semejante a la que me
trajiste la primera vez!” Y el genio desapareció, pero para reaparecer, en
menos de un abrir y cerrar de ojos, cargado con la bandeja consabida, que puso
en el taburete; y se retiró sin saberse por dónde.
Poco tiempo después volvió la madre de Aladino; y
vio la bandeja con su aroma y su contenido tan encantador; y no se maravilló
menos que la primera vez. Y se sentó al lado de su hijo, y probó los manjares, encontrándolos más exquisitos todavía que los de la primera bandeja.
Y a pesar del terror que le inspiraba el genio servidor de la lámpara, comió
con mucho apetito; y ni ella ni Aladino pudieron separarse de la bandeja hasta
que se hartaron completamente; pero como aquellos manjares excitaban el apetito
conforme se iba comiendo, no se levantó ella hasta el anochecer, juntando
así la comida de la mañana con la de mediodía y con la de la noche. Y Aladino
hizo lo propio.
Citando se terminaron las provisiones de la
bandeja, como la vez primera....
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y -se calló discretamente.
PERO
CUANDO LLEGÓ LA 744 NOCHE
Ella dijo:
... Cuando se terminaron las provisiones de la
bandeja, como la vez primera, Aladino no dejó de coger uno de los platos de oro
e ir al zoco, según tema por costumbre, para vendérselo al judío, lo mismo que
había hecho con los otros platos. Y cuando pasaba por delante de la tienda de
un venerable jaique musulmán, que era un orfebre muy estimado por su probidad y
buena fe, oyó que le llamaban por su nombre y se detuvo. Y el venerable orfebre
le hizo señas con la mano y le invitó a entrar un momento en la tienda. Y le
dijo: “Hijo mío, he tenido ocasión de verte pasar por el zoco bastantes veces,
y he notado que llevabas siempre entre la ropa algo que querías ocultar, y
entrabas en la tienda de mi vecino el judío para salir luego sin el objeto que
ocultabas. ¡Pero tengo que advertirte de una casa que acaso ignores, a causa de
tu tierna edad! Has de saber, en efecto, que los judíos son enemigos natos de
los musulmanes; y creen que es lícito escamotearnos nuestros bienes por todos
los medios posibles. ¡Y entre todos los judíos, precisamente ese es el más
detestable, el más listo, el más embaucador y el más nutrido de odio contra
nosotros los que creemos en Alah el Único! ¡Así, pues, si tienes que vender
alguna cosa, ¡oh hijo mío! empieza por enseñármela, y por la verdad de Alah el
Altísimo te juro que la tasaré en su justo valor, a fin de que al cederla sepas
exactamente lo que haces! Enséñame, pues, sin temor, ni desconfianza lo que
ocultas en tu traje, ¡y Alah maldiga a los embaucadores y confunda al Maligno!
¡Alejado sea por siempre!”
Al oír estas palabras del viejo orfebre, Aladino,
confiado, no dejó de sacar de debajo de su traje el plato de oro y mostrárselo.
Y el jaique calculó al primer golpe de vista el valor del objeto y preguntó a
Aladino: “¿Puedes decirme ahora, hijo mío, cuántos platos de esta clase vendiste
al judío y el precio a que se los cediste?” Y Aladino contestó: “¡Por Alah, ¡oh
tío mío! que ya le he dado doce platos como éste a un dinar cada uno!” Y al oír
estas palabras, el viejo orfebre llegó al límite de la
indignación, y exclamó: “¡Ah maldito judío, hijo de perro, posteridad de
Eblis!” Y al propio tiempo puso el plato en la balanza, lo pesó; y dijo: “¡Has
de saber, hijo mío, que este plato es del oro más fino y que no vale un dinar,
sino doscientos dinares exactamente! ¡Es decir, que el judío te ha robado a ti
solo tanto como roban en un día, con detrimento de los musulmanes, todos los
judíos del zoco reunidos!” Luego añadió: “¡Ay hijo mío! ¡Lo pasado pasado está,
y como no hay testigos, no podemos hacer empalar a ese judío maldito! ¡De todos
modos, ya sabes a qué atenerte en lo sucesivo!
Y si quieres, al momento voy a contarte doscientos
dinares por tu plato. ¡Prefiero, sin embargo, que antes de vendérmelo vayas a
proponerlo y a que te lo tasen otros mercaderes; y si te ofrecen más, consiento,
en pagarte la diferencia y algo más de sobreprecio!” Pero Aladino, que no tenía
ningún motivo para dudar de la reconocida probidad del viejo orfebre, se dio
por muy contento, con cederle el plato a tan buen precio. Y tomó los doscientos
dinares. Y en lo sucesivo no dejó de dirigirse al mismo honrado orfebre
musulmán para venderle los otros once platos y la bandeja.
Y he aquí que, enriquecidos de aquel modo, Aladino y
su madre no abusaron de los beneficios del. Retribuidor. Y continuaron llevando
una vida modesta, distribuyendo a los pobres y a los menesterosos lo que
sobraba a sus necesidades. Y entre tanto, Aladino no perdonó ocasión de seguir
instruyéndose y afinando su ingenio con el contacto de las gentes del zoco, de
los mercaderes distinguidos y de las personas de buen tono que frecuentaban los
zocos. Y así aprendió en poco tiempo las maneras del gran mundo, y mantuvo
relaciones sostenidas con los orfebres y joyeros, de quienes se convirtió en
huésped asiduo. ¡Y habituándose entonces a ver joyas y pedrerías, se enteró de
que las frutas que se había llevado de aquel jardín y que se imaginaba serían
bolas de vidrió coloreado, eran maravillas inestimables que no tenían igual en
casa de los reyes y sultanes más poderosos y más ricos! Y como se había vuelto
muy prudente y muy inteligente, tuvo la precaución de no hablar de ello a
nadie, ni siquiera a su madre. Pero en vez de dejar las frutas de pedrería
tiradas debajo de los cojines del diván y por todos los rincones, las recogió
con mucho cuidado y las guardó en un cofre que compró a propósito: Y he aquí
que pronto habría de experimentar los efectos de su prudencia de la manera más
brillante y más espléndida.
En efecto, un día entre los días, charlando él a la
puerta de una tienda con algunos mercaderes amigos. Suyos, vio cruzar los
zocos a dos pregoneros del sultán, armados de largas pértigas, y les oyó
gritar al unísono en alta voz: “¡Oh vosotros todos, mercaderes y habitantes!
¡De orden de nuestro amo magnánimo, el rey del tiempo y el señor de los siglos
y de los momentos, sabed que tenéis que cerrar vuestras tiendas al instante y
encerraros en vuestras casas, con todas las puertas cerradas por fuera y por
dentro! ¡Porque va a pasar para ir a tomar su baño en el hammam, la perla
única, la maravillosa, la bienhechora, nuestra joven ama Badrú'l-Budur; luna llena de las luna s
llenas, hija de nuestro glorioso, sultán! ¡Séale el baño delicioso! ¡En cuanto
a los que se abrevan a infringir la orden y a mirar por puertas o ventanas,
serán castigados con el alfanje, el palo o el patíbulo! ¡Sirva, pues, de aviso
a quienes quieran conservar su sangre en su cuello!”
Al oír este pregón público Aladino se sintió
poseído de un deseo irresistible por ver pasar a la hija del sultán, a aquella
maravillosa Badrá'l-Budur, de quien se hacían lenguas en toda la ciudad y
cuya belleza de luna y perfecciones
eran muy elogiadas. Así es que en vez de hacer como todo el mundo y correr a encerrarse
en su casa, se le ocurrió ir a toda prisa al hammam y esconderse detrás de la
puerta principal para poder, sin ser visto, mirar a través de las junturas y
admirar a su gusto a la hija del sultán cuando entrase en el hammam.
Y he aquí que a los pocos instantes de situarse en
aquel lugar vio llegar el cortejo de la princesa, precedido por la muchedumbre
de eunucos. Y la vio a ella misma en medio de sus mujeres, cual la luna en medio de las estrellas, cubierta con sus
velos de seda. Pero en cuanto llegó al umbral del hammmam se apresuró a
destaparse el rostro; y apareció con todo el resplandor solar de una belleza
que superaba a cuanto pudiera decirse. Porque era una joven de quince años, más
bien menos que más, derecha como la letra alef, con una cintura que desafiaba a
la rama tierna del árbol pan,
con una frente deslumbradora, como el cuarto creciente
de la luna en el mes de Ramadán, con cejas rectas y perfectamente trazadas, con ojos negros, grandes y
lánguidos, cual los ojos de la gacela sedienta, con párpados modestamente
bajos y semejantes a pétalos de rosa, con una nariz impecable como labor
selecta, una boca minúscula con dos labios encarnados, una tez de blancura
lavada en el agua de la fuente Salsabil, un mentón sonriente, dientes como
granizos, de igual tamaño, un cuello de tórtola, y lo demás, que no se veía,
por el estilo. Y de ella es de quien ha dicho el poeta:
¡Sus
ojos magos, avivados con kohl negro, traspasan los
corazones con sus flechas aceradas!
¡A
las rosas de sus mejillas roban los colores las rosas de los ramos!
¡Y
su cabellera es una noche tenebrosa iluminada por la irradiación de su frente!
Cuando la princesa llegó a la puerta del hammam,
como no temía las miradas indiscretas, se levantó el velillo del rostro, y
apareció así en toda su belleza. Y Aladino la vio, y en el momento sintió
bullirle la sangre en la cabeza tres veces más deprisa que antes. Y sólo
entonces, se dio cuenta él, que jamás tuvo ocasión de ver al descubierto
rostros de mujer, de que podía haber mujeres hermosas y mujeres feas y de que
no todas eran viejas y semejantes a su madre. Y aquel descubrimiento, unido a
la belleza incomparable de la princesa, le dejó estupefacto y le inmovilizó en
un éxtasis detrás de la puerta. Y ya hacía mucho tiempo que había entrado la
princesa en el hammam, mientras él permanecía aún allí asombrado y todo
tembloroso de emoción. Y cuando pudo recobrar un poco el sentido, se decidió a
escabullirse de su escondite y a regresar a su casa, ¡pero en qué estado de
mudanza y turbación! Y pensaba: “¡Por Alah! ¿Quién hubiera podido imaginar
jamás que sobre la tierra hubiese una criatura tan hermosa? ¡Bendito sea la que
la ha formado y la ha dotado de perfección!” Y asaltado por un cúmulo de pensamientos,
entró en casa de su madre, y con la espalda quebrantada de emoción y el corazón
arrebatado de amor por completo, se dejó caer en el diván, y estuvo sin
moverse.
Y he aquí que su madre no tardó en verle en aquel
estado tan extraordinario, y se acercó a él y le preguntó con ansiedad qué le
pasaba. Pero él se negó a dar la menor respuesta. Entonces le llevó ella la
bandeja de los manjares para que almorzase; pero él no quiso comer. Y le
preguntó ella: “¿Qué tienes, ¡oh hijo mío?! ¿Te duele algo? ¡Dime qué te ha
ocurrido!” Y acabó él por contestar: “¡Déjame!” y Ella insistió para que
comiese, y hubo de instarle de tal manera, que consintió él en tocar a los
manjares, pero comió infinitamente menos que de ordinario; y tenía los ojos
bajos, y guardaba silencio, sin querer contestar a las preguntas inquietas de
su madre. Y estuvo en aquel estado de somnolencia, de palidez y de abatimiento
hasta el día siguiente.
Entonces la madre de Aladino, en el límite de la
ansiedad, se acercó a él, con lágrimas en los ojos, y le dijo: “¡Oh hijo mío! ¡Por
Alah sobre ti, dime lo que te pasa y no me tortures más
el corazón con tu silencio! ¡Si tienes alguna enfermedad, no me la ocultes, y
en seguida iré a buscar al médico! Precisamente está hoy de paso en nuestra
ciudad un médico famoso del país de los árabes, a quien ha hecho venir
exprofeso nuestro sultán para consultarle. ¡Y no se habla de otra cosa que de
su ciencia y de sus remedios maravillosos! ¿Quieres que vaya a buscarle...
En este momento de su narración, Schahrazada vio
aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 746 NOCHE
Ella dijo:
“... ¡Y no se habla de otra cosa que de su ciencia y
de sus remedios maravillosas! ¿Quieres que vaya a buscarle?” Entonces Aladino
levantó la cabeza, y con un topo de voz muy triste, contestó: “¡Sabe oh madre!
que estoy bueno y no sufro de enfermedad! ¡Y si me ves en este estado de
mudanza, es porque hasta el presente me imaginé que todas las mujeres se te
parecían! ¡Y sólo ayer hube de darme cuenta de que no había tal cosa!” Y la
madre de Aladino alzó los brazos y exclamó: “¡Alejado sea el Maligno! ¿Qué
estás diciendo, Aladino?” El joven contestó: “¡Estate tranquila, que sé bien
lo que me digo! ¡Porque ayer vi entrar en el hammam a la princesa
Badrú'l-Budur, hija del sultán, y su sola vista me reveló la existencia de la
belleza! ¡Y ya no estoy para nada! ¡Y por eso no tendré reposo ni podré volver
en mí mientras no la obtenga de su padre el sultán en matrimonio!
Al oír estas palabras, la madre de Aladino pensó que
su hijo había perdido el juicio, y le dijo: “¡El nombre de Alah sobre ti,
hijo mío! ¡Vuelve a la razón! ¡Ah! ¡Pobre Aladino, piensa en tu condición y
desecha esas locuras!” Aladino contestó: “¡Oh madre mía! no tengo para qué
volver a la razón, pues no me cuento en el número de los locos. ¡Y tus palabras
no me harán renunciar a mi idea de matrimonio con El Sett Badrú'l-Budur, la
hermosa hija del sultán! ¡Y tengo más intención que nunca de pedírsela a su
padre en matrimonio!” Ella dijo: “¡Oh hijo mío! ¡por mi vida sobre ti, no
pronuncies tales palabras, y ten cuidado de que no te oigan en la vecindad y
transmitan tus palabras al sultán, que te haría ahorcar sin remisión! Y además,
si de verdad tomaste una resolución tan loca, ¿crees que vas a encontrar quien
se encargue de hacer esa petición?” El joven contestó: “¿Y a quién voy a
encargar de una misión tan delicada estando tú aquí, ¡oh madre!? ¿y en quién
voy a tener más confianza que en ti? ¡Sí, ciertamente, tú serás quien vaya a
hacer al sultán esa petición de matrimonio!” Ella exclamó: “¡Alah me preserve
dellevar a cabo semejante empresa, ¡oh hijo mío! ¡Yo no estoy, como tú, en el
límite de la locura! ¡Ah! ¡Bien veo al presente que te olvidas de que eres hijo
de uno de los sastres más pobres y más ignorados de la ciudad, y de que tampoco
yo, tu madre, soy de familia más noble o más esclarecida! ¿Cómo, pues, te
atreves a pensar en una princesa que su padre no concederá ni aun a los hijos
de poderosos reyes y sultanes?” Y Aladino permaneció silencioso un momento;
luego contestó: “Sabe ¡oh madre! que ya he pensado y reflexionado largamente en
todo lo que acabas de decirme; pero eso no me impide tomar la resolución que
te he explicado, ¡sino al contrario! ¡Te lo suplico, pues, que si
verdaderamente soy tu hijo y me quieres, me prestes el servicio que te pido!
¡Si, no, mi muerte será preferible a mi vida; y sin
duda alguna me perderás muy pronto! ¡Por última vez, ¡oh madre mía! no olvides
que siempre seré tu hijo Áladino!”
Al oír estas palabras de su hijo, la madre de
Aladino rompió en sollozos, y dijo lagrimosa: “¡Oh hijo mío! ¡Ciertamente, soy
tu madre, y tú eres mi único hijo, el núcleo de mi corazón! ¡Y mi mayor anhelo
siempre fue verte casado un día y regocijarme con tu dicha antes de morirme!
¡Así, pues, si quieres casarte, me apresuraré a buscarte mujer entre las
gentes de nuestra condición! ¡Y aun así, no sabré qué contestarles cuando me
pidan informes acerca de ti, del oficio que ejerces, de la ganancia que sacas y
de dos bienes y tierras que posees! ¡Y me azora mucho eso! Pero, ¿qué no será
tratándose, no ya de ir a gentes de condición humilde, sino a pedir para ti al
sultán de la China su hija única El Sett Badrú'l-Budur? ¡Vamos, hijo mío,
reflexiona un instante con moderación! ¡Bien sé que nuestro sultán está lleno
de benevolencia y que jamás despide a ningún súbdito suyo sin hacerle la justicia
que necesita! ¡También sé que es generoso con exceso y que nunca rehúsa nada a
quien ha merecido sus favores con alguna acción brillante, algún hecho de
bravura o algún servicio grande o pequeño! Pera, ¿puedes decirme en qué has
sobresalido tú hasta el presente, y qué títulos tienes para merecer ese favor
incomparable que solicitas? Y además, ¿dónde están los regalos que, como
solicitante de gracias, tienes que ofrecer al rey en calidad de homenaje de
súbdito leal a su soberano?” El joven contestó: “¡Pues bien; si no se trata más
que de hacer un buen regalo para obtener lo que anhela tanto mi alma,
precisamente creo que ningún hombre sobre la tierra puede competir conmigo en
ese terreno! Porque has de saber ¡oh madre! que esas frutas de todos colores
que me traje del jardín subterráneo y que creía eran sencillamente bolas de
vidrio sin valor ninguno, y buenas, a lo más, para, que jugasen los niños
pequeños, son pedrerías inestimable como no las posee ningún sultán en la
tierra. ¡Y vas a juzgar por ti misma, a pesar de tu poca experiencia en estas
cosas! No tienes más que traerme de la cocina una fuente de porcelana en que
quepan, y ya verás qué efecto tan maravilloso producen:”
Y aunque muy sorprendida de cuanto oía, la madre de Aladino
fue a la cocina a buscar una fuente grande de porcelana blanca muy limpia y se
la entregó a su hijo. Y Aladino, que ya había sacado las frutas consabidas, se
dedicó a colocarlas con mucho arte en la porcelana, combinando sus distintos
colores, sus formas y sus variedades. Y cuando hubo acabado se las puso delante de los ojos de su madre, que quedó absolutamente
deslumbrada, tanto a causa de su brillo como de su hermosura. Y a pesar de que
no estaba muy acostumbrada a ver pedrerías, no pudo por menos de exclamar: “¡Ya
Alah! ¡Qué admirable es esto!”. Y hasta se vio precisada, al cabo de un
momento, a cerrar los ojos. Y acabó por decir: “¡Bien veo al presente que
agradara al sultán el regalo, sin duda! ¡Pero la dificultad no es esa, sino que
está, en el, paso que voy a dar; porque me parece que no podré resistir la
majestad de la presencia del sultán, y que me quedaré inmóvil, con la lengua
turbada, y hasta quizá me desvanezca de emoción y de confusión! Pero aun
suponiendo que pueda violentarme a mí misma por satisfacer tu alma llena de ese
deseo, y logre exponer al sultán tu petición concerniente a su hija
Badrú'l-Budur, ¿qué va a ocurrir? Sí, ¿qué va a ocurrir?
¡Pues bien, hijo mío; creerán que estoy loca, y me echarán del palacio, o
irritado por semejante pretensión, el sultán nos castigará a ambos de manera terrible! Si a pesar de todo crees lo contrario, y suponiendo que el sultán
preste oídos a tu demanda, me interrogará luego acerca de tu estado y
condición. Y me
dirá: “Sí, este regalo es muy hermoso, ¡oh mujer!
¿Pero quién eres? ¿Y quién es tu hijo Aladino? ¿Y qué hace? ¿Y quién es su
padre? ¿Y con qué cuenta? ¡Y entonces me veré obligada a decir que no ejerces
ningún oficio y que tu padre no era más que un pobre sastre entre los sastres del
zoco!” Pero Aladino contestó: “¡Oh madre, está tranquila! ¡Es imposible que el
sultán te haga semejantes preguntas cuando vea las maravillosas pedrerías
colocadas a manera de frutas en la porcelana! No tengas, pues, miedo,
y no te preocupes por lo que no va a pasar. ¡Levántate, por el contrario, y ve
a ofrecerle el plato con su contenido y pídele para mí en matrimonio a su hija
Badrú'l-Budur! ¡Y no apesadumbres tu pensamiento con un asunto tan fácil y tan
sencillo! ¡Tampoco olvides, además, si todavía abrigas dudas con respecto al
éxito, que poseo una lámpara que suplirá para mí a todos los oficios y a todas
las ganancias!”
Y continuó hablando a su madre con tanto calor y
seguridad, que acabó por convencerla completamente. Y la apremió para que se pusiera
sus mejores trajes; y la entregó la fuente de porcelana, que se apresuró ella a
envolver en un pañuelo atado por las cuatro puntas, para llevarla así en la
mano. Y salió de la casa y se encaminó al palacio del
sultán. Y penetró en la sala de audiencias con la muchedumbre de solicitantes.
Y se puso en primera fila, pero en una actitud muy humilde, en medio de los presentes,
que permanecían con los brazos cruzados, y los ojos bajos en señal del más
profundo respeto. Y se abrió la sesión del diván cuando el sultán hizo su
entrada, seguido de sus visires, de sus emires y de sus guardias. Y el jefe de
los escribas del sultán empezó a llamar a los solicitantes, unos tras otros,
según la importancia de las súplicas. Y se despacharon los asuntos acto seguido.
Y los solicitantes se marcharon, contentos unos por haber conseguido lo que
deseaban, otros muy alargados de nariz, y otros sin haber sido llamados por
falta de tiempo. Y la madre de Aladino fue de estos últimos.
Así es que cuando vio que se había levantado la
sesión y que el sultán se había retirado, seguido de sus visires, comprendió
que no la quedaba qué hacer más que marcharse también ella. Y salió de palacio
y volvió a su casa. Y Aladino, que en su impaciencia la esperaba a la puerta,
la vio volver con la
porcelana en la mano todavía; y se extrañó y se
quedó muy perplejo, y temiendo que hubiese sobrevenido alguna desgracia o
alguna siniestra circunstancia, no quiso hacerle preguntas en la calle y se apresuró a arrastrarla a la casa, en donde, con la cara muy
amarilla, la interrogó con la actitud y con los ojos, pues de emoción no podía
abrir la boca. Y la pobre mujer le contó lo que había ocurrido, añadiendo:
“Tienes que dispensar a tu madre por esta vez, hijo mía, pues no estoy
acostumbrada a frecuentar palacios; y la vista del sultán me ha turbado de tal
modo, que no pude adelantarme a hacer mi petición. ¡Pero mañana, si Alah
quiere, volveré a palacio y tendré más valor que hoy!” Y a pesar de toda su
impaciencia, Aladino se dio por muy contento al saber que no obedecía a un
motivo más grave el regreso de su madre con la porcelana entro las manos. Y
hasta le satisfizo mucho que se hubiese dado el paso más difícil sin
contratiempos ni malas consecuencias para su madre y para él. Y se consoló al
pensar que pronto iba a repararse el retrasó.
En efecto, al siguiente día la madre de Aladino fue
a palacio teniendo cogido por las cuatro puntas el pañuelo que envolvía el
obsequio de pedrerías...
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 748 NOCHE
Ella dijo:
... En efecto, al siguiente día la madre de Aladino
fue a palacio teniendo cogido por las cuatro puntas el pañuelo que envolvía el
obsequio de pedrerías. Y estaba muy resuelta a sobreponerse a su timidez y formular
su petición. Y entró en el diván, y se colocó en primera fila ante el sultán.
Pero, como la vez primera, no pudo dar un paso ni hacer un gesto que atrajese
sobre ella la atención del jefe de las escribas. Y se levantó la sesión sin
resultado; y se volvió ella a casa, con la cabeza baja, para anunciar a Aladino
el fracaso de su tentativa, pero prometiéndole el éxito para la próxima vez. Y
Aladino se vio precisado a hacer nueva provisión de paciencia, amonestando a su
madre por su falta de valor y de firmeza. Pero no sirvió de gran cosa, pues la
pobre mujer fue a palacio con la porcelana seis días consecutivos y se colocó
siempre frente al sultán, aunque sin tener más valor ni lograr más éxito que la
primera vez. Y sin duda habría vuelto cien veces más tan inútilmente, y
Aladino habría muerto de desesperación y de impaciencia reconcentrada, si el
propio sultán, que acabó por fijarse en ella, ya que estaba en primera fila a
cada sesión del diván, no hubiese tenido la curiosidad de informarse acerca de
ella y del motivo de su presencia. En efecto, al séptimo día, terminado el
diván, el sultán se encaró con su gran visir, y le dijo: “Mira esa vieja que
lleva en la mano un pañuelo con algo. Desde hace algunos días viene al diván
con regularidad y permanece inmóvil sin pedir nada. ¿Puedes decirme a qué
viene y qué desea?” Y el gran visir, que no conocía a la madre de Aladino, no
quiso dejar al sultán sin respuesta, y le dijo: “¡Oh mi señor! es una vieja entre
las numerosas viejas que no vienen al diván más que para pequeñeces. ¡Y tendrá
que quejarse sin duda de que la han vendido cebada podrida, por ejemplo, o de
que la ha injuriado su vecina, o de que la ha pegado su marido!” Pero el sultán
no quedó contento con esta explicación, y dijo al visir: “Sin embargo, deseo
interrogar a esa pobre mujer. ¡Hazla avanzar antes de que se retire con los
demás!” Y el visir contestó con el oído y la obediencia, llevándose la mano a
la frente. Y dio unos pasos hacia la madre de Aladino, y le hizo seña con la
mano para que se acercara. Y la pobre mujer se adelantó al pie del trono, toda
temblorosa, y besó la tierra entre las manos del sultán, como había visto hacer
a los demás concurrentes. Y siguió en aquella postura hasta que el gran visir
le tocó en el hombro y la ayudó a levantarse. Y se mantuvo entonces de pie,
llena de emoción; y el sultán le dijo: “¡Oh mujer! hace ya varios
días que te veo venir al diván y permanecer inmóvil sin pedir nada. Dime, pues,
qué te trae por aquí y qué deseas, a fin de que te haga justicia.” Y un poco
alentada por la voz benévola del sultán, contestó la madre de Aladino: “Alah
haga descender sus bendiciones sobre la cabeza de nuestro amo el sultán. ¡En
cuanto a tu servidora, ¡oh rey del tiempo! antes de exponer su demanda te
suplica que te dignes concederle la promesa de seguridad, pues, de no ser así,
tendré miedo a ofender los oídos del sultán, ya que mi petición puede parecer
extraña o singular!” Y he aquí que el sultán que era hombre bueno y magnánimo,
se apresuró a prometerle la seguridad; e incluso dio orden de hacer desalojar
completamente la sala, a fin de permitir a la mujer que hablase
con toda libertad. Y no retuvo a su lado más que a su gran visir. Y se encaró
con ella, y le dijo: “Puedes hablar, la seguridad de Alah está contigo, ¡oh
mujer!” Poro la madre de Aladino, que había recobrado por completo el valor en
vista de la acogida favorable del sultán, contestó:. “¡También pido perdón de
antemano al sultán por lo que en mi súplica pueda encontrar de inconveniente y
por la audacia extraordinaria de mis palabras!” Y dijo el sultán, cada vez mas
intrigado: “Habla ya sin restricción, ¡oh mujer! ¡Contigo están el perdón y la
gracia de Alah para todo lo que puedas decir y pedir!”
Entonces, después de prosternarse por segunda vez
ante el trono y de haber llamado sobre el sultán todas las bendiciones y los
favores del Altísimo, la madre de Aladino se puso a cantar cuanto le había
sucedido a su hijo desde el día en que oyó a los pregoneros públicos proclamar
la orden de que los habitantes se ocultaran en sus casas para dejar paso al
cortejo de Sett Badrú'l-Budur. Y no dejó de decirle el estado en que se hallaba
Aladino, que hubo de amenazar con matarse si no obtenía a la princesa en
matrimonio. Y narró la historia con todos sus detalles, desde el comienzo hasta
el fin. Pero no hay utilidad en repetirla. Luego, cuando acabó de hablar, bajó
la cabeza. presa de gran confusión, añadiendo: “¡Y yo ¡oh rey del tiempo! no
me queda más que suplicar a Tu Alteza que no sea riguroso con la locura de mi hija y me excuse si la ternura de madre me ha impulsado
a venir a transmitirte una petición tan singular!”
Cuando el sultán, que había escuchado estas
palabras con mucha atención, pues era justo y benévolo, vio que había callado
la madre de Aladino, lejos de mostrarse indignado de su demanda, se echó a reír
con bondad y le dijo: “¡Oh pobre! ¿y qué traes en ese pañuelo que sostienes
pon la cuatro puntas?
Entonces la madre de Aladino desató el pañuelo en
silencio, y sin añadir una palabra presentó al sultán la fuente de porcelana
en que estaban dispuestas las frutas de pedrería. Y al punto se iluminó todo
el diván con su resplandor, mucho más que si estuviese alumbrado con arañas y
antorchas. Y el sultán quedó deslumbrado de su claridad y le pasmó su
hermosura. Luego cogió la porcelana de manos de la buena mujer y examinó las
maravillosas pedrerías, una tras otra, tomándolas entre sus dedos. Y estuvo
mucho tiempo mirándolas y tocándolas, en el límite de la admiración. Y acabó
por exclamar, encarándose con su gran visir: “¡Por vida de mi cabeza, ¡oh visir
mío! que hermoso es todo esto y qué maravillosas son estas frutas! ¿Las viste
nunca parecidas u oíste hablar siquiera de la existencia de cosas tan
admirables sobre la faz de la tierra? ¿Qué te parece? ¡di!” Y el visir
contestó: “¡En verdad ¡oh rey del tiempo! que nunca he visto ni nunca he oído
hablar de cosas tan maravillosas! ¡Ciertamente, estas pedrerías son únicas en
su especie! ¡Y las joyas más preciosas del armario de nuestro rey no valen,
reunidas, tanto como la más pequeña de estas frutas, a mi entender!” Y dijo el
rey: “¿No es verdad ¡oh visir mío! que el joven Aladino, que por mediación de
su madre me envía un presente tan hermoso, merece, sin duda alguna, mejor que
cualquier hijo de rey, que se acoja bien su petición de matrimonio con mi hija
Badrú'l-Budur?”
A esta pregunta del rey, la cual estaba lejos de
esperarse, al visir se le mudó el color y se le trabó mucho la lengua y se
apenó mucho. Porque, desde hacía largo tiempo, le había prometida el sultán que
no daría en matrimonio a la princesa a otro que no fuese un hijo que tenía el
visir y que ardía de amor por ella desde la niñez. Así es que tras largo rato de
perplejidad, de emoción y de silencio, acabó por contestar con voz muy triste:
“Si, ¡oh rey del tiempo! ¡Pero Tu Serenidad olvida que has prometido la
princesa al hijo de tu esclavo! ¡Sólo te pido, pues, como gracia, ya que tanto
te satisface este regalo de un desconocido, que me concedas un plazo de tres
meses, al cabo del cual me comprometo a traer yo mismo un presente más hermoso
todavía que éste para ofrecérselos de dote a nuestro rey, en nombre de mi
hijo!”
Y el rey, que a causa de sus conocimientos en
materia de joyas y pedrerías sabía bien que ningún hombre, aunque fuese hijo de
rey o de sultán, sería capaz de encontrar un regalo que compitiese de cerca ni
de lejos con aquellas maravillas, únicas en su especie, no quiso desairar a su
viejo visir rehusándole la gracia que solicitaba, por muy inútil que fuese; y
con benevolencia le contestó: “¡Claro está ¡oh visir mío! que te concedo el
plazo que pides. ¡Pero has de saber que, si al cabo de esos
tres meses nos has encontrado para tu hijo una dote que ofrecer a mi hija que
supere o iguale solamente a la dote que me ofrece esta buena mujer en nombre de
su hijo Aladino, no podré hacer más por tu hijo, a pesar de tus buenos y leales
servicios!” Luego se encaró con la madre de Aladino y le dijo con mucha
afabilidad: “¡Oh madre de Aladino! ¡Puedes volver con toda alegría y seguridad
al lado de tu hijo y decirle que su petición ha sido bien acogida y que mi hija
está comprometida con él en adelante! ¡Pero dile que no podrá celebrarse el matrimonio
hasta pasados tres meses, para dar tiempo a preparar el equipo de mi hija y
hacer el ajuar que corresponde a una princesa de su calidad!”
Y la madre de Aladino, en extremo emocionada, alzó
los brazos al cielo e hizo votos por la prosperidad y la dilatación de la vida
del sultán y se despidió, para volar llena de alegría a su casa en cuanto salió
de palacio. Y no bien entró en ella, Aladino vio su rostro iluminado por la
dicha y corrió hacia ella y le preguntó, muy turbado: “Y bien, ¡oh madre! ¿Debo
vivir o debo morir?” Y la pobre mujer, extenuada de fatiga, comenzó por
sentarse en el diván y quitarse el velo del rostro, y dijo: “Te traigo buenas
noticias, ¡oh Aladino! ¡La hija del sultán está comprometida contigo para en
adelante! ¡Y tu regalo, como ves, ha sido acogido con alegría y contento!
¡Pero hasta dentro de tres meses no podrá celebrarse tu matrimonio con
Badrú'l-Badur! ¡Y esta tardanza se debe al gran visir, barba calamitosa, que ha
hablado en secreto con el rey y le ha convencido para retardar la ceremonia,
no sé por qué razón! Pero ¡inschalah! todo saldrá bien. Y será satisfecho tu
deseo por encima de todas las previsiones, ¡oh hijo mío!” Luego añadió: “¡En cuanto a ese gran visir, ¡oh hijo mío! que Alah le
maldiga y le reduzca al estado peor! ¡Porque estoy muy preocupada por lo que
le haya podido decir al oído al rey! ¡A no ser por él, el matrimonio hubiera
tenido lugar, al parecer, hoy o mañana, pues le han entusiasmado al rey las
frutas de pedrería del plato de porcelana!”
Luego, sin interrumpirse para respirar, contó a su
hijo todo lo que había ocurrido desde que entró en el diván, hasta que salió, y
terminó diciendo: “Alah conserve la vida de nuestro glorioso sultán, y te
guarde para la dicha que te espera, ¡oh hijo mío Aladino!”
Al oír lo que acababa de anunciarle su madre,
Aladino osciló de tranquilidad y contento, y exclamó; “¡Glorificado sea Alah,
¡oh madre! que hace descender Sus gracias a nuestra casa y te da por hija a una princesa que tiene sangre de los más grandes
reyes!” Y besó la mano a su madre y la dio muchas gracias por todas las penas
que hubo de tomarse para la consecución de aquel asunto tan delicado. ¡Y su
madre le besó con ternura y le deseó toda clase de prosperidades, y lloró al
pensar que su esposo el sastre, padre de Aladino, no estaba allí para ver la
fortuna y los efectos maravillosos del destino de su hijo, el holgazán de otro
tiempo!
Y desde aquel día pusiéronse a contar, con
impaciencia extremada, las horas que les separaban de la dicha que se prometían
hasta la expiración del plazo de tres meses. Y no cesaban de hablar de sus
proyectos y de los festejos y limosnas que pensaban dar a las pobres, sin
olvidar que ayer estaban ellos mismos en la miseria y que la cosa más meritoria
a los ojos del Retribuidor era, sin duda alguna, la generosidad.
Y he aquí que de tal suerte transcurrieron dos
meses. Y la madre de Aladino, que salía a diario para hacer las compras
necesarias con anterioridad a las bodas, había ido al zoco una mañana y
comenzaba a entrar en las tiendas, haciendo mil pedidos grandes y pequeños,
cuando advirtió una cosa que no había notado al llegar. Vio, en efecto, que
todas las tiendas estaban decoradas y adornadas con follaje, linternas y
banderolas multicolores que iban de un extremo a otro de la calle, y que todos
los tenderos, compradores y gentes del zoco, lo mismo ricos que pobres, hacían
grandes demostraciones de alegría, y que todas las calles estaban atestadas de
funcionarios de palacio ricamente vestidos con sus brocados de ceremonia y
montados en caballos enjaezados maravillosamente, y que todo el mundo iba y
venía con una animación inesperada. Así es que se apresuró a preguntar a un
mercader de aceite, en cuya casa se aprovisionaba, qué fiesta, ignorada por
ella, celebraba toda aquella alegre muchedumbre y qué significaban todas
aquellas demostraciones. Y el mercader de aceite, en extremo asombrado de
semejante pregunta, la miró de reojo, y contestó: “¡Por Alah, que se diría que
te estás burlando! ¿Acaso eres una extranjera para ignorar así la boda del hijo
del gran visir con la princesa Badrú'l-Budur, hija del sultán? ¡Y precisamente
esta es la hora en que ella va a salir del hamman! ¡Y todos esos jinetes
ricamente vestidos con trajes de oro son los guardias que la darán escolta
hasta el palacio!”
Cuando la madre de Aladino hubo oído estas palabras
del mercader de aceite, no quiso saber más, y enloquecida y desolada echó a
correr por los zocos, olvidándose de sus compras a los mercaderes, y llegó a
su casa, adonde entró, y se desplomó sin aliento en el diván, permaneciendo
allí un instante sin poder pronunciar una palabra. Y cuando pudo hablar, dijo
a Aladino, que había acudido: “¡Ah! ¡hijo mío, el Destino ha vuelto contra ti
la página fatal de su libro, y he aquí que todo está perdido, y que la dicha
hacia la cual te encaminabas se desvaneció antes de realizarse!” Y Aladino, muy
alarmado del estado en que veía a su madre y de las palabras que oía, le
preguntó: “¿Pero qué ha sucedido de fatal, ¡oh madre!? ¡Dímelo pronto!” Ella
dijo: “¡Ay! ¡Hijo mío, el sultán se olvidó de la promesa que nos hizo! ¡Y hoy
precisamente casa a su hija Badrú’l-Budur con el hijo del gran visir, de ese
rostro de brea, de ese calamitoso a quien yo temía tanto! ¡Y toda la ciudad
está adornada, como en las fiestas mayores, para la boda de esta noche!” Y al
escuchar esta noticia, Aladino sintió que la fiebre le invadía el cerebro y
hacía bullir su sangre a borbotones precipitados. Y se quedó un momento
pasmado y confuso, como si fuera a caerse. Pero no tardó en dominarse,
acordándose de la lámpara maravillosa que poseía, y que le iba a ser más útil
que nunca. Y se encaró a su madre, y le dijo con acento muy tranquilo: “¡Por tu
vida; ¡oh madre! se me antoja que el hijo del visir no disfrutará esta noche de
todas las delicias que se promete gozar en lugar mío! No temas, pues, por eso,
y sin más dilación, levántate y prepáranos la comida. ¡Y ya veremos después lo
que tenemos que hacer con asistencia del Altísimo!”
Se levantó, pues, la madre de Aladino y preparó la
comida, comiendo Aladino con mucho apetito para retirarse a su habitación
inmediatamente, diciendo: “¡Deseo estar solo y que no se me importune!” Y
cerró tras de sí la puerta con llave, y sacó la lámpara mágica del lugar en que
la tenía, escondida. Y la cogió y la frotó en el sitio que conocía ya. Y en el
mismo momento se le apareció el efrit esclavo de la lámpara, y dijo: ¡Aquí
tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué
quieres? Habla. ¡Soy el servidor de la
lámpara en el aire por donde vuelo
y en la tierra por donde me arrastro! Y Aladino le dijo: “¡Escúchame bien, ¡oh
servidor de la lámpara! -pues ahora ya no se trata de traerme de comer y de beber,
sino de servirme en un asunto de mucha más importancia! Has de saber, en efecto
que el sultán me ha prometido en matrimonio su maravillosa hija Badrú'l-Budur,
tras de haber recibido de mí un presente de frutas de pedrería. Y me ha pedido
un plazo de tres meses para la celebración de las bodas. ¡Y ahora se olvidó de
su promesa, y sin pensar en devolverme mi regalo, casa a su hija con el hijo
del gran visir! ¡Y como no quiero que sucedan así las cosas, acudo a ti para
que me auxilies en la realización de mi proyecto!” Y contestó el efrit:
“Habla, ¡oh mi amo Aladino! ¡Y no tienes necesidad de darme tantas explicaciones!
¡Ordena y obedeceré!” Y contestó Aladino: “¡Pues esta noche, en cuanto los
recién casados se acuesten en su lecho nupcial, y antes de que ni siquiera
tengan tiempo de tocarse, los cogerás con lecho y todo y los transportarás aquí
mismo, en donde ya veré lo que tengo que hacer!” Y el efrit de la lámpara se
llevó la mano a la frente, y contestó: “¡Escucho y obedezco!'; Y
desapareció. Y Aladino fue en busca, de su madre y se sentó junto a ella y se
puso a hablar con tranquilidad de unas cosas y de otras, sin preocupase del
matrimonio de la princesa, como si no hubiese ocurrido nada de aquello. Y
cuando llegó la noche dejó que se acostara su madre, y volvió a su habitación,
en donde se encerró de nuevo con llave, y esperó el regreso del efrit. ¡Y he
aquí lo referente a él!
¡He aquí ahora lo que atañe a las bodas del hijo del
gran visir! Cuando tuvieron fin la fiesta y los festines y las ceremonias y las
recepciones y los regocijos, el recién casado, precedido por el jefe de los
eunucos, penetró en la cámara nupcial. Y el jefe de los eunucos se apresuró a
retirarse y a cerrar la puerta detrás de sí. Y el recién casado, después de
desnudarse, levantó las cortinas y se acostó en el lecho para esperar allí la
llegada de la princesa. No tardó en hacer su entrada ella, acompañada de su
madre y las mujeres de su séquito, que la desnudaron, la pusieron una sencilla
camisa de seda y destrenzaran su cabellera. Luego la metieron en el lecho a la
fuerza, mientras ella fingía hacer mucha resistencia y daba vueltas en todos
sentidos para escapar de sus manos, como suelen hacer en semejantes
circunstancias las recién casadas. Y cuando la metieron en el lecho, sin mirar
al hijo del visir que estaba ya acostado, se retiraron todas juntas, haciendo
votos por la consumación del acto. Y la madre, que salió la última, cerró la puerta de la habitación, lanzando un gran suspiro,
como es costumbre.
No bien estuvieron solas los recién casados, antes
de que tuviesen tiempo de hacerse la menor caricia, sintiéronse de pronto
elevados con su lecho, sin poder darse cuenta de lo que les sucedía. Y en un
abrir y cerrar de ojos se vieron transportados fuera del palacio y depositados
en un lugar que no conocían, y que no era otro que la habitación de Aladino. Y
dejándolos llenos de espanto, el efrit fue a prosternarse ante Aladino, y le
dijo: “Ya se ha ejecutado tu orden ¡oh mi señor! ¡Y heme aquí dispuesto a
obedecerte en todo lo que tengas que mandarme!” Y le contestó Aladino: “¡Tengo
que mandarte que cojas a ese joven y le encierres durante toda la noche en el
retrete! ¡Y ven aquí a tomar órdenes mañana por la mañana!” Y el genio de la
lámpara contestó con el oído y la obediencia, y se apresuró a obedecer. Cogió,
pues, brutalmente al hijo del visir y fue a encerrarle en el retrete, metiéndole
la cabeza en el agujero. Y sopló sobre él una bocanada fría y pestilente que lo
dejó inmóvil como un madero en la postura en que estaba. ¡Y he aquí lo
referente a él!
En cuanto a Aladino, cuando estuvo solo con la
princesa Badrú'l-Budur, a pesar del gran amor que por ella sentía, no pensó ni
por un instante en abusar de la situación. Y empezó por inclinarse ante ella,
llevándose la mano al corazón, y le dijo con voz apasionada: “¡Oh princesa,
sabe que aquí estás más segura que en el palacio de tu padre el sultán! ¡Si te
hallas en este lugar que desconoces, sólo es para que no sufras las caricias de
ese joven cretino, hijo del visir de tu padre! ¡Y aunque es a mí a quien te
prometieron en matrimonio, me guardaré bien de tocarte antes de tiempo y antes
de que seas mi esposa legítima por el Libro y la Sunnah!”
Al oír estas palabras de Aladino, la princesa no pudo comprender nada,
primeramente porque estaba muy emocionada, y además, porque ignoraba la
antigua promesa de su padre y todos los pormenores del asunto. Y sin saber
qué decir, se limitó a llorar mucho. Y Aladino para demostrarla bien que no
abrigaba ninguna mala intención con respecto a ella y para tranquilizarla, se
tendió vestido en el lecho, en el mismo sitio que ocupaba el hijo del visir, y
tuvo la precaución de poner un sable desenvainado entre ella y él, para dar a
entender que antes se daría la muerte que tocarla, aunque fuese con las puntas
de los dedos. Y hasta volvió la espalda a la princesa, para no importunarla en
manera alguna. Y se durmió con toda tranquilidad, sin volver a ocuparse de la
tan deseada presencia de Badrú't-Budur, como si estuviese solo en su lecho de
soltero.
En cuanto a la princesa, la emoción que le producía aquella aventura tan extraña, y la situación
anómala en que se encontraba, y los pensamientos tumultuosos que la agitaban,
mezcla de miedo y asombro, la impidieron pegar los ojos en toda la noche. Pero
sin duda tenía menos motivo de queja que el hijo del visir, que estaba en el
retrete con la cabeza metida en el agujero y no podía hacer ni un movimiento a
causa de la espantosa bocanada que le había echado el efrit para inmovilizarle.
De todos modos, la suerte de ambos esposos fue bastante aflictiva y calamitosa
para una primera noche de bodas...
En este momento de su narración, Schahrazada vio
aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 752 NOCHE
Ella dijo:
... De todos modos, la suerte de ambos esposos fue
bastante aflictiva y calamitosa para una primera noche de bodas.
Al siguiente día por la mañana, sin que Aladino
tuviese necesidad de frotar la lámpara de nuevo, el efrit, cumpliendo la orden
que se le dio, fue solo a esperar que se despertase el dueño de la lámpara. Y
como tardara en despertarse, lanzó varias exclamaciones que asustaron a la
princesa, a la cual no era posible verle. Y Aladino abrió los ojos, y en
cuanto hubo reconocido al efrit, se levantó del lado de la princesa, y se
separó del lecho un poco, para no ser oído más que por el efrit, y le dijo:
“Date prisa a sacar del retrete al hijo del visir, y vuelve a dejarle en la
cama en el sitio que ocupaba. Luego llévalos a ambos
al palacio del sultán, dejándolos en el mismo lugar de donde los trajiste. ¡Y
sobre todo, vigílales bien para impedirles que se acaricien, ni siquiera que
se toquen!” Y el efrit de la lámpara contestó con el oído y la obediencia, y
se apresuró primero a quitar el frío al joven del retrete y a ponerle en el
lecho, al lado de la princesa, para transportarles en seguida a ambos a la
cámara nupcial del palacio del sultán en menos tiempo del que se necesita para
parpadear, sin que pudiesen ellos ver ni comprender lo que les sucedía, ni a
que obedecía tan rápido cambio de domicilio. Y a fe que era lo mejor que podía
ocurrirles, porque la sola vista del espantable genio servidor de la lámpara,
sin duda alguna les habría asustado hasta morir.
Y he aquí que, apenas el efrit transportó a los dos
recién casados a
la habitación del palacio, el sultán y su esposa
hicieron su entrada matinal, impacientes por saber cómo había pasado su hija
aquella primera noche de bodas y deseosos de felicitarla y de ser los primeros
en verla para desearle dicha y delicias prolongadas. Y muy emocionados se
acercaran al lecho de su hija, y la besaron con ternura entre, ambos ojos,
diciéndole: “Bendita sea tu unión, oh hija de nuestro corazón! ¡Y ojalá veas
germinar de tu fecundidad una larga sucesión de descendientes hermosos e
ilustres que perpetúen la gloria y la nobleza de tu raza! ¡Ah! ¡Dinos cómo has
pasado esta primera noche, y de qué manera se ha portado contigo tu esposo!”
¡Y tras de hablar así, se callaron, aguardando su respuesta! Y he aquí que de
pronto vieron que, en lugar de mostrar un rostro fresco y sonriente, estallaba
ella en sollozos y les miraba con ojos muy abiertos, tristes y preñados de
lágrimas.
Entonces quisieron, interrogar al esposo, y miraron
hacia el lado del lecho en que creían que aún estaría acostado; pero,
precisamente en el mismo momento en que entraron ellas, había salido él de la
habitación para lavarse todas las inmundicias con que tenía embadurnada la
cara. Y creyeron que había ido al hamman del palacio para tomar el baño, como
es costumbre después de la consumación del acto. Y de nuevo se volvieron hacia
su hija y le interrogaron ansiosamente, con el gesto, con la mirada y con la
voz, acerca del motivo de sus lágrimas y su tristeza. Y como continuara ella
callada, creyeron que sólo era el pudor propio de la primera noche de bodas lo
que la impedía hablar, y que sus lágrimas eran lágrimas propias de las
circunstancias, y esperaron un momento. Pero como la situación amenazaba con
durar mucho tiempo y el llanto de la princesa aumentaba, a la reina la faltó
paciencia; y acabó por decir a la princesa, con tono malhumorado: “Vaya,
hija mía, ¿quieres contestarme y contestar a tu padre ya? ¿Y vas a seguir así
por mucho rato todavía? También yo, hija mía, estuve recién casada como tú y
antes que tú; pero supe tener tacto para no prolongar con exceso esas
actitudes de gallina asustada. ¡Y además, te olvidas de que al presente nos
estás faltando al respeto que nos debes con no contestar a nuestras
preguntas!”
Al oír estas palabras de su madre, que se había
puesto seria, la pobre princesa, abrumada en todos sentidos a la vez, se vio
obligada a salir del silencio que guardaba, y lanzando un suspiro prolongado y
muy triste, contestó: “¡Alah me perdone si falté al respeto que debo a mi padre
y mi madre; pero me disculpa el hecho de estar en extremo turbada y muy
emocionada y muy triste y muy estupefacta de todo lo que me ha ocurrido esta
noche!” Y contó todo lo que le había sucedido la noche anterior, no como las
cosas habían pasado realmente, sino sólo como pudo juzgar acerca de ellas con
sus ojos. Dijo que apenas se acostó en el lecho al lado de su esposo, el hijo
del visir, había sentido conmoverse el lecho debajo de ella; que se había visto
transportada en un abrir y cerrar de ojos desde la cámara nupcial a una casa
que jamás había visitado antes; que la habían separado de su esposo, sin que
pudiese ella saber de qué manera le habían sacado y reintegrado luego; que le había
reemplazado, durante toda la noche, un joven hermoso, muy respetuoso desde
luego y en extrema atento, el cual, para no verse expuesto a abusar de ella, había
dejado su sable desenvainado entre ambos y se había dormido con la cara vuelta
a la pared; y por último, que a la mañana, vuelto ya al lecho su esposo, de
nuevo se la había transportado con él a su cámara nupcial del palacio, apresurándose
él a levantarse para correr al hammam con objeto de limpiarse un cúmulo de
cosas horribles, que le cubrían la cara. Y añadió: “¡Y en ese momento vi entrar
a ambos para darme los buenos días y pedirme noticias! ¡Ay de mí! ¡Ya sólo me
resta morir!” Y tras de hablar así, escondió la cabeza en las almohadas,
sacudida por sollozos dolorosos.
Cuando el sultán y su esposa oyeron estas palabras
de su hija Badrú'l-Budur, se quedaron estupefactos, y mirándose con los ojos
en blanco y las caras alargadas, sin dudar ya de que hubiese ella perdido la
razón aquella noche en que su virginidad fue herida por primera vez., Y no
quisieron dar fe a ninguna de sus palabras; y su madre le dijo con voz
confidencial: “¡Así ocurren siempre estas cosas, hija mía! ¡Pero guárdate bien
de decírselo a nadie, porque estas cosas no se cuentan nunca! ¡Y las personas
que te oyeran te tomarían por loca! Levántate, pues, y no te preocupes por
eso, y procura no turbar con tu mala cara los festejos que se dan hoy en
palacio en henar tuyo, y que van a durar cuarenta días y cuarenta noches, no
solamente en nuestra ciudad, sino en todo el reino. ¡Vamos, hija mía, alégrate
y olvida ya los diversos incidentes de esta noche!”
Luego la reina llamó a sus mujeres y las encargó
que se cuidaran del tocado de la princesa; y con el sultán, que estaba muy
perplejo, salió en busca de su yerno, la hija del visir. Y acabaron por encontrarle
cuando volvía del hamman. Y para saber a qué atenerse con respecto a lo que
decía su hija, la reina empezó a interrogar al asustado joven acerca de lo que
había pasado. Pero no quiso él declarar nada de lo que hubo de sufrir, y
ocultando toda la aventura por miedo de que le tomara a broma y le rechazaran
otra vez los padres de su esposa, se limitó a contestar: “¡Por Alah! ¿Y qué ha
pasado para que me .interroguéis con ese aspecto tan singular?” Y entonces,
cada vez más persuadida la sultana de que todo lo que le había contado su hija
era efecto de alguna pesadilla, creyó lo más oportuno no insistir con su yerno,
y le dijo: “¡Glorificado sea Alah, por todo lo que pasó sin daño ni dolor! ¡Te
recomiendo, hijo mío, mucha suavidad con tu esposa, porque está delicada!”
Y después de estas palabras le dejó y fue a sus
aposentos para ocuparse de los regocijos y diversiones del día. ¡Y he aquí lo
referente a ella y a los recién casados!
En cuanto a Aladino, que sospechaba lo que ocurría
en palacio, pasó el día deleitándose al pensar en la broma excelente de que
acababa de hacer víctima al hijo del visir. Pero no se dio por satisfecho, y
quiso saborear hasta el fin la humillación de su rival. Así es que le pareció lo más acertado no dejarle un momento de
tranquilidad; y en cuanto llegó la noche cogió la lámpara y la frotó. Y se le
apareció el genio, pronunciando la misma fórmula que las otras veces. Y le dijo
Aladino: “¡Oh servidor de la lámpara, ve al palacio del sultán! Y en cuanta
veas acostados juntos a los recién casados, cógelos con lecho y todo y
tráemelos aquí, como hiciste la noche anterior.” Y el genio se apresuró a
ejecutar la orden, y no tardó en volver con su carga, depositándola en el
cuarto de Aladino para coger en seguida al hijo del visir y meterle de cabeza
en el retrete. Y no dejó Aladino de ocupar el sitio vacío y de acostarse al
lado de la princesa, pero con tanta decencia como la vez primera. Y tras de
colocar el sable entre ambos, se volvió de cara a la pared y se durmió
tranquilamente. Y al siguiente día todo ocurrió exactamente igual que la
víspera, pues el efrit, siguiendo las órdenes de Aladino, volvió a dejar al
joven junto a Badrú'l-Budur, y les transportó a ambos con el lecho a la cámara
nupcial del palacio del sultán.
Pero el sultán, más impaciente que nunca por saber
de su hija después de la segunda noche, llegó a la cámara nupcial en aquel
mismo momento completamente solo, porque temía el malhumor de su esposa la sultana y prefería interrogar por sí mismo a la princesa. Y no bien el
hijo del visir, en el límite de la mortificación, oyó los pasos del sultán,
saltó del lecho y huyó fuera de la habitación para correr a limpiarse en el
hammam. Y entró el sultán y se acercó al lecho de su hija; y levantó las
cortinas; y después de besar a la princesa, le dijo: “¡Supongo, hija mía, que
esta noche no habrás tenido una pesadilla tan horrible como la que ayer nos
contaste con sus extravagantes peripecias! ¡Vaya! ¿Quieres decirme cómo has
pasado esta noche?” Pero en vez de contestar, la princesa rompió en sollozos, y
se tapó la cara con las manos para no ver los ojos irritados de su padre, que
no comprendía nada de todo aquello. Y estuvo esperando él un buen rato para. Darle
tiempo a que se calmase; pero como ella continuara llorando y suspirando,
acabó por enfurecerse y sacó su sable, y exclamó: “¡Por mi vida, que si no
quieres decirme en seguida la verdad, te separo de los hombros la cabeza!”
Entonces, doblemente espantada, la pobre princesa se
vio en la precisión de interrumpir sus lágrimas; y dijo con voz entrecortada:
“¡Oh padre mío bien amado! ¡Por favor, no te enfades conmigo! ¡Porque, si quieres
escucharme ahora que no está mi madre para excitarte contra mí; sin duda alguna
me disculparás y me compadecerás y tomarás las precauciones necesarias para
impedir que me muera de confusión y espanto! ¡Pues si vuelvo a soportar las
cosas terribles que he soportado esta noche, al día siguiente me encontrarás
muerta en mi lecha! ¡Ten piedad de mí, pues, ¡oh padre mío! y deja que tu oído
y tu corazón se compadezcan de mis penas y de mi emoción!” Y como entonces no
sentía la presencia de su esposa, el sultán, que tenía un corazón compasivo, se
inclinó hacia su hija, y la besó y la acarició y apaciguó su
inquieta alma. Luego le dijo: “¡Y ahora, hija mía, calma tu espíritu y refresca
tus ojos! ¡Y con toda confianza cuéntale a tu padre detalladamente los
incidentes que esta noche te han puesto en tal estado de
emoción y terror!” Y apoyando la cabeza en el pecho de su padre, la princesa
le contó, sin olvidar nada, todas las molestias que había sufrido las dos
noches que acababa de pasar; y terminó su relato, añadiendo: “¡Mejor será ¡oh
padre mío bien amado! que interrogues también al hijo del visir, a fin de que
te confirme mis palabras!”
Y el sultán, al oír el relato de aquella extraña
aventura, llegó al límite de la perplejidad, y compartió la pena de su hija, y como la amaba tanto, sintió humedecerse de lágrimas
sus ojos. Y le dijo él: “La verdad, hija mía, es que yo solo soy el causante
de todo eso tan terrible que te sucede, pues te casé con un pasmado que no sabe
defenderte y resguardarte de esas aventuras singulares. ¡Por que lo cierto es
que quise labrar tu dicha con ese matrimonio, y no tu desdicha y tu muerte!
¡Por Alah, que en seguida voy a hacer que vengan el visir y el cretino de su
hijo, y les voy a pedir explicaciones de todo esto! ¡Pero, de todos modos;
puedes estar tranquila en absoluto, hija mía, porque no se repetirán esos
sucesos! ¡Te lo juro por vida de mi cabeza!” Luego se separó de ella, dejándola
al cuidado de sus mujeres, y regresó a sus aposentos, hirviendo en cólera.
Y al punto hizo ir a su
gran visir, y en cuanto se presentó entre sus manos, le gritó: “¿Dónde está el
entrometido de tu hijo?” ¿Y qué te ha dicho de los sucesos ocurridos estas dos
últimas noches?” El gran visir contestó estupefacto:' “No sé a qué te refieres,
¡oh rey del tiempo! ¡Nada me ha dicho mi hijo que pueda explicarme la cólera
de nuestro rey! ¡Pero, si me lo permites, ahora mismo iré a buscarle y a
interrogarle!” Y dijo el sultán. “¡Ve! ¡Y vuelve pronto a traerme la
respuesta!” Y el gran visir, con la nariz muy alargada, salió doblando la
espalda, y fue en busca de su hijo, a quien encontró en el hamman dedicado a
lavarse las inmundicias que le cubrían. Y le gritó: “¡Oh hijo de perro! ¿Por
qué me has ocultado la verdad? ¡Si no me pones en seguida al corriente de los
sucesos de estas dos últimas noches, será éste tu último día!” Y el hijo bajó
la cabeza y contestó: “¡Ay! ¡Oh padre mío! ¡Sólo la vergüenza me impidió hasta
el presente, revelarte las enfadosas aventuras de estas dos últimas noches y
los incalificables tratos que sufrí, sin tener posibilidad, de defenderme ni siquiera
de saber cómo y en virtud de qué poderes enemigos nos ha sucedido todo, eso a
ambos en nuestro lecho!” Y contó a su padre la historia con todos sus
detalles, sin olvidar nada. Pero no hay utilidad en repetirla. Y añadió: “¡En
cuanto a mí, ¡oh padre mío! prefiero la muerte a semejante vida! ¡Y hago ante
ti el triple juramento del divorcio definitivo con la hija del sultán! ¡Te
suplico, pues, que vayas en busca del sultán y le hagas admitir la declaración
de nulidad de mi matrimonio con su hija Badrú'l-Budur! ¡Porque es el único
medio de que cesen esos malos tratos y de tener tranquilidad! ¡Y entonces podré
dormir en mi lecho en lugar de pasarme las noches en los retretes!”
Al oír estas palabras de su hijo, el gran visir
quedó muy apenado. Porque la aspiración de su vida había sido ver casado a su
hijo con la hija del sultán, y le costaba mucho trabajo renunciara tan gran
honor. Así es que, aunque convencido de la necesidad del divorcio en tales circunstancias,
dijo a su hijo: “Claro ¡oh hijo mío! que no es posible soportar por más tiempo
semejantes tratos.” ¡Pero, piensa en lo que pierdes con ese divorcio! ¿No será
mejor tener paciencia todavía una noche, durante la cual vigilaremos todos
junto a la cámara nupcial, con los eunucos armados de sables y de
palos? ¿Qué te parece?” El hijo contestó: “Haz lo que gustes, ¡oh gran visir, padre mío! ¡En cuanto a mí, estoy resuelto a no entrar ya
en esa habitación de brea!”
Entonces el visir separóse de su hijo, y fue en
busca del rey. Y se mantuvo de pie entre sus manos, bajando la cabeza. Y el
rey le preguntó: “¿Qué tienes que decirme?” El visir contestó: “¡Por vida de
nuestro amo, que es muy cierto lo que ha contado la princesa Badrú'l-Budur!
¡Pero la culpa no la tiene mi hijo! De todos modos, no conviene que la princesa
siga expuesta a nuevas molestias por causa de mi hijo. ¡Y si lo permites, mejor
será que ambos esposos vivan en adelante separados por el divorcio!” Y dijo
el rey: ' “¡Por Alah, que tienes razón! ¡Pero, a no ser hijo tuyo el esposo de
mi hija, la hubiese dejado libre a ella con la muerte de él! ¡Que se divorcien,
pues!” Y al pinto dio el sultán las órdenes oportunas para que cesaran los
regocijos públicos, tanto en el palacio como en la ciudad y en todo
el reino de la China, e hizo proclamar el divorcio de su hija Badrú’l-Budur con
el hijo del gran visir, dando a entender que no se había consumado nada.
En este momento de su narración, Schahrazada vio
aparecer la mañana, y calló discretamente.
PERO GUANDO LLEGÓ LA 755 NOCHE
Ella dijo:
... e hizo proclamar el divorcio de su hija
Badrú’l-Budur con el hijo del gran visir, dando a entender que no se había
consumado nada. En cuanto al hijo del gran visir, el sultán, por consideración
a su padre, le nombró gobernador de una provincia lejana de China, le dio orden
de partir sin demora. Lo cual fue ejecutado.
Cuando Aladino, al mismo tiempo que los habitantes
de la ciudad, se enteró, por la proclama de los pregoneros públicos, del
divorcio de Badrú’l-Budur sin haberse consumado el matrimonio y de la partida
del burlado, se dilató hasta el límite de la dilatación, y se dijo: “¡Bendita
sea esta lámpara maravillosa, causa inicial de todas mis prosperidades!
¡Preferible es que haya tenido lugar el divorcio sin una intervención más directa
del genni de la lámpara, el cual, sin duda, habría acabado cocí ese cretino!” Y
también se alegró de que hubiese tenido éxito su venganza sin que nadie, ni el
rey, ni el gran visir, ni su misma madre sospecharan la parte que había tenido
él en todo aquel asunto. Y sin preocuparse ya, como si no hubiese ocurrido nada
anómalo desde su petición de matrimonio, esperó con toda tranquilidad a que
transcurriesen los tres meses del plazo exigido, enviando a palacio, en la
mañana que siguió al último día del plazo consabido, a su madre, vestida con
sus trajes mejores, para que recordase al sultán su promesa.
Y he aquí que, en cuanto entró en el diván la madre
de Aladino, el sultán, que estaba dedicado a despachar los asuntos del reino,
como de costumbre, dirigió la vista hacia ella y la reconoció en seguida. Y no
tuvo ella necesidad de hablar, por que el sultán recordó por sí mismo la
promesa que le había dado y el plazo que había fijado. Y se encaró con su gran
visir, y le dijo: “¡Aquí está ¡oh visir! la madre de Aladino! Ella fue quien
nos trajo, hace tres meses, la maravillosa porcelana llena de pedrerías. ¡Y me
parece que, con motivo de expirar el plazo, viene a pedirme el cumplimiento de
la promesa que le hice concerniente a mi hija! ¡Bendito sea Alah, que no ha
permitido el matrimonio de tu hijo, para que así haga honor a la palabra dada
cuando olvidé mis compromisos por ti!” Y el visir, que en su fuero interno
seguía estando muy despechado por todo lo ocurrido, contestó: “¡Claro ¡oh mi
señor! que jamás los reyes deben olvidar sus promesas! ¡Pero el caso es que,
cuando se casa a la hija, debe uno informarse acerca del esposo, y nuestro
amo el rey no ha tomado informes de este Aladino y de su familia! ¡Pero yo sé
que es hijo de un pobre sastre muerto en la miseria, y de baja condición! ¿De
dónde puede venirle la riqueza al hijo de un sastre?” El rey dijo: “La riqueza
viene de Alah, ¡oh visir!” El visir dijo: “Así es, ¡oh rey! ¡Pero no sabernos
si ese Aladino es tan rico realmente como su presente dio a entender! Para
estar seguros no tendrá el rey más que pedir por la princesa una dote tan
considerable que sólo pueda pagarle un hijo de rey o de sultán. ¡Y de tal
suerte el rey casará a su hija sobre seguro, sin correr el riesgo de darle otra
vez un esposo indigno de sus méritos!” Y dijo el rey: “De tu lengua brota
elocuencia, ¡oh visir! ¡Di que se acerque esa mujer para que yo le hable!” Y el
visir hizo una seña al jefe de los guardias, que mandó avanzar hasta el pie del
trono a la madre de Aladino.
Entonces la madre de Aladino se prosternó, y besó la
tierra por tres veces entre las manos del rey, quien le dijo: “¡Has de saber
¡oh tía! que no he olvidado mi promesa! ¡Pero hasta el presente no hablé aún de
la dote exigida por mi hija, cuyos méritos son muy grandes! Dirás, pues, a tu
hijo, que se efectuará su matrimonio con mi hija El Sett Badrúl-Budur cuando
me haya enviado lo que exijo como dote para mi hija, a saber: cuarenta fuentes
de oro macizo llenas hasta los bordes de las mismas especies de pedrerías en
forma de frutas de todos colores y todos tamaños, como las que me envió en la
fuente de porcelana; y estas fuentes las traerán a palacio cuarenta esclavas
jóvenes, bellas como luna s, que
serán conducidas por cuar renta esclavos negros, jóvenes y robustos; e irán
todos formados en cortejo, vestidos con mucha magnificencia, y vendrán a
depositar en mis manos las cuarenta fuentes de pedrerías. ¡Y eso es todo lo
que pido, mi buena tía! ¡Pues no quiero exigir más a tu hijo, en consideración
al presente que me ha enviado ya!”
Y la madre de Aladino, muy aterrada por aquella
petición exorbitante, se limitó a prosternarse por segunda vez ante el trono,
y se retiró para ir a dar cuenta de sumisión a su hijo. Y le dijo: “¡Oh! ¡Hijo
mío, yo te aconsejé desde un principio que no pensaras en el matrimonio con la
princesa Badrú’l-Budur!” Y suspirando mucho, contó a su hijo la manera, muy
afable desde luego, que tuvo al recibirla el sultán, y
las condiciones que ponía antes de consentir definitivamente en el matrimonio.
Y añadió: “¡Qué locura la tuya, ¡oh hijo mío! ¡Admito lo de las fuentes de oro,
y las pedrerías exigidas, porque imagino que serás lo bastante insensato para
ir al subterráneo a despojar a los árboles de sus frutas encantadas! Pero,
¿quieres decirme cómo vas a arreglarte para disponer de las cuarenta esclavas
jóvenes y de los cuarenta jóvenes negros? ¡Ah! ¡hijo mío, la culpa de esta
pretensión tan exorbitante la tiene también ese maldito visir, porque le vi
inclinarse al oído del rey, cuando yo entraba, y hablarle en secreto! ¡Créeme,
Aladino, renuncia a ese proyecto que te llevara a la perdición sin remedio!”
Pero Aladino se limitó a sonreír, y contestó a su madre: “¡Por Alah, ¡oh madre!
que al verte entrar con esa cara tan triste creí
que ibas a darme una mala noticia! ¡Pero ya veo que te preocupas siempre par
cosas que verdaderamente no valen la pena! ¡Porque has de saber que todo lo
que acaba de pedirme el rey como precio de su hija no es nada en comparación
con lo que realmente podría darle! Refresca pues, tus ojos y tranquiliza tu
espíritu. Y por tu parte, no pienses más que en preparar la comida, pues tengo
hambre. ¡Y deja para mí el cuidado de complacer al rey!”
Y he aquí que, en cuanto la madre salió para ir al
zoco a comprar las provisiones necesarias, Aladino se apresuró a encerrarse en
su cuarto. Y cogió la lámpara y la frotó en el sitio que sabía. Y al punto
apareció el genio, quien después de inclinarse -ante él y dijo: “¡Aquí tienes entre tus
manos a tu esclavo! ¿Qué quieres? Habla. ¡Soy el servidor de la lámpara en el
aire por donde vuelo y en la tierra por donde me arrastro!” Y Aladino le
dijo: “Sabe ¡oh efrit! que el sultán consiente en darme a su hija, la maravillosa Badrú'l-Budur, a quien ya conoces; pero lo
hace a condición de que le
envíe lo más pronto posible cuarenta bandejas de oro macizo, de pura calidad,
llenas hasta los bordes de frutas de pedrerías semejantes a las de la fuente
de porcelana, que las cogí en los árboles del jardín que hay en el sido donde
encontré la lámpara de que eres servidor. ¡Pero no es eso todo! Para llevar
esas bandejas de oro, llenas de pedrerías, me pide además, cuarenta esclavas jóvenes, bellas como luna s, que han de ser conducidas por cuarenta negros
jóvenes, hermosos, fuertes y vestidos con
mucha magnificencia. ¡Eso es lo que, a mi vez, exijo de ti! ¡Date prisa
a complacerme, en virtud del poder que tengo sobre ti como dueño de la
lámpara!” Y el genio contestó: “¡Escucho y obedezco!” Y desapareció, pero
para volver al cabo de un momento.
Y le acompañaban los ochenta esclavos consabidos,
hombres y mujeres, a los que puso en fila en el patio, a lo largo del muro de
la casa. Y cada una de las esclavas llenaba a la cabeza una bandeja de oro macizo
lleno hasta el borde de perlas, diamantes, rabíes, esmeraldas, turquesas y
otras mil especies de pedrerías en forma de frutas de todos colores y de
todos tamaños. Y cada bandeja estaba cubierta con una gasa de seda con florones
de oro en el tejido. Y verdaderamente eran las pedrerías mucho más
maravillosas que las presentadas al sultán en la porcelana. Y una vez
alineados contra el muro los cuarenta esclavos, el genio fue a inclinarse ante
Aladino, y le preguntó: “¿Tienes todavía ¡oh mi señor! que exigir alguna cosa
al servidor de la lámpara?” Y Aládino le dijo: “¡No, por el momento nada más!”
Y al punto desapareció el efrit.
En aquel instante entró la madre de Aladino cargada
con las provisiones que había comprado en el zoco. Y se sorprendió mucho al
ver su casa invadida por tanto gente; y al pronto creyó que el sultán mandaba
detener a Aladino para castigarle por la insolencia de su petición. Pero no
tardó Aladino en disuadirla de ello, pues sin darla lugar a quitarse el velo
del rastro, le dijo: “¡No pierdas el tiempo en levantarte el velo, ¡oh madre!
porque vas a verte obligada a salir sin tardanza para acompañar al palacio a
estos esclavos que ves formados en el patio! ¡Cómo puedes observar, las cuarenta
esclavas llevan la dote reclamada por el sultán como precio de su hija! ¡Te
ruego, pues, que, antes de preparar la comida, me prestes el servicio de
acompañar al cortejo para presentárselo al sultán!'
Inmediatamente la madre de Aladino hizo salir de la
casa por orden a los ochenta esclavos, formándolos en hilera por parejas: una
esclava joven precedida de un negro, y así sucesivamente hasta la última pareja.
Y cada pareja estaba separada de la anterior por un espacio de diez pies: Y
cuando traspuso la puerta la última pareja, la madre de Aladino echó a andar
detrás del cortejo. Y Aladino cerró la puerta, seguro del resultado, y fue a
su cuarto a esperar tranquilamente el regresó de su madre.
En cuanto salió a la calle la primera pareja
comenzaron a aglomerarse los transeúntes; y cuando estuvo completo el cortejo
la calle habíase llenado de una muchedumbre inmensa, que prorrumpía en murmullos
y exclamaciones. Y acudió todo el zoco para ver el cortejo y admirar un
espectáculo, tan magnífico y tan extraordinario. ¡Porque cada pareja era por sí
sola una cumplida maravilla; pues su atavío, admirable de gusto y esplendor, su hermosura, compuesta de una belleza blanca de mujer y
una belleza negra de negro, un buen aspecto, su continente aventajado, su
marcha reposada y cadenciosa, a igual distancia, el resplandor de la bandeja
de pedrerías que llevaba a la cabeza cada joven, los destellos lanzados por
las joyas engastadas en los cinturones de oro de los negros, las chispas que
brotaban de sus gorros de brocado en que balanceábanse airones, todo aquello
constituía un espectáculo arrebatador, a ninguno otro parecido, que hacía que
ni por un instante dudase el pueblo de que se trataba de
la llegada a palacio de algún asombroso hilo de rey o de sultán.
Y en medio de la estupefacción de todo un pueblo,
acabó el cortejo por llegar a palacio. Y no bien los guardias y porteros
divisaron a la primera pareja, llegaron a tal estado de maravilla que, poseídos
de respeto y admiración, se formaron espontáneamente en dos filas para que pasaran.
Y su jefe, al ver al primer negro, convencido de que iba a visitar al rey el
sultán de los negros en persona, avanzó hacia él y se prosternó y quiso besarle
la mano; pero entonces vio la hilera maravillosa que le seguía. Y al mismo
tiempo le dijo el primer negro, sonriendo, porque había recibido del efrit
las instrucciones necesarias: “¡Yo y todos nosotros no somos más que esclavos
del que vendrá cuando llegue el momento- oportuno!”. Y tras de
hablar así, franqueó la puerta seguido de la joven que llevaba la bandeja de
oro y toda la hilera de parejas armoniosas. Y los ochenta esclavos franquearon
el primer patio y fueron a ponerse en fila por orden en el segundo patio, al
cual daba el diván de recepción.
En cuanto al sultán, que en aquel momento despachaba
los asuntos del reinó, vio en el patio aquel cortejo magnífico, que borraba con
su esplendor el brillo de todo lo que él poseía en el palacio, hizo desalojar
el diván inmediatamente, y dio orden de recibir a los recién llegados. Y
entraron éstos gravemente, de dos en dos, y se alinearon con lentitud, formando
una gran media luna ante el trono
del sultán. Y cada una de las esclavas jóvenes, ayudada por su compañero
negro, deposito en la alfombra la bandeja que llevaba. Luego se prosternaron a
la vez los ochenta y besaron la tierra entre las manos del sultán, levantándose
en seguida, y todos a una descubrieron con igual diestro ademán las bandejas
rebosantes de frutas maravillosas. Y con los brazos cruzados sobre el pecho
permanecieron de pie, en actitud del más profundo respeto.
Sólo entonces fue cuando la madre de Aladino, que iba la última, se destacó de la media luna que formaban las parejas alternadas, y después
de las prosternaciones y las zalemas de rigor, dijo al rey, que había
enmudecido por completo ante aquel espectáculo sin par: “¡Oh rey del tiempo ¡mi
hijo Aladino, esclavo tuyo, me envía con la dote que has pedido como precio de
Sett Badrú'h-Budur, tu hija honorable! ¡Y me encarga te diga que te
equivocaste al apreciar la valía de la princesa, y que todo esto está muy por
debajo de sus méritos! Pero cree que le disculparás por ofrecerte tan poco, y
que admitirás este insignificante tributo en espera de lo que piensa hacer en
lo sucesivo!”
Así habló la madre de Aladino. Pero el rey, que no
estaba en estado de escuchar lo que ella le decía, seguía absorto y con los
ojos muy abiertos ante el espectáculo que se ofrecía a su vista. Y miraba alternativamente
las cuarenta bandejas, el contenido de las cuarenta bandejas, las esclavas
jóvenes que habían llevado las cuarenta bandejas y los jóvenes negros que
habían acompañado a las portadoras de las bandejas. ¡Y no sabía qué debía admirar más, si aquellas joyas, que eran las más
extraordinarias que vio nunca en el mundo, o aquellas esclavas jóvenes, que
eran como luna s, o aquellos esclavos
negros, que se dirían otros tantos reyes! Y así se estuvo una hora de tiempo,
sin poder pronunciar una palabra ni separar sus miradas de las maravillas que
tenía ante sí. Y en lugar de dirigirse a la madre de Aladino para manifestarle
su opinión acerca de lo que le llevaba, acabó por encararse con su gran visir y
decirle:' “¡Por mi vida! ¿Qué suponen las riquezas que poseemos y que supone mi
palacio ante tal magnificencia? ¿Y qué debemos pensar del hombre que, en menos
tiempo del precisa para desearlos, realiza tales esplendores y nos los envía?
¿Y qué son los méritos de mi hija comparados con semejante profusión de
hermosura?” Y no obstante el despecho y el rencor que experimentaba por cuanto
le había sucedido a su hijo, el visir no pudo menos de decir: “¡Sí, por Alah,
hermoso es todo esto; pero, aún así, no vale lo que un tesoro único como la
princesa Badrú'l-Budur!” Y dijo el rey: “¡Por Alah, ya lo creo que vale tanto
como ella y la supera con mucho en valor! ¡Por eso no me parece mal negocio
concedérsela en matrimonio a un hombre tan rico, tan generoso y tan magnífico
como el gran Aladino, nuestro hijo!” Y se encaró con las demás visires y
emires y notables que le rodeaban, y les interrogó con la mirada. Y todos
contestaron inclinándose profundamente hasta el suelo por tres veces para
indicar bien su aprobación a las palabras de su rey.
Entonces no vaciló más el rey. Y sin preocuparse ya
de saber si Aladino reunía todas las cualidades requeridas para ser esposo de
una hija de rey, se encaró con la madre de Aladino, y le dijo: “¡Oh venerable
madre de Aladino! ¡te ruego que vayas a decir a tu hijo que desde este instante
ha entrado en mi raza y en mi descendencia, y que ya no aguardo más que a verle
para besarla como un padre besaría a su hija, y para unirle a mi hija
Badrú’l-Budur por el Libro y la Sunnah!”
Y después de las zalemas, por una y otra parte la
madre de Aladino se apresuró a retirarse para volar en seguida a su casa,
desafiando a, la rapidez del viento, y poner a su hijo Aladino al corriente de
lo que ocababa de pasar. Y le apremió para que se diera prisa a presentarse al
rey, que tenía la más viva impaciencia por verle. Y Aladino, que con aquella
noticia veía satisfechos sus anhelos después de tan larga espera, no quiso
dejar ver cuán embriagado de alegría estaba. Y contestó con aire muy tranquilo
y acento mesurado: “Toda esta dicha me viene de Alah y de tu bendición ¡oh
madre! y de tu celo infatigable.” Y le besó las manos y la dio muchas gracias y
le pidió permiso para retirarse a su cuarto; a fin de prepararse para ir a ver
al sultán.
No bien estuvo solo, Aladino cogió la lámpara
mágica, que hasta entonces había sido de tanta utilidad para él, y la frotó
como de ordinario. Y al instante apareció el efrit, quien, después de
inclinarse ante él, le preguntó con la fórmula habitual qué servicio podía
prestarle. Y Aladino contestó: “¡Oh efrit de la lámpara!. ¡Deseo tomar un
baño! ¡Y para después del baño quiero que me traigas un traje que no tenga
igual en magnificencia entre los sultanes más grandes de la tierra, y tan bueno,
que los inteligentes puedan estimarlo en más de mil millares de dinares de
oro, por lo menos! ¡Y basta por el momento!”
Entonces, tras de inclinarse en prueba de
obediencia, el efrit de la lámpara dobló completamente el espinazo, y dijo a
Aladino: “Móntate en mis hombros, ¡oh dueño de la lámpara!” Y Aladino se montó
en los hombros del efrit, dejando colgar sus piernas sobre el pecho del genio;
y el efrit se elevó por los aires, haciéndole invisible, como él lo era, y le
transportó a un hammam tan hermoso que no podría encontrársele hermano en casa
de los reyes y kaissares. Y el hammarn era todo de jade y alabastro
transparente, con piscinas de coralina rosa y coral blanco y con ornamentos de
piedra de esmeralda de una delicadeza encantadora. ¡Y verdaderamente podían
deleitarse allá los ojos y los sentidos, porque en aquel recinto nada
molestaba a la vista en el conjunto ni en los detalles! Y era deliciosa la
frescura que se sentía allí y el calor estaba graduado y proporcionado. Y no
había ni un bañista que turbara con su presencia o con su voz la paz de las
bóvedas blancas. Pero en cuanto el genio dejó a Aladino en el estrado de la
sala de entrada, apareció ante él un joven efrit de lo más hermoso, semejante a
una muchacha, aunque más seductor, y le ayudó a desnudarse, y le echó por los
hombros una toalla grande perfumada, y le cogió con mucha precaución y dulzura
y le condujo a la más hermosa de las salas, que estaba toda pavimentada de
pedrerías de colores diversos. Y al punto fueron a cogerle de manos de su
compañero otros jóvenes efrits, no menos bellas y no menos seductoras, y le
sentaron cómodamente en un banco de mármol, y se dedicaron. a frotarle y a
lavarle con varias clases de aguas de olor; le dieron masaje con un arte
admirable, y volvieron a lavarle con agua de rosas almizclada. Y sus sabios
cuidados le pusieron la tez tan fresca como un pétalo de rosa y blanca y encarnada,
a medida de los deseos. Y se sintió ligero hasta el punto de poder volar como
los pájaros. Y el joven y hermoso efrit que habíale conducido se presentó para
volver a cogerle y llevarle al estrado, donde le ofreció, como refrescó, un
delicioso sorbete de ámbar gris. Y se encontró con el genio de la lámpara, que
tenía entre sus manos un traje de suntuosidad incomparable. Y ayudado por el
joven efrit de
manos suaves, se puso aquella magnificencia, y
estaba semejante a cualquier rey entre los grandes reyes, aunque tenía mejor
aspecto aún. Y de nuevo le tomo el efrit sobre sus hombros y se le llevó, sin
sacudidas, a la habitación de su casa.
Entonces Aladino se encaró con el efrit de la
lámpara, y le dijo: “Y ahora ¿sabes lo que tienes que hacer?” El genio
contestó: “No, ¡oh dueño de la lámpara! ¡Pero ordena y obedeceré en los aires
por donde vuelo o en la tierra por donde me arrastro!” Y dijo Aladino: “Deseo
que me traigas un caballo de pura raza, que no tenga hermano en hermosura ni
en las caballerizas del sultán ni en las de los monarcas más poderosos; del
mundo. Y es precisó que sus arreos valgan por sí solos mil millares de dinares
de oro, por lo menos. Al mismo tiempo me traerás cuarenta y ocho esclavos
jóvenes, bien formados, de talla aventajada y llenos de
gracia, vestidos con mucha limpieza, elegancia y riqueza, para que abran
marcha delante de mi caballo veinticuatro de ellos puestos en dos
hileras de a doce, mientras los otros veinticuatro irán detrás de mí en dos
hileras de a doce también. Tampoco has de olvidarte, sobre todo, de buscar
para el servicio de mi madre doce jóvenes como luna s,
únicas en su especie, vestidas con mucho gusto y magnificencia y llevando en
los brazos cada una un traje de tela y color diferentes y con el cual pueda vestirse
con toda confianza una hija de rey. Por último, a cada uno de mis cuarenta y
ocho esclavos le darás, para que se lo cuelgue al cuello, un saco con cinco
mil dinares de oro, a fin de que haga yo de ello el uso que me parezca. ¡Y eso
es todo lo que deseo de ti por hoy...
En este momento de su narración, Schahrazada vio
aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 759 NOCHE
Ella dijo:
“... ¡Y eso es todo lo que deseo de ti por hoy!”
Apenas acabó de hablar Aladino, cuando el genio,
después de la respuesta con el oído y la obediencia, apresuróse a desaparecer,
pero para volver al cabo de un momento con el caballo, los cuarenta y ocho
esclavos jóvenes, las doce jóvenes, los cuarenta y ocho sacos con cinco mil
dinares; cada uno y los doce trajes de tela y color diferentes. Y todo era
absolutamente de la calidad pedida, aunque más hermoso aún. Y Aladino se
posesionó de todo y despidió al genio, diciéndole: “¡Te llamaré cuando tenga
necesidad de ti!” Y sin pérdida de tiempo se despidió de su madre, besándola
una vez más las manos, y puso a su servicio a las doce esclavas jóvenes, recomendándoles
que no dejaran de hacer todo lo posible por tener contenta a su ama y qué le
enseñaran la manera de ponerse los hermosas trajes que habían llevado.
Tras todo lo cual Aladino se apresuró a montar a
caballo y a salir al patio de la casa. Y aunque subía entonces por primera vez
a lomos de un caballo, supo sostenerse con una elegancia y una firmeza que le
hubieran envidiado los más consumados jinetes. Y se puso en marcha, con
arreglo al plan que había imaginado para el cortejo, precedido por
veinticuatro esclavos formados en dos hileras de a doce, acompañado por cuatro
esclavos que iban a ambos lados llevando los cordones de la gualdrapa del
caballo, y seguido por los demás, que cerraban la marcha.
Cuando el cortejo echó a andar por las calles se
aglomeró en todas partes, lo mismo en zocos que en ventanas y terrazas, una
inmensa muchedumbre mucho más considerable que la que había
acudido a ver el primer cortejo. Y siguiendo las órdenes que les había dado
Aladino, los cuarenta y ocho esclavos empezaron entonces a coger oro de sus
sacos y a arrojárselo a puñados a derecha y a izquierda al pueblo que se
aglomeraba a su paso. Y resonaban por toda la ciudad las aclamaciones, no
sólo a causa de la generosidad del magnífico donador, sino también a causa de
la belleza del jinete y de sus esclavos espléndidos. Porque en su caballo,
Aladino estaba verdaderamente muy arrogante, con su rostro al que la virtud de
la lámpara mágica. Hacía aún más encantador, con su aspecto real y el airón de
diamantes que se balanceaba sobre su turbante. Y así fue como, en medio de las
aclamaciones y la admiración de todo un pueblo, Aladino llegó a palacio
precedido por el rumor de su llegada; y todo estaba preparado allí para
recibirle con todos los honores debidos al esposo de la princesa
Badrú'l-Budur.
Y he aquí que el sultán le esperaba precisamente en
la parte alta de la escalera de honor, que empezaba en el segundo patio. Y no
bien Aladino echó pie a tierra, ayudado por el propio gran visir, que le tenía
el estribo, el sultán descendió en honor suyo dos o tres escalones. Y Aladino
subió en dirección a él y quiso prosternarse entre sus manos; pero se lo
impidió el sultán, que recibióle en sus brazos y le besó como si de su propio
hijo se tratara, maravillado de su arrogancia, de su buen aspecto y de la
riqueza de sus atavíos. Y en el mismo momento retembló el aire con las
aclamaciones lanzadas por todos los emires, visires y guardias, y con el
sonido de trompetas, clarinetes, oboes y tambores. Y pasando el brazo por el
hombro de Aladino, el sultán le condujo al salón de recepciones, y le hizo
sentarse a su lado en el lecho del trono, y le besó por segunda vez, y le
dijo: “¡Por Alah, oh hijo mío Aladino! que siento mucho que mi destino no me
haya hecho encontrarte antes de este día, y haber diferido así tres meses tu
matrimonio con mi hija Badrú’l-Budur, esclava tuya!” Y le contestó Aladino de una
manera tan encantadora, que el sultán sintió aumentar el cariño que le tenía,
y le dijo: “¡En verdad, ¡oh Aladino! ¿Qué rey no anhelaría que fueras el esposo
de su hija?” Y se puso a hablar con él y a interrogarle con mucho afecto,
admirándose de la prudencia de sus respuestas y de la elocuencia y sutileza de
sus discursos. Y mandó preparar, en la misma sala del trono, un festín magnífico,
y comió solo con Aladino, haciéndose servir por el gran visir, a quien se le
había alargado con el despecho la nariz hasta el límite del alargamiento, y por
los expires y los demás altos dignatarios:
Cuando terminó la comida, el sultán, que no quería prolongar por más tiempo la realización de su promesa,
mando llamar al kadí y a los testigos, y les ordenó que redactaran
inmediatamente el contrato de matrimonio de Aladino y su hija la princesa
Badrú’l-Budur. Y en presencia de los testigos el kadí se apresuró a ejecutar
la orden y a extender el contrato con todas las fórmulas requeridas por el
Libro y la Sunnah. Y cuando el kadí hubo acabada, el sultán besó a Aladino, y le dijo: “¡Oh hijo mío! ¿Penetrarás en la cámara nupcial para que
tenga efecto la consumación esta misma noche?” Y contestó Aladino: “¡Oh rey
del tiempo! sin duda que penetraría esta misma noche para que tuviese efecto la
consumación, si no escuchase otra voz que la del gran amor que experimento por
mi esposa. Pero deseo que la cosa se haga en un palacio digno de la princesa
y que le pertenezca en propiedad. Permíteme, pues, que aplace la plena realización
de mi dicha hasta que haga construir el palacio que le destino. ¡Y a este
efecto, te ruego que me otorgues la concesión de un vasto terreno situado
frente por frente de tu palacio, a fin de que mi esposa no esté muy alejada de
su padre, y yo mismo esté siempre cerca de ti para servirte! ¡Y por mi parte,
me comprometo a hacer construir este palacio en el
plazo más breve posible!” Y el sultán contesto: “¡Ah! ¡hijo mío, no tienes
necesidad de pedirme permiso para eso! ¡Aprópiate de todo el terreno que te
haga falta enfrente de mi palacio. ¡Pero te ruego que procures se acabe ese
palacio lo más pronto posible, pues quisiera gozar de la posteridad de mi descendencia
antes de morir!” Y Aladino sonrió, y dijo: “Tranquilice su espíritu el rey respecto
a esto. ¡Se construirá el palacio con más diligencia de la que pudiera esperarse!”
Y se despidió del sultán, que le besó con ternura, y regresó a su casa con el
mismo cortejo que le había acompañado y seguirlo por las aclamaciones del
pueblo y por votos de dicha y prosperidad.
“En cuanto entró en su casa puso a su madre al
corriente de lo que había pasado, y se apresuró a retirarse a su cuarto
completamente solo.
Y cogió la lámpara mágica y la frotó como de
ordinario. Y no dejó el efrit de aparecer y de ponerse a sus órdenes. Y le dijo
Aladino: “¡Oh efrit de la lámpara! ante todo, te felicito por el celo que
desplegaste en servicio mío. Y después tengo que pedirte otra cosa según creo,
más difícil de realizar que cuanto hiciste por mí hasta hoy, a causa del poder
que ejercen sobre ti las virtudes de tu señora, que es esta lámpara de mi
pertenencia. ¡Escucha! ¡Quiero que en el plazo más corto posible me construyas,
frente por frente del palacio del sultán, un palacio que sea digno de mi esposa
El Sett Badrú’l-Budur! ¡Y a tal fin, dejo a tu buen gusto y a tus conocimientos
ya acreditados el cuidado de todos los detalles de ornamentación y la elección
de materiales preciosos, tales como piedras de jade, pórfido, alabastro,
ágata, lazulita, jaspe, mármol y granito! Solamente, te recomiendo que en
medio de ese palacio eleves una gran cúpula de cristal, construida sobre
columnas de oro macizo y de plata, alternadas y agujereada con noventa y nueve
ventanas enriquecidas con diamantes, rubíes, esmeraldas y otras pedrerías,
pero procurando que la ventana número noventa y nueve quede imperfecta, no de
arquitectura, sino de ornamentación. Porque tengo un proyecto sobre el
particular. Y no te olvides de trazar un jardín hermoso, con estanques y
saltos de agua y plazoletas espaciosas. Y sobre todo, ¡oh efrit! pon un tesoro
enorme lleno de dinares de oro en cierto subterráneo, cuyo emplazamiento has
de indicarme: ¡Y en cuanto a lo demás, así como en lo referente a cocinas,
caballerizas y servidores, te dejo en completa libertad, confiando en tu sagacidad y en tu buena
voluntad!” Y añadió: “¡En seguida que esté dispuesto todo, vendrás a avisarme!”
Y contestó el genio: “¡Escucho y obedezco!” Y
desapareció
Y he aquí que al despuntar del día siguiente estaba
todavía en su lecho Aladino, cuando vio aparecerse ante él al efrit de la
lámpara, quien, después de las zalemas de rigor, le dijo: “¡Oh dueño de la
lámpara! se han ejecutado tus ordenes: ¡Y te ruego que vengas a revisar su
realización!” Y Aladino se prestó a ello, y el efrit le transportó
inmediatamente al sitio designado, y le mostró, frente por frente el palacio
del sultán, en medio de un magnífico jardín, y precedido de dos inmensos patios
de mármol, un palacio mucho más hermoso de lo que el joven esperaba. Y tras de
haberle hecho admirar la
arquitectura y el aspecto general, el genio le hizo
visitar una por una, todas las habitaciones y dependencias. Y parecióle a
Aladino que se habían hecho las cosas con un fasto, un esplendor y una
magnificencia inconcebibles; y en un inmenso subterráneo encontró un tesoro
formado por sacos superpuestos y llenos de dinares de oro, que se apilaban
hasta la bóveda. Y también visitó las cocinas, las reposterías, las despensas
y las caballerizas, encontrándolas muy de su gusto y perfectamente limpias; y
se admiró de los caballos, y yeguas, que comían en pesebres de plata, mientras
los palafreneros los cuidan y les echaban el pienso. Y pasó revista a los
esclavos de ambos sexos y a los eunucos, formados por orden, según la
importancia de sus funciones. Y cuando lo hubo visto todo y examinado todo, se
encaró con el efrit de la lámpara, el cual sólo para él era visible y le acompañaba
por todas partes, y hubo de felicitarle por la presteza, el buen gusto y la
inteligencia de que había dado prueba en aquella obra perfecta. Luego añadió:
“¡Pero te has olvidado ¡oh efrit! de extender desde la puerta de mi palacio a
la del sultán una gran alfombra que permita que mi esposa no se canse los pies
al atravesar esa distancia!” Y contestó el genni: “¡Oh dueño de la lámpara!
tienes razón: ¡Pero eso se hace en un instante!” Y efectivamente, en un abrir
y cerrar de ojos se extendió en el espacio que separaba ambos palacios una
magnífica alfombra de terciopelo con colores que armonizaban a maravilla con
los tonos del césped y de los macizos.
Entonces Aladino, en el límite de la satisfacción,
dijo al efrit: “¡Todo está perfectamente ahora! ¡Llévame a casa!” Y el efrit le
cogió y le transportó a su cuarto cuando en el palacio del sultán los
individuos de la servidumbre comenzaban a abrir las puertas para dedicarse a
sus ocupaciones.
Y he aquí que, en cuanto abrieron las puertas, los
esclavos y los porteros llegaron al límite de la estupefacción al notar que
algo se oponía a su vista en el sitio donde la víspera se veía un inmenso
meidán para torneos y cabalgatas. Y lo primero que vieron fue la magnífica
alfombra de terciopelo que se extendía entre el césped lozano y sacaba sus
colores con los matices naturales de flores y arbustos. Y siguiendo con la
mirada aquella alfombra, entre las hierbas del jardín milagroso divisaron
entonces, el soberbio palacio construido con piedras preciosas y cuya cúpula
de cristal brillaba como el sol. Y sin saber ya que pensar, prefirieron ir a
contar la cosa al gran visir, quien, después de mirar el nuevo palacio, a su
vez fue a prevenir de la cosa al sultán, diciéndole: “No cabe duda, ¡oh rey del
tiempo! ¡El esposo de Sett Badrú’l-Budur es un insigne mago!» Pero el sultán le
contestó: “¡Mucho me asombra ¡oh visir! que quieras insinuarme que el palacio
de que me hablas es obra de magia! ¡Bien sabes, sin embargo, que el hombre que
me hizo donde tan maravillosos presentes es muy capaz de hacer construir todo
un palacio en una sola noche, teniendo en cuenta las riquezas que debe poseer y
el número considerable de obreros de que se habrá servido, merced a su
fortuna. ¿Por qué, pues, vacilas en creer que ha obtenido ese resultado por
medio de fuerzas naturales? ¿No te cegarán los celos, haciéndote juzgar mal de
los hechos e impulsándote a murmurar de mi yerno Aladino?” Y comprendiendo,
por aquellas palabras, que el sultán quería a Aladino, el visir no se atrevió a
insistir por miedo a perjudicarse a sí mismo, y enmudeció por prudencia. ¡Y he
aquí lo referente a él!
En cuanto a Aladino, una vez que el efrit de la
lámpara le transportó a su antigua casa, dijo a una de las doce esclavas
jóvenes que fueran a despertar a su madre, y les dio a todas orden de ponerle
uno de los hermosos trajes que habían llevado, y de ataviarla lo mejor que
pudieran. Y cuando estuvo vestida su madre conforme el joven deseaba, le dijo
él que había llegado el momento de ir al palacio del sultán para llevarse a la
recién casada y conducirla al palacio que había hecho construir para ella. Y
tras de recibir acerca del particular todas las instrucciones necesarias, la
madre de Aladino salió de su casa acompañada por sus doce esclavas, y no tardó
Aladino en seguirla a caballo en medio de su cortejo. Pero, llegados que
fueron a cierta distancia de palacio, se separaron, Aladino para ir a su nuevo
palacio, y su madre para ver al sultán.
No bien los guardias del sultán divisaron a la madre
de Aladino en medio de las doce jóvenes que le servían de cortejo, corrieron a
prevenir al sultán, que se apresuró a ir a su encuentro. Y la recibió con las
señales del respeto y los miramientos debidos a su nuevo rango. Y dio orden al
jefe de los eunucos para que la introdujeran en el harem, a presencia de Sett
Badrú’l-Budur. Y en cuanto la princesa la vio y supo que era la madre de su
esposo Aladino, se levantó en honor suyo y fue a besarla. Luego la hizo
sentarse a su lado, y la regaló con diversas confituras y golosinas, y acabó de
hacerse vestir, por sus mujeres y de adornarse con las más preciosas joyas con
que le obsequió su esposo Aladino. Y poco después entró el sultán, y pudo ver
al descubierto entonces por primera vez, gracias al nuevo parentesco, el rostro
de la madre de Aladino. Y en la delicadeza de sus facciones notó que debía haber
sido muy agraciada en su juventud, y que aun entonces, vestida como estaba con
un buen traje y arreglada con lo que más le favorecía, tenía mejor aspecto que
muchas princesas y esposas de visires y de emires. Y la cumplimentó
mucho por ello, lo cual conmovió y enterneció profundamente el corazón de la
pobre mujer del difunto sastre Mustafá, que fue tan desdichada, y hubo de
llenarle de lágrimas los ojos.
Tras de lo cual se pusieron a departir los tres con
toda cordialidad, haciendo así más amplio conocimiento, hasta la llegada de la
sultana, madre de Bádrú'l-Budur: Pero la vieja sultana estaba lejos de ver con
buenos ojos aquel matrimonio de su hija con el hijo de gentes desconocidas; y
era del bando del gran visir, que seguía estando muy mortificado en secreto
por el buen cariz que el asunto tomaba en detrimento suyo. Sin embargo, no se
atrevió a poner demasiado mala cara a la madre de Aladino, a pesar de las ganas que tenía de hacerlo; y tras de las zalemas por una
y otra parte, se sentó con los demás, aunque sin interesarse en la
conversación.
Y he aquí que cuando llegó el momento de las
despedidas para marcharse al nuevo palacio, la princesa Badrú'l--Budur se
levantó y besó con mucha ternura a su padre y a su madre, mezclando a los besos
muchas lágrimas, apropiadas a las circunstancias. Luego, apoyándose en la
madre de Aladino, que iba a su izquierda, y precedida de diez eunucos vestidos
con ropa de ceremonia y seguida de cien jóvenes esclavas ataviadas con una
magnificencia de libélulas, se puso en marcha hacia el nuevo palacio, entre dos
filas de cuatrocientos jóvenes esclavos blancos y negros alternados, que formaban
entre los dos palacio y tenían cada cual una antorcha de oro en que ardía una
bujía grande de ámbar y de alcanfor blanco. Y la princesa avanzó lentamente en
medio de aquel cortejo, pasando por la alfombra de terciopelo, mientras que a
su paso se dejaba oír un concierto admirable de instrumentos en las avenidas
del jardín y en lo alto de las terrazas del palacio de Aladino. Y a lo lejos
resonaban las aclamaciones lanzadas por todo el pueblo, que había acudido a las
inmediaciones de ambos palacios; y, unía el rumor de su alegría a toda aquella
gloria. Y acabó la princesa por llegar a la puerta del nuevo palacio, en donde
la esperaba Aladino. Y salió él a su encuentro sonriendo; y ella quedó
encantada de verle tan hermoso y tan brillante. Y entró con él en la sala del
festín, bajo la cúpula grande con ventanas de pedrerías. Y sentáronse los tres
ante las bandejas de oro debidas a los cuidados del efrit de la lámpara; y
Aladino estaba sentado en medio, con su esposa a la derecha y su madre a la
izquierda. Y empezaron a comer al son de una música que no se veía y que era
ejecutada por un coro de efrits de ambos sexos: Y Badrú'l-Budur, encantada de
cuanto veía y oía, decía para sí: “¡En mi vida me imaginé cosas tan
maravillosas!” Y hasta dejó de comer para escuchar mejor los cánticos y el
concierto de los efrits. Y Aladino y su madre no cesaban de servirla y de
echarle de beber bebidas que no necesitaba, pues ya estaba ebria de admiración.
Y fue para ellos una jornada espléndida que no tuvo igual en los tiempos de
Iskandar y de Soleiman...
En este momento de su narración, Schahrazada vio
aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 762 NOCHE
Ella dijo:
....Y fue para ellos una jornada espléndida que no
tuvo igual en los tiempos de Iskandar y. de Soleimán.
Y cuando llegó la noche levantaron los manteles e
hizo al punto su entrada en la sala de la cúpula un grupo de danzarinas. Y
estaba compuesto de cuatrocientas jóvenes, hijas de efrits, vestidas como
flores y ligeras como pájaros. Y al son de una música, aérea se pusieron a
bailar varias clases de motivos y con pasos de danza como no pueden versa más
que en las regiones del paraíso. Y entonces fue cuando Aladino se levantó y
cogiendo de la mano a su esposa se encaminó con ella a la cámara nupcial con
paso cadencioso. Y les siguieron ordenadamente las esclavas jóvenes,
procedidas, por la madre de Aladino. Y desnudaron a Badrú'l-Budur; y no le
pusieron sobre el cuerpo más que lo estrictamente
necesario para la noche. Y así era ella comparable a un narciso que saliera de
su cáliz. Y tras de desearles delicias y alegría, les dejaron solos en la cámara nupcial. Y por fin pudo Aladino, en el límite de la dicha,
unirse a la princesa Badrú'l-Budur, hija del rey. Y su noche, como su día, no
tuvo par en los tiempos de Iskandar y de Soleimán.
Al día siguiente, después de toda una noche de
delicias, Aladino salió de los brazos de su esposa Badrú'lBudur para hacer que
al punto le pusieran un traje mas magnífico todavía que el de la víspera, y
disponerse a ir a ver al sultán. Y mandó que le llevaran un soberbio caballo
de las caballerizas pobladas por el efrit de la lámpara, y lo montó y se
encaminó al palacio del padre de su esposa en medio de una escolta de honor. Y
el sultán le recibió con muestras del más vivo regocijo, y le besó y le pidió
con mucho interés noticias suyas y noticias de Badrú'l-Budur. Y Aladino le dio
la respuesta conveniente acerca del particular, y le dijo: “¡Vengo sin
tardanza ¡oh rey del tiempo! para invitarte a que vayas hoy a iluminar mi
morada con tu presencia y a compartir con nosotros la primera comida que
celebramos después de las bodas! ¡Y te ruego que, para visitar el palacio de
tu hija, te hagas acompañar del gran visir y los emires!” Y el sultán, pasa
demostrarle su estimación y su afecto, no puso ninguna dificultad al aceptar la
invitación, se levantó en aquella hora y en aquel instante, y seguido de su
gran visir y de sus emires salió con Aladino.
Y he aquí que, a medida que el sultán se aproximaba
al palacio de su hija, su admiración erecta considerablemente y sus
exclamaciones se hacían más vivas, más acentuada y más altisonante. Y eso que
aún estaba fuera del palacio. ¡Pero cómo se maravilló cuando estuvo dentro!
¡No veía por doquiera más que esplendores, suntuosidades, riquezas, buen
gusto, armonía y magnificencia! Y lo que acabó de deslumbrarle fue la sala de
la cúpula de cristal, cuya arquitectura aérea y cuya ornamentación no podía
dejar de admirar. Y quiso contar el número de ventanas enriquecidas con
pedrerías, y vio que, en efecto, ascendían al número de noventa y nueve, ni una
más ni una menos. Y se asombró enormemente. Pero asimismo notó que la ventana
que hacía el número noventa y nueve no estaba concluida y carecía de todo
adorno; y se encaró con Aladino y le dijo, muy sorprendido: “¡Oh hijo mío
Aladino! ¡He aquí, ciertamente, el palacio más maravilloso que existió jamás
sobre la faz de la tierra! ¡Y estoy lleno de admiración por cuanto veo! Pero,
¿puedes decirme qué motivo te ha impedido acabar la labor de esa ventana que
con su imperfección afea la hermosura de sus hermanas?” Y Aladino sonrió y
contestó: “¡Oh rey del tiempo! te ruego que no creas fue por olvido o por
economía o por simple- negligencia por lo que dejé esa ventana en el
estado imperfecto en que la ves, porque la he querido así a sabiendas. Y el
motivo consiste en dejar a tu alteza el cuidado de hacer acabar esa labor para
sellar de tal suerte en la piedra de este palacio tu nombre glorioso y el
recuerdo de tu reinado. ¡Por eso te suplico que consagres con tu consentimiento
la construcción de esta morada que, por muy confortable que sea, resulta
indigna de los méritos de mi esposa, tu hija!” Y extremadamente halagado por aquella
delicada atención de Aladino, el rey le dio las gracias y quiso que al instante
se comenzara aquel trabajo. Y a este efecto dio orden a sus guardias para que
hicieran ir al palacio, sin demora, a los joyeros más hábiles y mejor surtidos
de pedrerías, para acabar las incrustaciones de la ventana. Y mientras llegaban
fue a ver a su hija y a pedirla noticias de su primera noche de bodas. Y sólo
por la sonrisa con que le recibió ella y por su aire, satisfecho comprendió
que sería superfluo insistir. Y besó a Aladino, felicitándole mucho, y fue con
él a la sala en que ya estaba preparada la comida con todo el esplendor conveniente.
Y comió de todo, y le parecieron los manjares los más excelentes que había
probado nunca, y el servicio muy superior al de su palacio, y la plata y los
accesorios admirables en absoluto.
Entre tanto llegaran los joyeros y orfebres a
quienes habían ido a buscar los guardias por toda la capital; y se pasó recado
al rey, que en seguida subió a la cúpula de las noventa y nueve ventanas. Y
enseñó a los orfebres la ventana sin terminar, diciéndoles: “¡Es preciso que
en el plazo más breve posible acabéis la labor que necesita esta ventana en
cuanto a incrustaciones de perlas y pedrerías de todos colores!” Y los
orfebres y joyeros contestaron con el oído y la obediencia, y se pusieron a
examinar con mucha minuciosidad la labor y las incrustaciones de las demás
ventanas, mirándose unos a otros con ojos muy dilatados de asombro. Y después
de ponerse de acuerdo entre ellos, volvieron junto al sultán, y tras de las
prosternaciones, le dijeron: “¡Oh rey del tiempo! ¡no obstante todo nuestro
repuesto de piedras preciosas, no tenemos en nuestras tiendas con qué adornar
la centésima parte de esta ventana!” Y dijo el rey;
“¡Yo os proporcionare lo que os haga falta!” Y mandó llevar las frutas de
piedras preciosas que. Aladino le había dado como presente, y les dijo:
“¡Emplead lo necesario y devolvedme lo que sobre!” Y los joyeros
tomaron sus medidas e hicieron sus cálculos, repitiéndolos varias veces, y
contestaron: “¡Oh rey del tiempo! ¡Con todo lo que nos das y con todo lo que
poseemos no habrá bastante para adornar la décima parte de la ventana!” Y el
rey se encaró con sus guardias, y les dijo: “¡Invadid las casas de mis visires,
grandes y pequeños, de mis emires y de todas las personas ricas de mi reino, y
haced que os entreguen de grado o por fuerza todas las piedras preciosas que
posean!” Y los guardias se apresuraron a ejecutar la orden.
En espera de que regresasen, Aladino, que veía que
el rey empezaba a estar inquieto por el resultado de la empresa y que
interiormente se regocijaba en extremo de la cosa, quiso distraerle con un
concierto. E
hizo una seña a uno de los jóvenes efrits esclavos
suyos, el cual hizo entrar al punto un grupo de cantarinas, tan hermosas, que
cada una de ellas podía decir a la luna: “¡Levántate para que me siente en tu
sitio!”, y dotadas de una voz encantadora que podía decir al ruiseñor ¡Cállate
para escuchar cómo canto!” Y en efecto, consiguieron con la armonía que el rey
tuviese un poco de paciencia.
Pero en cuanto llegaron los guardias el sultán
entregó en seguida a joyeros y orfebres las pedrerías procedentes del despojo
de las consabidas personas ricas, y les dijo: “Y bien, ¿qué tenéis que decir
ahora?” Ellos contestaron: “¡Por Alah, ¡oh señor, nuestro! que aún nos falta mucho!
¡Y necesitaremos ocho veces más materiales que los que poseemos al presente!
¡Además, para hacer bien este trabajo, precisamos por lo menos un plazo de
tres meses, poniendo manos a la obra de día y de noche!”
Al oír estas palabras, el rey llegó al límite el
desaliento y de la perplejidad, y sintió alargársele la nariz hasta los pies
de lo que le avergonzaba su impotencia en circunstancias tan penosas para su
amor propio. Entonces Aladino, sin querer ya prolongar más la prueba a la que
le hubo de someter, y dándose, por satisfecho, se encaró con los orfebres y
joyeras, y les dijo: “¡Recoged lo que os pertenece y salid!” Y dijo a los guardias:
“¡Devolved las pedrerías a sus dueños!” Y dijo al rey. “¡Oh rey del tiempo!
¡no sería bien que admitiera de ti yo lo que te di una vez! ¡Te ruego, pues,
veas con agrado que te restituya yo estas frutas de pedrerías y te reemplace en
lo que falta hacer para llevar a cabo la ornamentación de esa ventana!
¡Solamente te suplico que me esperes en el aposento de mi esposa Badrú’l-Budur,
porque no puedo trabajar ni dar ninguna orden cuando sé que me están mirando!”
Y el rey se retiró con su hija Badrú’l-Budur para no importunar a Aladino.
Entonces Aladino sacó del fondo de un armario de
nácar la lámpara mágica; que había tenido mucho cuidado de no olvidan en la
mudanza de la antigua casa al palacio, y la frotó como tenía por costumbre hacerlo.
Y al instante apareció el efrit y se inclinó ante Aladino esperando sus
órdenes. Y Aladino le dijo: “¡Oh efrit de la lámpara! ¡Te he hecho venir para
que hagas, de todo punto semejante a sus hermanas, la ventana número noventa y
nueve!” Y apenas había él formulado está petición cuando desapareció el efrit.
Y oyó Aladino como una infinidad de martillazos- y chirridos de limas en la ventana consabida; y en menos tiempo del que
el sediento necesita para beberse un vaso de agua fresca, vio aparecer y quedar
rematada la milagrosa ornamentación de pedrerías de la ventana. Y no pudo
encontrar la diferencia con las otras. Y fue en busca del sultán y le rogó que
le acompañara a la sala de la cúpula.
Cuando el
sultán llegó frente a la ventana, que había visto tan imperfecta unos
instantes antes, creyó que se había equivocado de sitio, sin poder
diferenciarla de las otras. Pero cuando después de dar la vuelta varias veces
a la cúpula, comprobó que en tan poco tiempo se había hecho aquel trabajo, para
cuya terminación exigían tres meses enteros todos los joyeros y orfebres
reunidos, llegó al límite de la maravilla, y besó a Aladino entre ambos ojos,
y le dijo: ¡Ah! ¡Hijo mío Aladino, conforme te conozco más, me pareces más admirable!” Y envió a buscar al gran visir, y
le mostró con el dedo la maravilla que le entusiasmaba, y le dijo con acento
irónico: “Y bien, visir, ¿qué te parece`?” Y el visir, que no se olvidaba de su
antiguo rencor, se convenció cada vez más, al ver la cosa, de que Aladino era
un hechicero, un herético y un filósofo alquimista. Pero se guardó mucho de
dejar translucir sus pensamientos al sultán, a quien sabía muy adicto
a su nuevo yerno, y sin entrar en conversación con él le dejó con su maravilla
y se limitó a contestar: “¡Alah es el más grande!”
Y he aquí que, desde aquel día, el sultán no dejó de
ir a pasar, después del diván; algunas horas cada tarde en compañía de su
yerno Aladino y de su hija Badrú’l-Budur, para contemplar las maravillas del
palacio, en donde siempre encontraba cosas nuevas más admirables que las
antiguas, y que le maravillaban y le transportaban.
En cuanto a Aladino, lejos de envanecerse con lo
agradable de su nueva vida, tuvo cuidado de consagrarse, durante las horas que
no pasaba con su esposa Badrú't-Budur, a hacer el bien a su alrededor y a
informarse de las gentes pobres para socorrerlas. Porque no olvidaba su
antigua condición y la miseria en que había vivido con su madre en los años de
su niñez. Y además, siempre que salía a caballo se hacía escoltar por algunos
esclavos que, siguiendo órdenes suyas, no dejaban de tirar en todo
el recorrido puñados de dinares de oro a la muchedumbre que acudía a su paso.
Y a diario, después de la comida de mediodía y de ta noche, hacía repartir
entre los pobres las sobras de su mesa, que bastarían para alimentar a más de
cinco mil personas. Así es que su conducta tan generosa y su bondad y su
modestia le granjearon el afecto de todo el pueblo y le atrajeron las
bendiciones de todos los habitantes. Y no había ni uno que no jurase por su
nombre y por su vida. Pero lo que acabó de conquistarle los corazones y
cimentar su fama fue cierta gran victoria que logro sobre unas tribus rebeladas contra el sultán, y
donde había dado prueba de un valor maravilloso y de cualidades guerreras que
superaban á las hazañas de los héroes más famosos. Y Badrú’l-Budur le amó cada
vez más, y cada vez felicitóse mas de su feliz destino que le había dado por
esposo al único hombre que se la merecía verdaderamente. Y de tal suerte vivió
Aladino varios años de dicha perfecta entre su esposa y su madre, rodeado del
afecto y la abnegación de grandes y pequeños, y más querido y más respetado
que el mismo sultán, quien, por cierto continuaba teniéndole en alta estima y
sintiendo por él una admiración ilimitada. ¡Y he aquí lo referente a Aladino!
¡He aquí ahora lo que se refiere al mago magrebí a
quien encontramos al principio de todos estos acontecimientos y que, sin
querer, fue causa de la fortuna de Aladino!
Cuando abandonó a Aladino en el subterráneo, para
dejarle morir de sed y de hambre, se volvió a su país al fondo del Magreb lejano. Y se pasaba el tiempo entristeciéndose con el mal resultado de
su expedición y lamentando las penas y fatigas que había soportado tan vanamente
para conquistar la lámpara mágica. Y pensaba en la fatalidad que le había
quitado de los labios el bocado que tanto trabajo le costó confeccionar. Y no
transcurría día sin que el recuerdo lleno de amargura de aquellas cosas
asaltase su memoria y le hiciese maldecir a Aladino y el momento en que se
encontró con Aladino. Y un día que estaba más lleno de rencor que de ordinario
acabó por sentir curiosidad por los detalles de la muerte de Aladino. Y a este
efecto, como estaba muy versado en la geomancia, cogió su mesa de arena
adivinatoria, que hubo de sacar del fondo de un, armario, sentóse sobre una
estera cuadrada en medio de un círculo trazado con rojo, alisó la arena,
arregló los granos machos y los granos hembras, las madres y las hijos, murmuró
las fórmulas geománticas, y dijo: “Está bien, ¡oh
arena! veamos. ¿Qué ha sido de la lámpara mágica? ¿Y cómo murió ese miserable,
que se llamaba Aladino?” Y pronunciando estas palabras agitó la arena con
arreglo al rito. Y he aquí que nacieron las figuras y se formó el horóscopo. Y
el magrebí, en el límite de la estupefacción, después de un examen detallado de
las figuras del horóscopo, descubrió sin ningún género de duda que Aladino no
estaba muerto, sino muy vivo, que era dueño de la lámpara mágica, y que vivía con
esplendor, riquezas y honores, casado con la princesa Badrú’l-Budur, hija del
rey de la China, a. la cual amaba y la cual le amaba, y por último,
que no se le conocía en todo el imperio de la China e incluso en las fronteras
del mundo más que con el nombre del emir Aladino.
Cuando el mago se enteró de tal suerte, por medio de
las operaciones de su geomancia y de su descreimiento, de aquellas cosas que
estaba tan lejos de esperarse, espumajeó de rabia y escupió al aire y al suelo,
diciendo: “Escupo en tu cara. Piso tu cabeza, ¡oh Aladino! ¡Oh pájaro de
horca! ¡Oh rostro de pez y de brea!..
En éste, momento de su narración, Schahrazada vio
aparecerla mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 765 NOCHE
Ella dijo:
“...Escupo en tu cara. Piso tu cabeza, ¡oh Aladino!
¡Oh pájaro de horca! ¡Oh rostro
de pez y de brea!” Y durante una hora de tiempo estuvo escupiendo al aire y al
suelo, hollando con los pies a un Aladino imaginario y abrumándote a juramentos
atroces y a insultos de todas las variedades, hasta que se calmó un poco. Pero
entonces resolvió vengarse a toda costa de Aladino y hacerle expiar las
felicidades de que en detrimento suyo gozaba con la posesión de aquella lámpara
mágica que le había costado al mago tantos esfuerzos y tantas- penas inútiles.
Y sin vacilar un instante se puso en camino para la China. Y como la rabia y el
deseo de venganza le daban alas, viajó sin detenerse, meditando largamente
sobre los medios de que se valdría para apoderarse de Aladino; y no tardó en
llegar a la capital del reino de China. Y paró en un khan, donde alquiló una vivienda.
Y desde el día siguiente a su llegada empezó a recorrer los sitios públicos y
los lugares más frecuentados; y por todas partes sólo oyó hablar del emir
Aladino, de la hermosura del emir Aladino, de la generosidad del emir Aladino y
de la magnificencia del emir Aladino. Y se dijo: “¡Por el fuego y por la luz
que no tardará en pronunciarse éste nombre para sentenciarlo a muerte!” Y llegó
al palacio de Aladino, y exclamó al ver su aspecto imponente; “¡Ah! ¡Ah! ¡Ahí
habita ahora el hijo del sastre Mustafá, el que no tenía un pedazo de pan que
echarse a la boca al llegar la noche! ¡Ah! ¡Ah! ¡Pronto verás, Aladino, si mi
Destino vence o no al tuyo, y si obligo o no a tu madre a hilar lana, como en
otro tiempo, para no morirse de hambre, y si cavo o no con mis propias manos
la fosa adónde irá ella a llorar!” Luego se acercó a la puerta principal del
palacio, y después de entablar conversación con el portero consiguió enterarse
de que Aladino había ido de caza por varios días. Y pensó: “¡He aquí ya el
principio de la caída de Aladino! ¡En ausencia suya podré obrar más libremente!
¡Pero, ante todo, es preciso que sepa, si Aladino se ha llevado la lámpara
consigo o si la ha dejado en el palacio! Y se apresuró a volver a su habitación
del khan, donde cogió su mesa geomántica y la interrogó. Y el horóscopo le reveló
que Aladino había dejado la lámpara en el palacio.
Entonces el magrebí, ebrio de alegría, fue al zoco
de los caldereros y entró en la tienda de un mercader de linternas y lámparas
de cobre, y le dijo: “¡Oh mi señor! necesito una docena de lámparas de cobre
completamente nuevas y muy bruñidas!” Y contestó el mercader: “¡Tengo lo que
necesitas!” Y le puso delante doce lámparas muy brillantes y le pidió un
precio que le pagó el mago sin regatear. Y las cogió y las puso en un cesto que
había comprado en casa del cestero. Y salió del zoco.
Y entonces se dedicó a recorrer las calles con el
cesto de lámparas al brazo, gritando: “¡Lámparas nuevas! ¡A las lámparas
nuevas! ¡Cambio lámparas nuevas por otras viejas! ¡Quien quiera el cambio que
venga por la nueva!” Y de este modo se encaminó al palacio de Aladino.
En cuanto los pilluelos de las calles oyeron aquel
pregón insólito y vieron el amplio turbante del magrebí dejaron de jugar y
acudieron en tropel. Y se pusieron a hacer piruetas detrás de él, mofándose y
gritando a coro: “¡Al loco! ¡Al loco!” Pero él, sin prestar la menor atención
a sus burlas, seguía con su pregónn, que dominaba las
cuchufletas: “¡Lámparas nuevas! ¡A las lámparas nuevas! ¡Cambio lámparas nuevas
por otras viejas! ¡Quien quiera el cambio que venga por la nueva!”
Y de tal suerte; seguido por la burlona muchedumbre
de chiquillos, llegó a la
plaza que había delante de la puerta del palacio y
se dedicó a recorrerla de un extremo a otro para volver sobre sus pasos y recomenzar,
repitiendo, cada vez más fuerte, su pregón sin cansarse. Y tanta maña se dio,
que la princesa Badrú’l-Budur, que en aquel momento se encontraba en la sala
de las noventa y nueve ventanas, oyó aquel vocerío insólito y abrió una de las
ventanas y miró a la plaza. Y vio a la muchedumbre insolente y burlona de
pilluelos, y entendió el extraño pregón del magrebí. Y se echó a reír. Y sus mujeres entendieron el pregón y también se echaron a reír
con ella. Y le dijo una “¡Oh mi señora! ¡Precisamente hoy, al limpiar el
cuarto de mi amo Aladino, he visto en una mesita una lámpara vieja de cobre!
¡Permíteme, pues, que vaya a cogerla y a enseñársela a ese viejo magrebí, para
ver si realmente, está tan loco como nos da a entender su pregón, y si consiente
en cambiárnosla por una lámpara nueva!” Y he aquí que la lámpara
vieja de que hablaba aquella esclava era precisamente la lámpara mágica de
Aladino. ¡Y por una desgracia escrita por el Destino, se había olvidado él,
antes de partir, de guardarla en el armario de nácar en que generalmente la
tenía escondida, y la había dejado encima de la mesilla! ¿Pero es posible
luchar contra los decretos del Destino?
Por otra parte, la princesa Badrú'l-Budur ignoraba
completamente la existencia de aquella lámpara y sus virtudes maravillosas. Así
es que no vio ningún inconveniente en el cambio de que le hablaba su esclava,
y contestó: “¡Desde luego! ¡Coge esa lámpara y dásela al agha de los eunucos,
a fin de que vaya a cambiarla por una lámpara nueva y nos riamos a costa de
ese loco!” Entonces la joven esclava fue al aposento de Aladino, cogió la lámpara
mágica que estaba encima de la mesilla y se la entregó al alha de los eunucos.
Y el agha bajó al punto a la plaza, llamó al magrebí, le enseñó la lámpara que
tenía, y le dijo: “¡Mi señora desea cambiar esta lámpara por una de las nuevas
que llevas en ese cesto!”
Cuando el mago vio la lámpara la reconoció al primer
golpe de vista y empezó a temblar de emoción. Y el eunuco le dijo: “¿Qué te
pasa? ¿Acaso encuentras esta lámpara demasiado vieja para cambiarla?” Pero el
mago, que había dominado ya su excitación, tendió la mano con la rapidez del
buitre que cae sobre la tórtola, cogió la lámpara que le ofrecía el
eunuco y se la guardó en el pecho. Luego presentó al eunuco el cesto, diciendo:
“¡Coge la que más te guste!” Y el eunuco escogió una lámpara muy bruñida y
completamente. Nueva, y se apresuro a llevársela a su ama Badrú’l-Budur,
echándose a reír y burlándose de la locura del magrebí. ¡Y he aquí lo referente
al agha de los eunucos y al cambio de la lámpara mágica en ausencia de Aladino!
En cuanto al mago, echó a correr en seguida, tirando
el cesto con su contenido a la cabeza de los pilluelos, que continuaban
mofándose de él, para impedirles que le siguieran. Y de tal modo desembarazado,
franqueó recintos de palacios y jardines y se aventuró por las calles de la
ciudad, dando mil rodeos, a fin de que perdieran su pista quienes hubiesen
querido perseguirle. Y cuando llegó a un barrio completamente desierto, se saco
del pecho la lámpara y la frotó. Y él efrit de la lámpara respondió a esta
llamada, apareciéndose ante él al punto, y diciendo: “¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué quieres? Habla. ¡Soy
el servidor de la lámpara en el aire por donde vuelo y en la tierra por donde
me arrastro!” Porque el efrit obedecía indistintamente a quienquiera que
fuese el poseedor de aquella lámpara, aunque, como el mago, fuera por el camino
de la maldad y
de la perdición.
Entonces el magrebí le dijo: ¡Oh efrit de la
lámpara! te ordeno que cojas el palacio que edificaste para Aladino y lo
transportes con todos los seres y todas las cosas que contiene a mi país, que
ya sabes cuál es, y que está en el fondo del Magreb, entre jardines. ¡Y también
me transportarás a mí allá con el palacio!” Y contestó el efrit esclavo de la
lámpara: “¡Escucho y obedezco! ¡Cierra un ojo y abre un ojo, y te encontrarás
en tu país, en medio del palacio de Aladino!” Y efectivamente, en un abrir y
cerrar de ojos se hizo todo. Y el magrebí se encontró transportado, con el
palacio de Aladino en medio de su país, en el Magreb africano.
¡Y esto es lo referente a él!
Pero en cuanto al sultán; padre de Badrú’l-Budur, al
despertarse el siguiente día salió de su palacio, como tenía por costumbre,
para ir a visitar a su hija a la que quería tanto. Y en el sitio en que se
alzaba el maravilloso palacio no vio más que, un amplio meidán agujereado por
las zanjas vacías de los cimientos. Y en el límite de la perplejidad, ya no supo
si habría perdido la razón; y empezó a restregarse los ojos para darse cuenta
mejor de lo que veía. ¡Y comprobó que con la claridad del sol saliente y la
limpidez de la mañana no había manera de engañarse, y que el palacio ya no
estaba allí! Pero quiso convencerse más aún de aquella realidad enloquecedora,
y subió al piso más alto, y abrió la ventana que daba enfrente de los aposentos
de su hija. Y no vio palacio ni huella de palacio, ni jardines ni huella de
jardines, sino sólo un inmenso meidán donde, de no estar las zanjas, habrían
podido los caballeros justar a su antojo.
Entonces, desgarrado de ansiedad, el desdichado
padre empezó a golpearse las manos una contra otra y a mesarse la barba llorando, por más que no pudiese darse cuenta
exacta de la naturaleza y de la magnitud de su desgracia. Y mientras de tal
suerte desplomábase sobre el diván, su gran visir entró para anunciarle, como
de costumbre, la apertura de la sesión de justicia. Y vio el estado en que se
hallaba, y no supo qué pensar. Y el sultán le dijo: “¡Acércate aquí!” Y el
visir se acercó, y el sultán le dijo: “¿Dónde está el palacio de mi hija?” El
otro dijo:
¡Alah guarde al sultán! ¡Pero no comprendo lo que
quiere decir!” El sultán dijo: “¡Cualquiera creería ¡oh visir! que no estás al
corriente de la triste nueva!” El visir dijo: “Claro que no lo estoy, ¡oh mi
señor! ¡Por Alah, que no sé nada, absolutamente no!” El sultán dijo: “¡En ese
caso, no has mirado hacia el palacio de Aladino!” El visir dijo: “¡Ayer tarde
estuve a pasearme por los jardines que lo rodean, y no he notado ninguna cosa
de.particular, sino que la puerta principal estaba cerrada a causa
de la ausencia del emir Aladino!” El sultán dijo: “¡En ese caso, ¡oh visir!
mira por esta ventana y dime si no notas ninguna cosa de particular en ese
palacio que ayer viste con la puerta cerrada!” Y el visir sacó la cabeza por la ventana y miró, pero fue para levantar los brazos al cielo,
exclamando: “¡Alejado sea el Maligno!” ¡El palacio ha desaparecido!” Luego se
encaró con el sultán, y le dijo: “¡Y ahora ¡oh mi señor!' ¿Vacilas en creer que
ese palacio, cuya arquitectura y ornamentación admiraban tanto, sea otra cosa
que la obra de la más admirable hechicería? Y el sultán bajó la cabeza y
reflexionó durante una hora de tiempo. Tras de lo cual levantó la cabeza, y
tenía el rastro revestido de furor. Y exclamó: “¿Dónde está ese malvado, ese
aventurero, ese mago, ese impostor, ese hijo de mil perros, que se llama
Aladino?” Y el visir contestó con el corazón dilatado de triunfo: “¡Está
ausente de casa; pero me ha anunciado su regreso para hoy antes de la plegaria
del mediodía! ¡Y si quieres, me encargo de ir yo mismo a informarme acerca de
él sobre lo que ha sido del
palacio con su contenido!” Y el rey se puso a gritar: “No ¡por Alah! ¡Hay que
tratarle como a los ladrones, y a los embusteros! ¡Que me le traigan los
guardias cargado de cadenas!”
Al punto el gran visir salió a comunicar la orden
del sultán al jefe de los guardias, instruyéndole acerca de cómo debía
arreglarse para que no se le escapara Aladino. Y acompañado por cien jinetes,
el jefe de los guardias salió de la ciudad al canino por donde tenía que volver
Aladino, y se encontró con él a cien farsantes
de las puertas. Y en seguida hizo que le cercaran los jinetes, y lo dijo:
“Emir Aladino, ¡oh amo nuestro! ¡Dispénsanos por favor! ¡Pero el sultán, de
quien somos esclavos, nos ha ordenado que te detengamos y te pongamos entre
sus manos cargado de cadenas como los criminales! ¡Y no podemos desobedecer
una orden real! ¡Pero repetimos que nos dispenses por tratarte así, aunque a
todos nosotros nos ha inundado tu generosidad!”
Al oír estas palabras del jefe de los guardas, a
Aladino se le trabó la lengua de sorpresa y de emoción. Pero acabó por poder
hablar, y dijo: ¡Oh buenas gentes! ¿Sabéis, al menos, por qué motivo os ha
dado el sultán semejante orden, siendo yo inocente de todo crimen con respecto
a él o al Estado?” Y contestó el jefe de los guardias: “¡Por Alah, que no lo
sabemos!” Entonces Aladino se apeó del su caballo, y dijo.: “¡Haced de mí lo
que os haya ordenado el sultán, pues las órdenes del sultán estás por encima
de la cabeza y de los ojos!” Y los guardias, muy a disgusto suyo, se apoderaron
de Aladino, le ataron los brazos, le echaron al cuello una cadena muy gorda y
muy pesada, con la que también le sujetaron por la cintura, y cogiendo el
extremo de aquella cadena le arrastraron a la ciudad, haciéndole caminar a pie
mientras ellos seguían a caballo su camino.
Llegados que fueron los guardias a los primeros
arrabales de la ciudad, los transeúntes que vieron de este modo a Aladino no
dudaron de que el sultán, por motivos que ignoraban, se disponía a hacer que
le cortaran la cabeza. Y como Aladino se había captado, por su generosidad y
su afabilidad, el afecto de todos los súbditos del reino, los que le
vieron apresuráronse a echar a andar detrás de él, armándose de sables unos, y
de estacas otros y de piedras y palos los demás. Y aumentaban en número a
medida que el convoy se aproximaba a palacio; de modo que ya eran millares y
millares al llegar a la plaza del meidán. Y todos gritaban y protestaban,
blandiendo sus armas y amenazando a los guardias, que a duras penas pudieron
contenerles y penetrar en palacio sin ser maltratados. Y en tanto que los otros
continuaban vociferando y chillando en el meidán para que se les devolviese
sano y salvo a su señor Aladino, los guardias introdujeron a Aladino, que
seguía cargado de cadenas, en la sala donde le esperaba el sultán lleno de
cólera y de ansiedad.
No bien tuvo en su presencia a Aladino, el sultán,
poseído de un furor
inconcebible, no quiso perder el tiempo en
preguntarle qué había sido del palacio que guardaba a su hija Badrú’l-Budur, y
gritó a la porta alfanje: “¡Corta en seguida la cabeza a este impostor
maldito!” Y no quiso oírle ni verle un instante más. Y el porta-alfanje se
llevó a Aladino a la terraza desde la cual se dominaba el meidán en donde
estaba apiñada la muchedumbre tumultuosa, hizo arrodillarse a Aladino sobre
el cuero rojo de las ejecuciones, y después de vendarle los ojos le quitó la
cadena que llevaba al cuello y alrededor del cuerpo, y le dijo: “¡Pronuncia tu
acto de fe antes de morir!” Y se dispuso a darle el golpe de muerte, volteando
por tres veces y haciendo flamear el sable en el aire en torno a él. Pero en
aquel momento, al ver que la porta-alfanje iba a ejecutar a Aladino, la
muchedumbre empezó a escalar los muros del palacio y a forzar las puertas. Y
el sultán vio aquello, y temiéndose algún acontecimiento funesto se sintió
poseído de gran espanto. Y se encaró por la porta-alfanje, y le dijo: “¡Aplaza
por el instante el acto de cortar la cabeza a ese criminal!” Y dijo al jefe de
los guardias:- ¡Haz que pregonen al pueblo que le otorgo la gracia
de la sangre de ese maldito!'? Y aquella orden, pregonada en seguida desde lo
alto de las terrazas, calmó el tumulto y el furor de la muchedumbre, e hizo
abandonar su propósito a los que forzaban las puertas y a los que escalaban los
muros del palacio.
Entonces Aladino, a quien se había tenido cuidado
de quitar la venda de los ojos y a quien habían soltado las ligaduras que le
ataban las manos a la espalda, se levantó del cuero de las ejecuciones en donde
estaba arrodillado y alzó la cabeza hacia el sultán, y con los ojos llenos de
lágrimas le preguntó: “Oh rey del tiempo! ¡Suplico a tu alteza que me diga
solamente el crimen que he podido cometer para ocasionar tu cólera y esta
desgracia!” Y con el color muy amarillo y la voz llena de cólera reconcentrada,
el sultán le dijo: “¿Que te diga tu crimen, miserable? ¿Es que finges
ignorarlo? ¡Pero no fingirás más cuando te lo haya hecho ver con tus propios
ojos!” Y le gritó: “¡Sígueme!” Y echó a andar delante de él y le condujo al
otro extremo del palacio, hacia la parte que daba al segundo meidán, donde se
erguía antes el palacio de Badrú’l-Budur rodeado de sus jardines, y le dijo:
“¡Mira por esta ventana y dime, ya que debes saberlo; qué ha sido del palacio
que guardaba a mi hija!” Y Aladino sacó la cabeza por la ventana y miró. Y no vio ni palacio, ni jardín, ni huella de palacio o de jardín, sino
el inmenso meidán desierto, tal como estaba el día en que dio él al efrit de la
lámpara orden de construir allí la morada maravillosa. Y sintió tal
estupefacción y tal dolor y tal conmoción, que estuvo a punto de caer
desmayado. Y no pudo pronunciar una sola palabra. Y el sultán le gritó: “Dime,
maldito impostor, ¿dónde, está el palacio y dónde está mi hija, el núcleo de mi
corazón, mi única hija?” Y Aladino lanzó un gran suspiro y vertió abundantes
lágrimas; luego dijo: “¡Oh rey del tiempo, no lo sé!” Y le dijo el sultán: “¡Escúchame
bien! No quiero pedirte que restituyan tu maldita palacio; pero sí te ordeno
que me devuelvas a mí .hija. Y si no lo haces al instante o si no quieres
decirme qué ha sido de ella, ¡por mi cabeza, que haré que te corten la cabeza!”
Y en el límite de la emoción, Aladino bajó los ojos y reflexionó durante una
hora de tiempo. Luego levantó la cabeza, y dijo: “¡Oh rey del tiempo! ninguno
escapa a su destino. ¡Y si mi destino es que se me corten la cabeza por un
crimen que no he cometido, ningún poder logrará salvarme! Sólo te pido, pues,
antes de morir, un plazo de cuarenta días para hacer las pesquisas necesarias
con respecto a mi esposa bien amada, que ha desaparecido con el palacio
mientras yo estaba de caza y sin que pudiera sospechar cómo ha sobrevenido esta
calamidad te lo juro por la verdad de nuestra fe y
los méritos de nuestro señor Mohamed (¡con él la plegaria
y la paz!)” Y el sultán contestó: “Está bien; te concederé lo que me pides.
¡Pero has de saber que, pasado ese plazo, nada podrá salvarte de entre mis
manos si no me traes a mi hija! ¡Porque sabré apoderarme de ti y castigarte,
sea donde sea el paraje de la tierra en que te ocultes!” Y al oír estas
palabras Aladino salió de la presencia del sultán, y muy cabizbajo atravesó el
palacio en medio de los dignatarios, que se apenaban mucho al reconocerle y
verle tan demudado por la emoción y el dolor. Y llegó ante la muchedumbre y empezó a preguntar, con torvos ojos: ¿Dónde está mi palacio? ¿Dónde está mi esposa?” Y cuantos le veían y oían dijeron: “¡El pobre ha perdido
la razón! ¡El haber caído en desgracia con él sultán y la proximidad de la
muerte le han vuelto loco!”
Y al ver que ya sólo era para todo el mundo un
motivo de compasión, Aladino se alejó rápidamente sin que nadie tuviese
corazón para seguirle. Y salió de la ciudad, y comenzó a errar por el campo,
sin saber lo que hacía. Y de tal suerte llegó a orillas de un gran río, presa de
la desesperación, y diciéndose: “¿Dónde hallarás tu palacio, Aladino y a tu
esposa Badrú’l-Budur, ¡oh pobre!? ¿A qué país desconocido irás a buscarla, si
es que está viva todavía? ¿Y acaso sabes siquiera cómo ha desaparecido?” Y
con el alma obscurecida por
estos pensamientos, y sin ver ya más que tinieblas y tristeza
delante de sus ojos, quiso arrojarse al agua y ahogar allí su vida y su dolor.
¡Pero en aquel momento se acordó de que era un musulmán, un creyente, un puro!
dio fe de la unidad de Alah y de la misión de Su Enviado. Y reconfortado con su
acto de fe y su abandono a la voluntad del Altísimo, en lugar de arrojarse al
agua se dedicó a hacer sus abluciones para la plegaria de la tarde. Y se puso
en cuclillas a la orilla del río y cogió agua en el hueco de las manos y se
puso a frotarse los dedos y las extremidades. Y he aquí que, al hacer estos
movimientos, frotó el anillo que le había dado en la cueva el magrebí. Y en el
mismo momento apareció el efrit del anillo, que se prosternó ante él,
diciendo: “¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué quieres? Habla: ¡Soy él servidor del anillo en la tierra,
en el aire y en el agua!' Y Aladino reconoció perfectamente, por su
aspecto repulsivo y por su voz aterradora, al efrit que en otra ocasión hubo
de sacarle del subterráneo. Y agradablemente sorprendido por aquella aparición,
que estaba tan lejos de esperarse en el estado miserable en
que se encontraba, interrumpió sus abluciones y se irguió sobre ambos pies, y
dijo al efrit: “¡Oh efrit del anillo, oh compasivo, oh excelente! ¡Alah te
bendiga y te tenga en su gracia! Pero apresúrate a traerme mi palacio y mi
esposa, la princesa Badrú’l-Budur!” Pero el efrit del anillo le contestó: “¡Oh
dueño del anillo! ¡lo que me pides no está en mi facultad, porque en la
tierra, en el aire y en el agua yo sólo soy servidor del anillo! ¡Y siento mucho no poder complacerte en esto, que es de la competencia
del servidor de la lámpara! ¡A tal fin, no tienes más que dirigirte a ese
efrit, y él te complacerá!” Entonces Aladino, muy perplejo, le dijo: “¡En ese
caso, ¡oh efrit del anillo! y puesto que no puedes mezclarte en lo que no te
incumbe, transportando aquí el palacio de mi esposa, por las virtudes anillo a
quien sirves te ordenó que me transportes a. mí mismo al paraje de la tierra en
que se halla mi palacio, y me dejes, sin hacerme sufrir sacudidas, debajo de
las ventanas de mi esposa, la princesa Badrú’l-Budur!”
Apenas había formulado Aladino esta petición, el
efrit del anillo contestó con el oído y la obediencia, y en el tiempo en que
se tarda solamente en cerrar un ojo y abrir un ojo, le transportó al fondo del
Magreb, en medio de un jardín magnífico, donde se alzaba, con su hermosura
arquitectural, el palacio de Badrú’l-Budur. Y le dejó con mucho cuidado debajo
de las ventanas de-la princesa, y desapareció:
Entonces, a la vista de su palacio, sintió Aladino
dilatársele el corazón 'y tranquilizársele el alma y refrescársele los ojos. Y
de nuevo entraron en la alegría y la esperanza. Y de la misma manera que está
preocupado y no duerme quien confía una cabeza al vendedor de cabezas cocidas
al horno, así Aladino, a pesar de sus fatigas y sus penas, no quiso descansar
lo más mínimo. Y se limitó a elevar su alma hacia el Creador para darle gracias
por sus bondades y reconocer que sus designios son impenetrables para las criaturas
limitadas. Tras de lo cual se puso muy en evidencia debajo de las ventanas de
su esposa Badrú'lBudur.
Y he, aquí que, desde que fue arrebatada con el
palacio por el mago magrebí, la princesa tenía la costumbre de levantarse
todos los días a la hora del alba, y se pasaba el tiempo llorando y las noches
en vela, poseída de tristes, pensamientos en su dolor por verse separada de su
padre y de su esposo bienamado, además de todas las violencias de que la hacía
víctima el maldito magrebí, aunque sin ceder ella. Y no dormía, ni comía, ni
bebía. Y aquella tarde, por decreto del destino, su servidora había entrado a
verla para distraerla. Y abrió una de las ventanas de la sala de cristal, y
miró hacia fuera, diciendo: “¡Oh mi señora! ¡Ven a ver cuán delicioso es el
aire de esta tarde!” Luego lanzó de pronto un grito, exclamando: “¡Ya setti, ya
setti! ¡He ahí a mi amo Aladino, he ahí a mi amo Aladino ¡Está bajo las
ventanas del palacio...
En este momento de su narración, Schahrazada vio
aparecer la mañana, y
y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGó LA 769 NOCHE
Ella dijo:
“¡Ya setti, ya settí! ¡He ahía mi amo Aladino, he
ahí a mi amo Aladino! ¡Está bajo las ventanas del palacio!”
Al oír estas palabras de su servidora,
Badrú’l-Budur se precipitó a la ventana, y vio a Aladino, el cual la vio
también. Y casi enloquecieron ambos de alegría. Y fue Badrú'l-Budur la primera
que pudo abrir la boca, y gritó a Aladino: “¡Oh querido mío! ¡Ven pronto, ven pronto! ¡Mi servidora va a bajar para abrirte la puerta secreta! ¡Puedes subir
aquí sin temor! ¡El mago maldito está ausente por el momento!” Y cuando la
servidora le hubo abierto la puerta secreta, Aladino subió al aposento de su
esposa y la
recibió en sus brazos. Y se besaron, ebrios de
alegría, llorando y riendo. Y cuando estuvieran un poco calmados se sentaron
uno junto a otro, y Aladino dijo a su esposa: “¡Oh Badrú'l-Badur! ¡Antes de
nada tengo que peguntarte qué ha sido de la lámpara de cobre qué dejé eri mi
cuarto sobre una mesilla antes de salir de casa!” Y exclamó la princesa: “¡Ah!
¡Querido mío, esa lámpara precisamente es la causa de nuestra desdicha! ¡Pero
todo ha sido por mi culpa, sólo por mi culpa!” Y contó a Aladino cuanto había
ocurrido en el palacio desde, su ausencia, y cómo, por reírse de la locura del
vendedor de lámparas, había, cambiado la lámpara de la mesilla por una lámpara
nueva; y todo lo que ocurrió después, sin olvidar un detalle. Pero no hay
utilidad en repetirlo. Y concluyó diciendo: “Y sólo después de transportarnos
aquí con el palacio es cuando el maldito magrebí ha venido a revelarme qué, por
el poder de su hechicería y las virtudes de la lámpara cambiada, consiguió
arrebatarme a tu afecto con el fin de poseerme. ¡Y me dijo que era magrebí y
que estábamos en Magreb,
su país!” Entonces Aladino, sin hacerle el menor
reproche, le preguntó: “¿Y qué desea hacer contigo ese maldito?” Ella dijo:
“Viene una vez al día, nada más a hacerme una visita, y trata por todos los medios de seducirme. ¡Y como está lleno de
perfidia, para vencer mi resistencia no ha cesado de afirmarme, que el sultán
te había hecho cortar la cabeza por impostor, y que, al fin y al cabo, no eras
más que el hijo de una pobre gente, de un miserable sastre llamado Mustafá, y
que sólo a él debías la fortuna y los honores de que disfrutabas! Pero hasta
ahora no ha recibido de mí, por toda respuesta, más que el silencio del
desprecio y que le vuelva la espalda. ¡Y se ha visto obligado a retirarse
siempre con las orejas caídas y la nariz alargada! ¡Y a cada vez temía yo que
recurriese a la violencia! Pero hete aquí ya. ¡Loado sea Alah!” Y Aladino le
dijo: “Dime ahora ¡oh Badrú'l-Budur! en qué sitio del palacio está escondida,
si lo sabes, la lámpara qué consiguió arrebatarme ese maldito magrebí.” Ella
dijo: “Nunca la deja en el palacio, sino que la lleva en el pecho continuamente.
¡Cuántas veces se la he visto sacar en mi presencia para enseñármela como un
trofeo!” ¡Entonces Aladino le dijo: “¡Está bien! pero ¡por tu vida, que no ha
de seguir enseñándotela mucho tiempo! ¡Para eso únicamente te pido que me dejes
un instante solo en esta habitación!” Y Badrú’l-Budur salió de la sala y fue a
reunirse con sus servidoras.
Entonces Aladino frotó el anillo mágico qué llevaba
al dedo, y dijo al efrit que se presentó: “¡Oh efrit del anillo! ¿Conoces las
diversas especies de polvos soporíferos?” El efrit contestó: “Es lo que mejor
conozco!” Aladino dijo: “¡En ese caso te ordeno que me traigas una onza de bang cretense, una sola toma del cual sea capaz de derribar a un elefante!”
Y desapareció el efrit, pero para volver al cabo de un momento, llevando en los dedos una cajita, que entrego a Aladino,
diciéndole: “¡Aquí tienes ¡oh amo del anillo! bang cretense
de la calidad más fina!” Y se fue Y Aladino llamó a su esposa
Badrú’l-Budur, y le dijo: “¡Oh mi señora Badrú’l-Budur! si quieres que
triunfemos de ese maldito magrebí, no tienes más que seguir el consejo que
voy, a darte. ¡Y te advierto que el tiempo apremia, pues me has dicho que el magrebí
estaba a punto de llegar para intentar seducirte! ¡He aquí, pues, lo que
tendrás que hacer!” Y le dijo: “¡Harás estas cosas, y le dirás estas otras
cosas!” Y le dio amplias instrucciones respecto a la conducta que debía seguir con el mago. Y añadió: “En cuanto a mí, voy
a ocultarme en esta arca. ¡Y saldré en el momento oportuno!” Y le entregó la
cajita de bang,
diciendo: “¡No te olvides de lo que acabo de
indicarte!” Y la dejó para ir a encerrarse en el arca.
Entonces la princesa Badrú’l-Budur, a pesar de la
repugnancia que tenía a desempeñan el papel consabido, no quiso perder la
oportunidad de vengarse del mago, y se propuso seguir las instrucciones de su
esposo Aladino. Se levantó, pues, y mandó a sus mujeres que la peinaran y la
pusieran el tocado que sentaba mejora su cara de luna, y se hizo vestir con el
traje más hermoso de sus arcas. Luego se ciñó el talle con un cinturón de oro
incrustado de diamantes, y se adornó el cuello con un collar de perlas nobles
de igual tamaño, excepto la de en medio, que tenía el volumen de una nuez; y en
las muñecas y en los tobillos se puso pulseras de oro con pedrerías que casaban
maravillosamente con los colores de los demás adornos. Y perfumada y semejante
a una hurí escogida, y, más brillante que las reinos y sultanas más
brillantes, se miró enternecida en su espejo, mientras sus mujeres
maravillábanse de su belleza y prorrumpían en exclamaciones de admiración. Y
se tendió perezosamente en los almohadones, esperando la llegada del mago.
No dejó éste de ir a la hora anunciada. Y la
princesa, contra lo que acostumbraba, se levantó en honor suyo, y con una sonrisa
le invitó a sentarse junto a ella en el diván. Y el magrebí, muy emocionado por
aquel recibimiento, y deslumbrado por el brillo de los hermosos ojos que le
miraban y pon la belleza arrebatadora de aquella, princesa tan deseada, sólo
permitió sentarse al borde del diván por cortesía y deferencia. Y la princesa,
siempre sonriente, le dijo: “¡Oh mi señor! no te asombres de verme hoy tan cambiada,
porque mi temperamento, que por naturaleza es muy refractario a la tristeza, ha
acabado por sobreponerse a mi pena y a mi inquietud. Y además, he reflexionado
sobre tus palabras con respecto a mi esposo Aladino, y ahora estoy convencida
de que ha muerto a causa de la terrible cólera de mi padre el rey. ¡Lo que está
escrito ha de ocurrir! Y mis lágrimas y mis pesares no darán vida a un muerto.
Por eso he renunciado a la tristeza y al duelo y he
resuelto no rechazar ya tus proposiciones y tus bondades. ¡Y ese es el motivo
de mi cambio de humor!” Luego añadió: “¡Pero aun no. te he ofrecido
los refrescos de amistad!” Y se levantó, ostentando su deslumbradora belleza,
y se dirigió a la mesa grande en que estaba la bandeja de los vinos y
sorbetes, y mientras llamaba a una de sus servidoras para que sirviera la
bandeja, echó un poco de bang
cretense en la copa de oro que había en la bandeja.
Y el magrebí no sabía cómo darle gracias por sus bondades. Y cuando se acerco
la doncella con la bandeja de los sorbetes, cogió él la capa y dijo a
Badrú’l-Budur: “¡Oh princesa! ¡Por muy deliciosa que sea está bebida no podrá
refrescarme tanto como la sonrisa de tus ojos!” Y tras de hablar así se llevó
la copa a los labios y la vació de un solo trago, sin respirar. ¡Pero al
instante fue a caer sobre el tapiz con la cabeza antes que con los pies, a las
plantas de Badrú’l-Budur!
Al ruido de la caída Aladino lanzó un inmenso grito
de triunfo y salió del armario para correr en seguida hacia el cuerpo inerte
de su enemigo. Y se precipito sobre él, le abrió la parte
superior del traje y le sacó del pecho la lámpara que estaba allí escondida. Y
se encaró con Badrú'l-Budur; que acudía a besarle en el límite de la alegría,
y le dijo: “¡Te ruego que me dejes solo, otra vez! ¡Porque ha de terminarse hoy
todo!” Y cuando se alejó Badrú'l-Budur, frotó la lámpara en el sitio que
sabía, y al punto vio aparecer al efrit de la lámpara, quien, después de la
fórmula acostumbrada, esperó la orden. Y Aladino le dijo: “¡Oh efrit de la
lámpara! ¡Por las virtudes de esta lámpara que sirves, te ordeno que
transportes este palacio, con todo lo que contiene, a la capital del reino de
la China, situándolo exactamente en el mismo lugar de donde lo quitaste para
traerlo aquí! ¡Y hazlo de manera que el transporte se efectúe sin conmoción,
sin contratiempo y sin sacudidas!” Y el genio contestó: “¡Oír es obedecer!” Y
desapareció. Y en el mismo momento, sin tardar más tiempo del que se necesita
para cerrar un ojo y abrir un ojo, se hizo el transporte, sin que nadie lo
advirtiera, porque apenas si se hicieron sentir dos ligeras agitaciones, una
al salir y otra a la llegada.
Entonces Aladino, después de comprobar que el
palacio estaba en realidad frente por frente al palacio del sultán, en el sitio
que ocupaba antes, fue en busca de su esposa Badrú’l-Budur y la besó mucho, y
le dijo: “¡Ya estamos en la ciudad de tu padre! ¡Pero, como es de, noche; más
vale que esperemos a mañana por la mañana para ir
a anunciar al sultán nuestro regreso! Por el momento, no pensemos más que en
regocijamos con nuestro triunfo y con nuestra reunión, ¡oh Badrú'l-Budur!” Y
como desde la víspera Aladino aun no había comido nada, se sentaron ambos y se
hicieron servir por los esclavos una comida suculenta en la sala de las
noventa y nueve ventanas cruzadas. Luego pasaron juntos aquella noche en medio
de delicias y dicha.
Al día siguiente salió de su palacio el sultán para
ir, según costumbre, a llorar por su hija en el paraje donde no creía
encontrar más que las zanjas de los cimientos. Y muy entristecido y dolorido,
echó una ojeada por aquel lado, y se quedó estupefacto al ver
ocupado de nuevo el sitio del meidán por el palacio magnífico, y no vacío, como
él se imaginaba, Y en un principio creyó que sería efecto de la niebla o de
algún ensueño de su espíritu inquieto, y se frotó los ojos varias veces. Pero
como la visión subsistía siempre, ya no pudo dudar de su realidad, y sin
preocuparse de su dignidad de sultán echó a correr agitando los brazos y
lanzando gritos de alegría, y atropellando a guardias y porteras subió la
escalera de alabastro sin tomar aliento, no obstante su edad, y entró en la
sala de la bóveda de cristal con noventa y nueve ventanas, en la cual
precisamente esperaban su llegada, sonriendo, Aladino y Badrú’l-Budur. Y al
verle se levantaron ambos y corrieron a su encuentro. Y besó él a su hija,
derramando lágrimas de alegría y en el límite de la ternura; y ella también.
Y. cuando pudo abrir la boca y articular una
palabra, dijo: “¡Oh hija mía! ¡Veo con asombro que no se te ha demudado el
rostro ni se te ha puesto la tez más amarilla, a pesar de todo lo sucedido
desde el día en que te vi por última vez! ¡Sin embargo, ¡oh hija
de mi corazón! debes haber sufrido mucho, y no habrás visto sin alarmas y terribles
angustias cómo te transportaban de un sitio a otro con todo el palacio!
¡Porque, nada más que con pensarlo, yo mismo me
siento invadido por el temblor y el espanto! ¡Daté prisa, pues, ¡oh hija mía! a explicarme el motivo de tan escaso cambio en tu fisonomía, y a
contarme, sin ocultarme nada, cuanto te ha ocurrido desde el comienzo hasta el
fin!” Y Badrú'l-Budur contestó: “¡Oh padre mío! has de saber que si se me ha
demudado tan poco el rostro es porque ya he ganado lo que había perdido con mi
alejamiento de ti y de mi esposo Aladino. Pues la alegría de volver a entre a
ambos me devuelve mi frescura y mi color de antes. Pero he sufrido y he llorado
mucho, tanto por verme arrebatada a tu afecto y al de mi esposo bienamado, como
por haber caído en poder de un maldito mago magrebí que es el causante de
todo lo que ha sucedido, y que me decía cosas desagradables y quería
seducirme después de raptarme. ¡Pero todo fue por culpa de mi atolondramiento,
que me impulsó a ceder a otro lo que no me pertenecía!” Y en seguida contó a su
padre toda la historia con los menores detalles, sin olvidar nada. Pero no hay
ninguna utilidad en repetirla. Y cuando acabó de hablar, Aladino, que no había
abierto la boca hasta entonces, se encaró con el sultán, estupefacto hasta el
límite de la estupefacción, y le mostró, detrás de una cortina, el cuerpo
inerte del mago, que tenía la cara toda negra por efecto de la violencia del bang, y le dijo: “¡He aquí al impostor, causante
de nuestra pasada desdicha y de mi caída en desgracia! ¡Pero Alah le ha
castigado!”
Al ver aquello, el sultán, enteramente convencido
de la inocencia de Aladino, le besó muy tiernamente, oprimiéndole contra su
pecho, y le dijo: “¡Oh hijo mío Aladino! ¡no me censures con exceso por mi
conducta para contigo, y perdóname los malos tratos que te infligí! ¡Porque
merece alguna excusa el afecto que experimento por mi hija única Badrú’l-Budur,
y bien sabes que el corazón de un padre está lleno de ternura, y que hubiese
preferido yo perder todo mi reino antes que un cabello de la cabeza de mi hija
bienamada!” Y Contestó Aladino: “Verdaderamente, tienes excusa, ¡oh padre de Badrú'l-Budur! porque sólo el afecto que sientes por tu hija, a la
cual creías perdida por mi culpa, te hizo usar conmigo procedimientos
enérgicos. Y no tengo derecho a reprocharte de ninguna manera. Porque a mí me
correspondía prevenir las asechanzas pérfidas de ese infame mago y tomar
precauciones contra él. ¡Y no te darás cuenta bien de toda su malicia hasta
que, cuando tenga tiempo, te relate yo la historia de cuanto me ocurrió con
él!” Y el sultán besó a Aladino una vez más, y le dijo: “En verdad ¡oh Aladino!
que es absolutamente preciso que busques ocasión de contarme todo eso. ¡Pero
aun es más urgente desembarazarme ya del espectáculo de ese cuerpo maldito que
yace inanimado a nuestros pies, y regocijarnos juntos de tu triunfo!” Y
Aladino dio orden a sus efrits jóvenes de que se levaran el cuerpo del magrebí
y lo quemaran en medio de la plaza del meidán sobre un montón de estiércol y
echaran las cenizas en el hoyo de la basura .
Lo cual se ejecutó puntualmente en presencia de toda la ciudad reunida, que se
alegraba de aquel castigo merecido y de la vuelta del emir Aladino a la gracia
del sultán.
Tras de lo cual, por medio de los pregoneros, qué
iban seguidos por tañedores de clarines, de timbales y de tambores, el sultán
hizo anunciar que daba libertad a los presos en señal de regocijo público; y
mandó repartir muchas limosnas a los pobres y a los menesterosos. .Y por la
noche hizo iluminar toda la ciudad, así como su palacio y el de Aladino y
Badrú’l-Budur: Y así fue cómo Aladino, merced a la bendición que llevaba
consigo, escapó por segunda vez a un peligro de muerte. Y aquella misma
bendición debía aun salvarle por tercera vez, como vais a saber, ¡oh oyentes
míos!
En efecto, hacía ya algunos meses que Aladino estaba
de regreso y llevaba con su esposa una vida feliz bajo la mirada enternecida y
vigilante de su madre, que entonces era una dama venerable de aspecto imponente,
aunque desprovista de orgullo y de arrogancia, cuando la esposa del joven entró
un día, con rostro un poco triste y dolorido, en la sala de la bóveda de
cristal, donde él estaba casi siempre para disfrutar la vista de los jardines,
y se le acercó, y le dijo: “¡Oh mi señor Aladino! Alah, que nos ha colmado con
sus favores a ambos, hasta el presente me ha negado el consuela de tener un
hijo. Porque ya hace bastante tiempo que estamos casados y no siento fecundadas por la vida mis entrañas: ¡Vengo, pues, a
suplicarte que me permitas mandar venir al palacio a una santa vieja llamada
Fatmah que ha llegado a
nuestra ciudad hace unos días, y a quien todo el
mundo venera por las curaciones y alivios que proporciona y por la fecundidad
que otorga a las mujeres sólo con la imposición de sus manos...
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana,
se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 772 NOCHE
Ella dijo:
“... ¡Vengo, pues, a suplicarte que me permitas
mandar venir al
palacio a una santa veja llamada Fatmah, que ha
llegado a nuestra ciudad hace unos días, y a quien todo el mundo venera por las
curaciones y alivios que proporciona y por la fecundidad que otorga a las
mujeres sólo con la imposición de sus manos!” Y Aladino, que no quería
contrariar a su esposa Badru'l-Budur, no puso ninguna dificultad para acceder a su deseo, y dio orden a cuatro eunucos de que fueran en busca de la
vieja santa y la llevaran al palacio. Y los eunucos ejecutaron la orden y no
tardaron en regresar con la santa vieja, que iba con el rostro cubierto por un
velo muy espeso y con el cuello rodeado por un inmenso rosario de tres vueltas
que le bajaba hasta la cintura. Y llevaba en la mano un gran báculo, sobre el
cual apoyaba su marcha vacilante por la edad y las prácticas piadosas. Y en
cuanto la vio la princesa salió vivamente a su encuentro, y le besó la mano
con fervor, y le pidió su bendición. Y la santa vieja, con acento muy digno,
invocó para ellas las bendiciones de Alah y sus gracias, y pronunció en su
favor una larga plegaria, con el fin de pedir a Alah que prolóngase y
aumentase en ella la prosperidad y la dicha y satisfaciese sus menores deseos.
Y Badrú’l-Budur la rogó que se sentara en el sitio de honor en el diván, y le
dijo: “¡Oh santa de Alah! ¡Te agradezco tus buenos intenciones y tus
plegarias! ¡Y como sé que Alah no ha de negarte nada de lo que le pidas, espero
de su bondad, por intercesión tuya, lo que es el más ferviente anhelo de mi alma!”
Y la santa contestó: “¡Yo soy la más humilde de las criaturas de Alah; pero Él
es el Omnipotente, el Excelente! ¡No tengas miedo, pues, ¡oh mi señbara
Badrú'l-Budur! a formular lo que anhele tu alma!” Y Badrú’l-Budur se puso muy
colorada, y bajó la voz, y con acento muy ardiente dijo: “¡Oh santa de Alah!
deseo de la generosidad de Alah tener un hijo! ¡Dime qué tengo que hacer para
eso y qué beneficios y qué buenas acciones habré de llevar a cabo para merecer
semejante favor! “¡Habla! ¡Estoy dispuesta a todo para obtener ese bien, que
lo estimo en mas que mi propia vida! ¡Y pasa demostrarte mi gratitud, yo te
daré en cambio, cuanto puedas anhelar y desear, no para ti, que ya sé ¡oh madre
de todos nosotros! que te hallas al abrigo de las necesidades de las criaturas
débiles, sino para alivio de los infortunadas y de los pobres de Alah!”
Al oír estás palabras de la princesa Badrú'l-Budur,
los ojos de la santa, que hasta entonces habían permanecido bajos, se
abrieron y se iluminaron tras el velo con un brillo extraordinario, e irradió
su rostro cual si tuviese fuego dentro, y todas sus facciones expresaron el sentimiento
de un éxtasis de júbilo. Y miró a la princesa durante un momento sin
pronunciar ni una palabra; luego tendió los brazos hacia ella, y le hizo en la
cabeza la imposición de las manos, moviendo los labios como si rezase.una
plegaria entre dientes, y acabó por decirle: “¡Oh hija mía! ¡Oh mi señora
Badrú’l-Budur! ¡Los santos de Alah acaban de dictarme el medio infalible de que
debes valerte para ver habitar en tus entrañas la fecundidad! ¡Pero ¡oh hija
mía! entiendo que ese medio es muy difícil, si no imposible de emplear, porque
se necesita un poder sobrehumano para realizar los actos de fuerza y, valor
que reclamo!” Y al oír estas palabras la princesa. Badrú’l-Budur no pudo
reprimir más su emoción, y se arrojó a los pies de la santa, rodeándola las
rodillas con sus brazos, y le dijo: “¡Por favor, ¡oh madre nuestra! indícame
ese medio, sea cual sea, pues nada resulta imposible de realizar para mi esposo
bienamado, el emir Aladino! ¡Ah! ¡Habla, o a tus pies moriré de deseo
reconcentrado!” Entonces la santa levantó un dedo en el aire y dijo: “Hija mía,
para que la fecundidad penetre en ti es necesario que cuelgues en la bóveda de
cristal de esta sala un huevo del pájaro rokh, que habita en la cima más alta
del monte Cáucaso. ¡Y la contemplación de ese huevo, que mirarás todo el
tiempo que puedas durante. Días y días, modificará tu naturaleza íntima y
removerá el fondo inerte de tu maternidad! ¡Y eso es lo que tenía que decirte,
hija mía!” Y Bardú'l-Budur exclamó: “¡Por mi vida, ¡oh madre nuestra! que no sé
cuál es el pájaro rokh, ni jamás vi huevos suyos; pero no dudo de que Aladino
podrá al instante procurarme uno de esos huevos fecundantes, aunque el nido de
esa ave esté en la cima más alta del monte Cáucaso!” Luego quiso retener a la
santa, que se levantaba ya para marcharse, pero ésta le dijo: “No, hija mía;
déjame ahora marcharme a aliviar otros infortunios y dolores más
grandes todavía que los tuyos. ¡Pero mañana ¡inschalah! yo misma vendré a visitarte
y a saber noticias tuyas, que son preciosas para mí!” Y no obstante todos los
esfuerzos y ruegos de Badrú’l-Budur, que, llena de gratitud, quería hacerle
don de vanos collares y otras joyas de valor inestimable, no quiso detenerse un
momento más en el palacio y se fue como había ido, rehusando todos los
regalos.
Algunos momentos después de partir la santa,
Aladino fue al lado de su esposa y la besó tiernamente, como lo hacía siempre
que se ausentaba, aunque fuese por un instante; pero le pareció que tenía ella
un aspecto muy distraído y preocupado; y le preguntó la causa con mucha
ansiedad. Entonces le dijo Sett Badrú'l-Budur, sin tomar aliento: “¡Seguramente
moriré si no tengo lo más pronto posible un huevo de pájaro rokh, que habita en
la cima más alta del monte Cáucaso!” Y al oír estas palabras Aladino se echó a
reír, y dijo: “¡Por Alah, ¡oh mi señora Badrú’l-Budur! si no se trata más que
de obtener ese huevo para impedir que, mueras, refresca tus ojos! ¡Pero para
que yo lo sepa, dime solamente qué piensas hacer con el huevo de ese pájaro!”
Y Badrú’l-Budur contestó: “¡Es la santa vieja quien acaba de prescribirme que
lo mire, como remedio soberanamente eficaz contra la esterilidad de la mujer!
¡Y quiero tenerlo para colgarlo del centro de la bóveda de cristal de la sala
de las noventa y nueve ventanas!” Y Aladino contestó: “Por encima de mi cabeza
y de mis ojos, ¡oh mi señora Badrú’l-Budur! ¡Al instante tendrás ese huevo de
rokh!” Al punto dejó a su esposa y fue a encerrarse en su aposento. Y se sacó
del pecho la lámpara mágica, que llevaba siempre consigo desde el terrible
peligro que hubo de correr por culpa de su negligencia, y la frotó. Y en el
mismo momento se apareció ante él el efrit de la lámpara, pronto a ejecutar
sus órdenes. Y Aladino le dijo: “¡Oh excelente efrit, que me obedeces merced a
las virtudes de la lámpara que sirves! ¡te pido que al instante me traigas,
para colgarlo del centro de la bóveda de cristal, un huevo del gigantesco pájaro
rokh, que habita en la cima más alta del monte Cáucaso!”
Apenas Aladino había pronunciado estas palabras, el
efrit se convulsionó de manera espantosa, y le llamearon los ojos, y lanzó
ante Aladino un grito tan amedrentador, que se conmovió el palacio en sus cimientos,
y como una piedra disparada con honda, Aladino fue proyectado contra el muro
de la sala de un modo tan violento, que por poco entra su longitud en su anchura.
Y le gritó el efrit con su voz poderosa de trueno: “¿Cómo te atreves a pedirme
eso, miserable Adamita? ¡Oh el más ingrato entre las gentes de baja condición!
¡He aquí que ahora, no obstante los servicios que te presté con todo el oído y
toda la obediencia, tienes la osadía de ordenarme que vaya a buscar al hijo de
rokh, mi amo supremo, para colgarle en la bóveda de tu palacio! ¿Ignoras,
insensato, que yo y la lámpara y todos los genios servidores de la lámpara
somos esclavos del gran rokh, padre de los huevos? ¡Ah! ¡Suerte tienes con
estar bajo la salvaguardia de la lámpara que sirvo, y con llevar al dedo ese
anillo lleno de virtudes saludables! ¡De no ser así ya hubiera entrado tu
longitud en tu anchura!” Y dijo Aladino, estupefacto e inmóvil contra el muro: “¡Oh efrit de la lámpara! ¡Por Alah, que no
es mía esta petición, sino que se la sugirió a mi esposa Badrú'l-Budur la santa
vieja, madre de la fecundación y curadora de la esterilidad!” Entonces se calmó
de repente el efrit y recobró su acento acostumbrado para con Aladino, y le
dijo: ¡Ah! ¡Lo ignoraba! ¡Ah! ¡Está bien! ¿Conque es esa criatura la que aconsejó
el atentado? ¡Puedes alegrarte mucho, Aladino, de no haber tenido la menor participación en ello! ¡Pues has de saber que por ése medio se
quería obtener tu destrucción y la de tu esposa y la de tu palacio. La persona
a quien llamas santa vieja no es santa ni vieja, sino un hombre disfrazado de
mujer: Y ese hombre no es otro que el propio hermano del magrebí, tu enemigo
exterminado. Y se asemeja a su hermano como media haba se asemeja a su
hermana. Y ese nuevo enemigo, a quien no conoces, todavía está más versado en
la magia y en la perfidia que su hermano mayor. Y cuando, por medio de las
operaciones de su geomancia, se enteró de que su hermano había sido
exterminado por ti, y quemado por orden del sultán, padre de tu esposa
Badrú'l-Budur, determinó vengarle en todos vosotros, y vino desde el Magreb aquí disfrazado de vieja santa para llegar hasta este palacio: ¡Y
consiguió introducirse en él y sugerir a tu esposa esa petición perniciosa,
que es el mayor atentado que se puede realizar contra mi amo supremo el rokh!
Te prevengo, pues, acerca de sus proyectos pérfidos, a fin de que los puedas
evitar. ¡Uassalam!” Y tras de haber hablado así a Aladino, desapareció el
efrit.
Entonces Aladino, en el límite de la cólera, se
apresuró a ir a la sala de las noventa y nueve ventanas en busca de su esposa
Badrú'l-Budur. Y sin revelarle nada de lo que el efrit acababa de contarle, le
dijo: “¡Oh Badrú’l-Budur, ojos míos! Antes de
traerte el huevo del pájaro rokh es absolutamente necesario que oiga yo con mis
propios oídos a la santa vieja que te ha recetado ese remedio. ¡Te ruego,
pues, que envíes a buscarla con toda urgencia y que, con pretexto de que no la
recuerdas' exactamente, le hagas repetir su prescripción, mientras yo estoy escondido
detrás del tapiz!” Y contestó Badrú’l-Budllr: “¡Por encima de mi cabeza y de
mis ojos!” Y al punto envió a buscar a la santa vieja.
En cuanto ésta hubo entrado en la sala de la bóveda
de cristal, y cubierta siempre con su espeso velo que le tapaba la cara, se
acercó a Badrú'l-Budur, Aladino salió de su escondite, abalanzándose a ella con
el alfanje en la mano, y antes de que ella pudiese decir: “¡Bem!”, de un solo
tajo le separó la cabeza de los hombros.
Al ver aquello, exclamó Badrú'l-Budur, aterrada:
“¡Oh mi señor Aladino! ¡Qué atentado acabas de cometer!” Pero Aladino se
limitó a sonreír, y por toda respuesta se inclinó, cogió por el mechón central
la cabeza cortada, y se la mostró a Badrú’l-Budur. Y en el límite de la estupefacción
y del horror, vio ella que la tal cabeza, excepto el mechón central, estaba
afeitada como la de los hombres, y que tenía el rostro prodigiosamente
barbudo. Y sin querer asustarla más tiempo Aladino le contó la verdad con
respecto a la presunta Fatmah, falsa santa y falsa vieja, y concluyó: “¡Oh
Badrú'lBudur. ¡Demos gracias a Alah, `que nos ha librado por siempre de nuestros
enemigos!” Y se arrojaron ambos en brazos uno de otro, dando gracias a Alah
por sus favores.
Y desde entonces vivieron una vida muy feliz con la
buena vieja, madre de Aladino, y con el sultán, padre de Badrú’l-Budur. Y
tuvieron dos hijos hermosos corno luna s.
Y a la muerte del sultán, reinó Aladino en el reino de la China. Y de nada
careció su dicha hasta la llegada inevitable de la Destructora de delicias y
Separadora de amigos.
Maravilloso cuento, y todos los de las Mil y una noches.
ResponderEliminarConservo después de tantos años varias ediciones de éste magnífico volúmen (Las Mil y una noches) maravillosa recopilación de historias mágicas.
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