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jueves, 24 de julio de 2014

Historia de Aladino y la Lámpara Maravillosa


HISTORIA DE ALADINO Y LA LÁMPARA MARAVILLOSA


H

e llegado a saber ¡oh rey afor­tunado! ¡Oh dotado de buenos modales! que en la antigüedad del tiem­po y el pasado de las edades y de los momentos, en una ciudad entre las ciudades de la China, y de cuyo nombre no me acuerdo en este ins­tante, había -pero Alah es más sabio— un hombre que era sastre de oficio y pobre de condición. Y aquel hombre tenía un hijo llamado Aladino, que era un niño mal educado y que desde su infancia resultó un galopín muy enfadoso. Y he aquí que, cuando el niño llegó a la edad de diez años, su padre quiso hacerle aprender por lo pronto algún oficio honrado; pero, como era muy pobre, no pudo atender a los gastos de la instrucción y tuvo que limitarse a tener con él en la tienda al hijo, para enseñarle el trabajo de aguja en qué consistía su propio oficio. Pero Ala­dino, que era un niño indómito acostumbrado a jugar con los mucha­chos del barrio, no pudo amoldarse a permanecer un solo día en la tien­da. Por el contrario, en lugar de estar atento al trabajo, acechaba el instante en que su padre se veía obligado a ausentarse por cualquier motivo o a volver la espalda para atender a un cliente, y al punto el niño recogía la labor a toda prisa y corría a reunirse por calles y jardi­nes con los bribonzuelos de su calaña. Y tal era la conducta de aquel rebelde, que no quería obedecer a sus padres ni aprender el trabajo de la tienda. Así es que su padre, muy apenado y desesperado por te­ner un hijo tan dado a todos los vi­cios, acabó por abandonarle a su li­bertinaje; y su dolor le hizo contraer una enfermedad, de la que hubo de morir. ¡Pero no por eso se corrigió Aladino de su mala conducta! Entonces la madre de Aladino, al ver que su esposo había muerto y que su hijo no era más que un bri­bón, con el que no se podía contar para nada, se decidió a vender la tienda y todos los utensilios de la tienda, a fin de poder vivir algún tiempo con el producto de la venta pero como todo se agotó en seguida, tuvo necesidad de acostumbrarse a pasar sus días y sus noches hilando lana y algodón  para ganar algo y alimentarse y alimentar al ingrato de su hijo.

En cuanto a Aladino, cuando se vio libre del temor a su padre, no le retuvo ya nada y se entregó a la pillería y a la perversidad. Y se pa­saba todo el día fuera de casa para no entrar más que a las horas de comer. Y la pobre y desgraciada ma­dre, a pesar de las incorrecciones de su hijo para con ella y del abando­no en que la tenía, siguió mantenién­dole con el trabajo de sus manos ­y el producto de sus desvelos, llo­rando sola lágrimas muy amargas. Y así fue cómo Aladino llegó a la edad de quince años. Y era verdaderamente hermoso y bien formado, con dos magníficos ojos negros, y una tez de jazmín, y un aspecto de lo más seductor.

Un día entre los días, estando él en medio de la plaza que había a la entrada de los zocos del barrio, sin ocuparse más que de jugar con los pillastres y vagabundos de su es­pecie, acertó a volar por allí un der­viche magrebí que se detuvo mi­rando a los muchachos obstinada­mente. Y acabó por posar en Ala­dino sus miradas y por observarle de una manera bastante singular y con una atención muy particular, sin ocuparse ya de los otros niños camaradas suyos. Y aquel derviche, que venía del último confín del Magreb, de las comarcas del interior lejano, era un insigne mago muy versado en la astrología y en la cien­cia de las fisonomías; y en virtud de su hechicería podría conmover y hacer chocar unas con otras las montañas más altas. Y continuó ob­servando a Aladino con mucha in­sistencia y pensando: “¡He aquí por fin el niño que necesito, el que busco desde hace largo tiempo y en pos del cual partí del Magreb, mi país!” Y aproximóse sigilosamente a uno de los muchachos, aunque sin perder de vista a Aladino, le llamó aparte sin hacerse notar, y por él se informó minuciosamente del pa­dre y de la madre de Aladino, así como de su nombre y de su condi­ción. Y con aquellas señas, se acer­có a Aladino sonriendo, consiguió atraerle a una esquina, y le dijo: “¡Oh hijo mío! ¿no eres Aladino, el hijo del honrado sastre?” Y Ala­dino contestó: “Sí soy Aladino. ¡En cuanto a mi padre, hace mucho tiempo que ha muerto!” Al oír estas palabras, el derviche magrebí se colgó del cuello de Aladino, y le cogió en brazos, y estuvo mucho tiempo besándole en las mejillas, llorando ante él en el límite de la emoción. Y Aladino, extremadamen­te sorprendido, le preguntó... “¿A qué obedecen tus lágrimas, señor? ¿Y de qué conocías a mi difunto padre? Y contestó el magrebí, con una voz muy triste y entrecor­tada: “¡Ah hijo mío! ¿Cómo no voy a verter lágrimas de duelo y de do­lor, si soy tu tío, y acabas de reve­larme de una manera tan inesperada la muerte de tu difunto padre, mi pobre hermano? ¡Oh hijo mío! ¡Has de saber, en efecto, que llego a este país después de abandonar mi patria y afrontar los peligros de un largo viaje, únicamente con la halagüeña esperanza de volver a ver a tu pa­dre y disfrutar con él la alegría del regreso y de la reunión! ¡Y he aquí ¡ay! que me cuentas su muerte!” Y se detuvo un instante, como sofoca­do de emoción; luego añadió: “¡Por cierto ¡oh hijo de mi hermano! que en cuanto te divisé, mi sangre se sintió atraída por tu sangre y me hizo reconocerte en seguida, sin va­cilación, entre todos tus camaradas! ¡Y aunque cuando yo me separé de tu padre no habías nacido tú, pues aún no se había casado, no tardé en reconocer en ti sus facciones y su semejanza! ¡Y eso es precisamente lo que me consuela un poco de su pérdida! ¡Ah! ¡Qué calamidad cayó sobre mi cabeza! ¿Dónde estás aho­ra, hermano mío a quien creí abra­zar al menos una vez después de tan larga ausencia y antes de que la muerte viniera a separarnos para siempre? ¡Ay! ¿Quién puede enva­necerse de impedir que ocurra lo que tiene que ocurrir? En adelante, tú, serás mi consuelo y reemplazarás a tu padre en mi afección, puesto que tienes sangre suya y eres su descendiente; porque dice el proverbio: “¡Quién deja posteridad no muere!”

Luego el magrebí, sacó de su cinturón diez dinares de oro y se los puso en la mano a Aladino, peguntándole: “¡Oh hijo mío! ¿Dónde habita tu madre, la mujer de mi hermano?” Y Aladino, completamen­te conquistado por la generosidad y la cara sonriente del magrebí, lo cogió de la mano, le condujo al ex­tremo de la plaza y le mostró con el dedo el camino de su casa, di­ciendo: “¡Allí vive!- Y el magrebí le dijo: “Estos diez dinares que te doy ¡oh hijo mío! se los entrega­rás a la esposa de mi difunto herma­no, transmitiéndole mis zalemas. ¡Y le anunciarás que tu tío acaba de llegar de viaje, tras larga ausencia en el extranjero, y que espera, si Alah quiere, poder presentarse en la casa mañana para formular por sí mismo los deseos a la esposa de su herma­no y ver los lugares donde pasó su vida el difunto y visitar su tumba!”

Cuando Aladino oyó estas pala­bras del magrebí, quiso inmedia­tamente complacerle, y después de besarle la mano se apresuró a co­rrer con alegría a su casa, a la cual llegó, al contrario que de costumbre, a una hora que no era la de comer, y exclamó al entrar: “¡Oh madre mía! ¡vengo a anunciarte que, tras larga ausencia en el extranjero, aca­ba de llegar de su viaje mi tío, y te transmite sus zalemas!” Y contestó la madre de Aladino, muy asombra­da de aquel lenguaje insólito y de aquella entrada inesperada: “¡Cual­quiera diría, hijo mío, que quieres burlarte de tu madre! Porque, ¿quién es ese tío de que me hablas? ¿Y de dónde y desde cuándo tienes un tío que esté vivo todavía?” Y dijo Ala­dino: “Cómo puedes decir ¡oh ma­dre mía! que no tengo tío ni parien­te que esté vivo aún, si el hombre en cuestión es hermano de mi difun­to padre? ¡Y la prueba está en que me estrechó contra su pecho y me besó llorando y me encargó que vi­niera a darte la noticia y a ponerte al corriente!” Y dijo la madre de Aladino: “Sí, hijo mío, ya sé que tenías un tío; pero hace largos años que murió. ¡Y no supe que desde entonces tuvieras nunca otro tío!” Y miro con ojos muy asombrados a su hijo Aladino, que ya se ocupaba de otra cosa. Y no le dijo nada más acerca del particular en aquel día. Y Aladino, por su parte, no le habló de la dádiva del magrebí.

Al día siguiente Aladino salió de casa a primera hora de la mañana; y el magrebí, que ya andaba bus­cándole, le encontró en el mismo sitio que la víspera, dedicado a di­vertirse, como de costumbre, con los vagabundos de su edad. Y se acer­có inmediatamente a él, le cogió de la mano, lo estrechó contra su co­razón, y le besó con ternura. Luego sacó de su cinturón dos dinares y se los entregó diciendo: “Ve a bus­car a tu madre y dile, dándole estos dos dinares: “¡Mi tío tiene intención de venir esta noche a cenar con nosotros, y por eso te envía este di­nero para que prepares manjares excelentes!” Luego añadió, inclinán­dose hacia él: “¡Y ahora, ya Aladi­no, enséñame por segunda vez el camino de tu casa!” Y contestó Ala­dino: “Por encima de mi cabeza y de mis ojos, ¡oh tío mío!” Y echó a andar delante y le enseñó el ca­mino de su casa. Y el magrebí le dejó y se fue por su camino...






En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­na, y se calló discretamente.

 

PERO CUANDO LLEGO LA 733 NOCHE

Ella dijo:

 

... Y el magrebí le dejó y se fue por su camino. Y Aladino entró en la casa contó a su madre lo ocu­rrido y le entregó los dos dinares, diciéndole: “¡Mi tío va a venir esta noche a cenar con nosotros!”

Entonces, al ver los dos dinares, se dijo la madre de Aladino: “¡Qui­zá no conociera yo a todos los her­manos del difunto!” Y se levantó y a toda prisa fue al zoco, en donde compró las pprovisiones necesarias para una buena comida, y volvió pa­ra ponerse en seguida a preparar los manjares. Pero como la pobre no tenía utensilios de cocina, fue a pe­dir prestados a las vecinas las cace­rolas, platos y vajilla que necesitaba. Y estuvo cocinando todo el día; y al hacerse de noche, dijo a Aladino: “¡La comida está dispuesta, hijo mío, y como tu tío acaso no sepa bien el camino de nuestra casa, debes sa­lirle al encuentro o esperarle en la calle!” Y Aladino contestó: “¡Escu­cho y obedezco!” Y cuando se dis­ponía a salir, llamaron a la puerta. Y corrió a abrir él. Era el magrebí. E iba acompañado de un man­dadero que llevaba en la cabeza una carga de frutas, de pasteles y bebi­das. Y Aladino les introdujo a am­bos. Y el mandadero se marchó cuando dejó su carga y le pagaron. Y Aladino condujo al magrebí, a la habitación en que estaba su ma­dre. Y el magrebí se inclinó y dijo con voz conmovida: “La paz sea contigo, ¡oh esposa de mi her­mano!” Y la madre de Aladino le devolvió la zalema: Entonces el magrebí se echó a llorar en silen­cio. Luego preguntó: “¿Cuál es el sitio en que tenía costumbre de sentarse el difunto?” Y la madre de Aladino le mostró el sitio en cuestión; y al punto se arrojó al suelo el magrebí y se puso a besar aquel lugar y a suspirar con lágrimas en los ojos y a decir: “¡Ah, qué suerte la mía! ¡Ah, qué misera­ble suerte fue haberte perdido, ¡oh hermano mío! ¡Oh estría de mis ojos!” Y continuó llorando y lamen­tándose de aquella manera, y con una cara tan transformada y tanta alteración de entrañas, que estuvo a punto de desmayarse, y la madre de Aladino no dudó ni por un instante de que fuese el propio hermano de su difunto marido. Y se acercó a él, le levantó del suelo, y le dijo: “¡Oh hermano de mi esposo! ¡vas a ma­tarte en balde a fuerza de llorar! ¡Ay, lo que está escrito debe ocu­rrir!” Y siguió consolándole con buenas palabras hasta que le decidió a beber un poco de agua para calmarse y sentarse a comer.

Cuando estuvo puesto el mantel, el magrebí comenzó a hablar con la madre de Aladino. Y le contó lo que tenía que contarle, diciéndole:

“¡Oh mujer de mi hermano! no te parezca extraordinario el no ha­ber tenido todavía ocasión de verme y el no haberme conocido en vida de mi difunto hermano porque ha­ce treinta años que abandoné este país y partí para el extranjero, re­nunciando a mi patria. Y desde en­tonces no he cesado de viajar por las comarcas de la India y del Sindh, y de recorrer el país de los árabes y las tierras de otras naciones. Y también estuve en Egipto y habité la magnífica ciudad de Masr, que es el milagro del mundo! Y tras de residir allá mucho tiempo, partí para el país de Magreb central, en donde acabé por fijar mi residencia du­rante veinte años.

“Por aquel entonces, ¡oh mujer de mi hermano! un día entre los días, estando en mi casa, me puse a pen­sar en mi tierra natal y en mi her­mano. Y se me exacerbó el deseo de volver a ver mi sangre; y me eché a llorar y empecé a lamentarme de mi estancia en país extranjero. Y al fin se hicieron tan intensas las nostalgias de mi separación y de mi alejamiento del ser que me era caro, que me decidí a emprender el viaje a la comarca que vio surgir mi cabeza de recién nacido. Y pen­sé para mi ánima: “¡Oh hombre! ¡Cuántos años van transcurridos des­de el día en que abandonaste tu ciu­dad y tu país y la morada del único hermano que posees en el mundo! ¡Levántate, pues, y parte a verle de nuevo antes de la muerte! Porque, ¿quién sabe las calamidades del Des­tino, los accidentes de los días y las revoluciones del tiempo? ¿Y no se­ría una suprema desdicha que mu­rieras antes de regocijarte los ojos con la contemplación de tú herma­no, sobre todo ahora que Alah, (¡glo­rificado sea!) te ha dado la riqueza, y tu hermano acaso siga en una condición de estrecha pobreza? ¡No olvides, por tanto, que con partir verificarás dos acciones, excelentes: volver a ver a tu hermano y soco­rrerle!

“Y he aquí que, dominado por estos pensamientos, ¡oh mujer de- mi hermano! me levanté al punto y me preparé para la marcha. Y tras de recitar la plegaria del viernes y la Fatiha del Corán, monté a caballo y me encaminé a mi patria. Y des­pués de muchos peligros y de las prolongadas fatigas del camino, con ayuda de Alah (¡glorificado y ve­nerado sea!) acabé por llegar con bién a mi ciudad, que es ésta. Y me puse inmediatamente a recorrer calles y barrios en busca de la casa de mi hermano. Y Alah permitió que entonces encontrase a este niño ju­gando con sus camaradas. ¡Y Por Alah el Todopoderoso, ¡oh mujer de mi hermano! que apenas le vi, sentí que mi corazón se derretía de emoción por él; y como la sangre reco­nocía a la sangre, no vacilé en su­poner en él al hijo de mi hermano! Y en aquel mismo momento Olvidé mis fatigas y mis preocupaciones, y creí enloquecer de alegría. Pe­ro ¡ay! que no tardó en saber, por boca de este niño, que mi her­mano había fallecido en la misericordia de Alah el Altísimo! ¡Ah! ¡Terrible noticia que me hace caer de bruces, abrumado de emoción y de dolor! Pero ¡oh mujer de mi hermano! ya te contaría el niño pro­bablemente que, con su aspecto y su semejanza con el difunto, ha logrado consolarme un poco, hacién­dome recordar el proverbio que di­ce: “¡El hombre que deja posteri­dad, no muere!”

Así habló el magrebí. Y advir­tió que, ante aquellos recuerdos evo­cados, la madre de Aladino lloraba amargamente. Y para que olvidara sus tristezas y se distrajera de sus ideas negras, se encaró con Aladino, y variando de conversación, le dijo: “Hijo mío, ¿qué oficio aprendiste y en qué trabajo te ocupas para ayudar a tu pobre madre y vivir ambos?”.

Al oir aquello, avergonzado de su vida por primera vez, Aladino bajó la cabeza mirando al suelo. Y como no decía palabra, contestó en lugar suyo su madre: “¿Un oficio, ¡oh hermano de mi esposo! tener un oficio Aladino? ¿Quién piensa en eso? ¡Por Alah, que no sabe nada ab­solutamente! ¡Ah! ¡Nunca vi un ni­ño tan travieso! ¡Se pasa todo el día corriendo con otros niños del barrio, que son unos vagabundos, unos pi­llastres, unos haraganes como él, en vez de seguir el ejemplo de los hi­jos buenos, que están en la tienda con sus padres! ¡Solo por causa su­ya murió su padre, dejándome amar­gos recuerdos! ¡Y también yo me veo reducida a un triste estado de salud! Y aunque apenas si veo con mis ojos, gastados por las lágrimas y las vigilias, tengo que trabajar sin descanso y pasarme días y noches hilando algodón para tener con qué comprar dos panes de maíz, lo, pre­ciso para mantenernos ambos. ¡Y tal es mi condición! ¡Y te juro por tu vida, ¡oh hermano de mi esposo que sólo entra él en casa a las ho­ras precisas de las comidas! ¡Y esto es todo lo que hace! ¡Así es que a veces, cuando me abandona de tal suerte, por más que soy su madre pienso cerrar la puerta de la casa y no volver a abrírsela, a fin de obligarle a que busque un trabajo que le de para vivir! ¡Y luego me falta valor para hacerlo; porque el corazón de una madre es compasivo y misericordioso! ¡Pero mi edad avanza, y me estoy haciendo, muy vieja ¡oh hermano de mi esposo! ¡y mis hombros no soportan las fa­tigas que antes! ¡Y ahora apenas si mis dedos me permiten dar vuelta al uso! ¡Y nd sé hasta cuándo voy a poder continuar una tarea seme­jante sin que me abandona la vida, como me abandona mi hijo, este Aladino, que tienes delante de ti, ¡Oh hermano de mi esposol”

Y se echó a llorar.

Entonces el magrebí se encaró con Aladino, y le dijo: “¡Ah! ¡Oh hijo de mi hermano! ¡En verdad que no sabía yo todo eso que a ti se refiere! ¿Por qué marchas por esa senda de haraganería? ¡Qué verguen­za para ti, Aladino! ¡Eso no está bien en hombres como tú! ¡Te hallas dotado de razón, hijo mío, y eres un vástago de buena familia! ¿No es para ti una deshonra dejar así que tu pobre madre, una mujer vie­ja, tenga que mantenerte, siendo tú un hombre con edad para tener una ocupación con que pudierais manteneros ambos?.. ¡Y por cierto ¡oh hijo mío! que gracias a Alah, lo que sobra en nuestra ciudad son maes­tros de oficio! ¡Sólo tendrás, pues, que escoger tú mismo el oficio que más te guste, y yo me encargo de colocarte! ¡Y de ese modo, cuando seas mayor, hijo mío, tendrás entre las manos un oficio seguro que te proteja contra los embates de la suerte! ¡Habla ya! ¡Y si no te agrada el trabajo de aguja, oficio de tu di­fundo padre, busca otra cosa y avísamelo y te ayudaré todo lo que pueda, ¡oh hijo mío!”

Pero en vez de contestar. Aladino continuó con la cabeza baja y guar­dando silencio con lo cual indicaba que no quería más oficio que el de vagabundo. Y el magrebí advir­tió su repugnancia por los oficios manuales, y trató de atraérsela de otra manera. Y le dijo, por tanto: “¡Oh hijo de mi hermano! ¡No te enfades ni te apenes por mi insisten­cia! ¡Pero déjame añadir que, si los oficios te repugnan, estoy dispuesto, caso de que quieras ser un hombre honrado, a abrirte una tienda de mercader de sederías en el zoco grande! Y surtiré esa tienda con las telas más caras y brocados de la ca­lidad más fina. ¡Y así te harás con buenas relaciones entre los merca­deres al por mayor! Y te acostum­brarás a vender y comprar, a tomar y a dar. Y será excelente tu reputa­ción en la ciudad., ¡Y con ello hon­rarás la memoria de tu difunto pa­dre! ¿Qué dices a esto, ¡oh Aladino!, hijo mío?

Cuando Aladino escuchó esta pro­posición de tu tío y comprendió que podría convertirse en un gran mer­cader del zoco, en un hombre de importancia, vestido con buenas ro­pas, con un turbante de seda y un lindo cinturón de diferentes colores, se regocijó en extremo. Y miró al magrebí sonriendo y torciendo la cabeza, lo que en su lenguaje sig­nificaba claramente: “¡Acepto!” Y el magrebí comprendió entonces que le agradaba la proposición, y dijo a Aladino: “Ya que quieres convertirte en un personaje de im­portancia, en un mercader con tien­da abierta, procura en lo sucesivo hacerte digno de tu nueva situación. Y sé un hombre desde ahora, ¡oh hijo de mi hermano! Y mañana, si Alah, quiere, te llevaré al zoco, y empezaré por comprarte un her­moso traje nuevo, como lo llevan los mercaderes ricos, y todos los acce­sorios que exige. ¡Y hecho esto, bus­cáremos juntos una tienda buena para instalarte en ella!”

 ¡Eso fue todo! Y la madre de Aladino, que oía aquellas exhortaciones y veía aquella generosidad, ben­decía a Alah, el Bienhechor, que de manera tan inesperada le enviaba a un pariente que la salvaba de la mi­seria y llevaba por el buen camino a su hijo Aladino. Y sirvió la co­mida con el corazón alegre, como si se hubiese rejuvenecido veinte años., ¡Y comieron y bebieron, sin dejar de charlar de aquel asunto, que tanto les interesaba a todos! Y el magrebí empezó por iniciar a Aladino en la vida y los modales de los mercaderes, y por hacerle que se interesara mucho en su nueva condición. Luego, cuando vio que la noche iba ya mediada, se levantó y se despidió de la madre de Ala­dino y besó a Aladino. Y salió, pro­metiéndole que volvería al día si­guiente. Y aquella noche, con la ala­gría, Aladino no pudo pegar los ojos Y no hizo más que pensar en la vida encantadora que le esperaba.

Y ha aquí que al siguiente día, a primera hora, llamaron a la puerta. Y la madre de Aladino fue a abrir por sí misma, y vio que precisamen­te era el hermano de su esposo, el magrebí, que cumplía su prome­sa de la víspera. Sin embargo, a pe­sar de las instancias de la madre de Aladino, no quiso entrar, pretextan­do que no era hora de visitas, y solamente pidió permiso para llevar­se a Aladino consigo al zoco. Y Ala­dino, levantado y vestido ya, corrió en seguida a ver a su tío, y le dio los buenos días y le besó la mano. Y el magrebí le cogió de la mano y se fue, con él al zoco. Y entró con él en la tienda del mejor mer­cader y pidió un traje que fuese el más hermoso y el más lujoso entre los trajes a la medida de Aladino. Y el mercader le enseñó varios a cual más hermosos. Y el mahrebín dijo a Aladino. ¡Escoge tú mismo el que te guste, hijo mío!” Y en extremo encantado de la generosidad de su tío, Aladino escogió uno que era todo de seda rayada y relucien­te. Y también escogió un turbante de muselina de seda recamada de oro fino, un cinturón de cachemira y botas de cuero rojo brillante. Y el magrebí lo pagó todo sin regatear y entregó el paquete a Aladino, diciéndole: “¡Vamos ahora al hammam, para que estés bien limpió antes de vestirte de nuevo!- Y le condujo al hammam, y entró con él en una sala reservada, y le bañó con sus propias manos; y se bañó él también. Luego pidió los refrescos que suceden al baño; y ambos bebieron con delicia y muy contentos. Y entonces se pu­so Aladino el suntuoso traje consa­bido de seda rayada y reluciente, se colocó el hermoso turbante, se ciñó al talle el cinturón de Indias y se calzó las botas rojas. Y de este mo­do estaba hermoso cual la luna y comparable a algún hijo de rey o de sultán. Y en extremo encantado de verse transformado así, se acercó a su tío y le besó la mano y le dio muchas gracias por su generosidad. y el magrebí, le besó, y le dijo: “¡Todo esto no es más que el co­rnienzo!” Y salió con él del ham­mam, y le llevó a los zocos más frecuentados, y le hizo visitar las tiendas de los grandes mercaderes. Y hacíale admírar las telas más ricas y los objetos de precio, enseñándole el nombre de cada cosa en particular; y le decía: “¡Como vas a ser mar­cader es preciso que te enteres de los pormenores de ventas y com­pras!” Luego le hizo visitar los edi­ficios notables de la ciudad y las mezquitas principales y los khans en que se alojaban las caravanas. Y terminó el paseo, haciéndole ver los palacios del sultán y los jardines que los circundaban. Y por último le llevó al khan grande, donde para­ba él, y le presentó a los mercaderes conocidos suyos, diciéndoles: “¡Es el hijo de mi hermano!” Y les invitó a todos a una comida que dio en honor de Aladino, y les regaló con los manjares más selectos, y estuvo con ellos y con Aladino hasta la noche.

Entonces se levantó y se despidió de sus invitados, diciéndoles que iba a llevar a Aladíno a su casa. Y en efecto, no quiso dejar volver solo a Aladino, y le cogió de la mano y se encaminó con él a casa de la madre. Y al ver a su hijo tan mag­níficamente vestido, la pobre madre de Aladino creyó perder la razón de alegría. Y empezó a dar gracias y a bendecir mil veces a su cuñado, di­ciéndole: “¡Oh hermano de mi es­poso! ¡Aunque toda la vida estuvie­ra dándote gracias, jamás te agra­decería bastante tus beneficios!” Y contestó el magrebí: “¡Oh mujer de mi hermano! ¡No tiene ningún mérito, verdaderamente ningún mé­rito, el que yo obre de esta manera, porque Aladino es hijo mío, y mi deber es servirle de padre en lugar del difunto! ¡No te preocupes, pues, por él y estate tranquila!” Y dijo la madre de Aladino, levantando los brazos al cielo: “¡Por el honor de los santos antiguos y recientes, rue­go a Alah que te guarde y te con­serve ¡oh hermano de mi esposo! Y prolongue tu vida para nuestro bien, a fin de que seas el ala cuya sombra proteja siempre a este niño huérfa­no! ¡Y ten la seguridad de que él, por su parte, obedecerá siempre tus órdenes y no hará más que lo que le mandes!” Y dijo el magrebí: “¡Oh mujer de mi hermano! Ala­dino se ha convertido en hombre sen­sato, porque es un excelente mozo, hijo de buena familia. ¡Y espero desde luego que será digno descendiente de su padre y refrescará tus ojos!” Luego añadió: “Dispénsame ¡oh mujer de mi hermano! porque mañana viernes no se abra la tien­da prometida; pues ya sabes que el viernes están cerrados los zocos y que no se puede tratar de negocios. ¡Pero pasado mañana, sábado, se hará, si Alah quiere! Mañana, sin embargo, vendré por Aladino para continuar instruyéndole, y le haré vi­sitar los sitios públicos y los jardí­nes situados fuera de la ciudad, adon­de van a pasearse los mercaderes ricos, a fin de que así pueda habi­tuarse a la contemplación del lujo y de la gente distinguida. ¡Porque hasta hoy no ha frecuentado más trato que el de los niños, y es preci­so que conozca ya a hombres y que ellos lo conozcan!” Y se despidió de la madre de Aladino, besó a Ala­dino y se marchó...

 

 
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­na, y se calló discretamente.

 

PERO CUANDO LLEGó LA 736 NOCHE

Ella dijo:

 

... Y se despidió de la madre de Aladino, besó a Aladino y se mar­chó. Y Aladino pensó durante la noche en todas las cosas hermosas que acababa de ver y en las alegrías que acababa de experimentar; y se prometió nuevas delicias para el si­guiente día. Así es que se levantó con la aurora, sin haber podido pe­gar los ojos, y se vistio sus ropas nuevas, y empezó a andar de un lado para otro, enredándose los pies con aquel traje largo, al cual no es­taba acostumbrado. Luego, como su impaciencia le hacía pensar que el magrebí tardaba demasiado, salió a esperarle a la puerta y acabó por verle aparecer. Y corrió a él como un potro y le besó la mano. Y el magrebí le beso y lo hizo muchas caricias, y le dijo que fuera a adver­tir a su madre que se le llevaba. Des­pués le cogió de la mano y se fue con él. Y echaron a andar juntos, hablan­do de unas cosas y de otras; y fran­quearon las puertas de la ciudad, de donde nunca había salido aún Aladino. Y empezaron a aparecer ante ellos las hermosas casas particu­lares y los hermosos palacios rodea­dos de jardines; y Aladino los mira­ba maravillado, y cada cual le pa­recía  más hermoso que el anterior.

Y así anduvieron mucho por el campo, acercándose más cada vez al fin que se proponía el magrebí. Pero llegó un momento en que Ala­dino comenzó a cansarse, y dijo al magrebí: “¡Oh tío mío! ¿Tenemos que andar mucho todavía? ¡Mira que hemos dejado atrás los jardines, y ya sólo tenemos delante de nosotros la montaña! ¡Además, estoy fatiga­dismo, y quisiera tomar un boca­do!” Y el magrebí se sacó del cinturón un pañuelo con frutas y pan, y dijo a Aladino: “Aquí tienes, hijo mío, con qué saciar tu hambre y tu sed. ¡Pero aún tenemos que andar un poco para llegar al paraje maravilloso que voy a enseñarte y que no tiene igual en el mundo! ¡Re­pón tus fuerzas, y toma alientos, Ala­dino, que ya eres un hombre!” Y continuó animándole, a la vez que le daba consejos acerca de su con­ducta en el porvenir, y le impulsaba a separarse de los niños para acer­carse a los hombres sabios y pru­dentes. ¡Y consiguió distraerle de tal manera, que acabó por llegar con él a un valle desierto al pie de la mon­taña, y en donde no había más pre­sencia que la de Alah!

¡Allí precisamente terminaba -el viaje del magrebí! ¡Y para llegar a aquel valle había salido del fondo del Magreb y había ido a los con­fines de la China!

Se encaró entonces con Aladino, que estaba extenuado de fatiga, y le dijo sonriendo: “¡Ya hemos llegado, hijo mío Aladino!” Y se sentó en una roca y le hizo sentarse al lado suyo Y lo abrazó con mucha ternura, y le dijo: “Descansa un poco Ala­dino. Porque al fin voy a mostrarte lo que jamás vieron los ojos de los hombres. Sí, Aladino; en seguida vas a ver aquí nusmo un jardín más hermoso que todos los jardines de la tierra. Y sólo cuando hayas admi­rado las maravillas de ese jardín ten­drás verdaderamente razón para dar­me gracias y olvidarás las fatigas de la marcha y bendecirás el día en que me encontraste por primera vez.” Y le dejó descansar un instante, con los ojos muy abiertos de asombro al pensar que iba a ver un jardín en un paraje donde no había más que rocas desperdigadas y matorra­les. Luego le dijo: “¡Levántate aho­ra, Aladino, y recoge entre esos ma­torrales las ramas más secas y los trozos de leña que encuentres, y tráemelos! ¡Y entonces veras el es­pectáculo gratuito a que te invito!” Y Aladino se levantó y se apresuro a recoger entre los matorrales y la maleza una gran cantidad de ramas secas y trozos de leña, y se los llevo al magrebí, que, le dijo: “Ya ten­go bastante. ¡Retírate ahora y ponte detrás de, mí!” Y Aladino obedeció a su tío, y fue a colocarse a cierta distancia detrás de él.

Entonces el magrebí sacó del cinturón un eslabón, con el que hizo lumbre, y prendió fuego al montón de ramas y hierbas secas, que lla­mearon crepitando. Y al punto sacó del bolsillo una caja de concha, la abrió y tomó un poco de incien­­so, que arrojo en medio de la hoguera. Y levantóse una humareda muy espesa que apartó él con sus manos a un lado y a otro, murmu­rando fórmulas en una lengua in­comprensible en absoluto para Ala­dino. Y en aquel mismo momento tembló la tierra y se conmovieron sobre su base las rocas y se entre­abrió el suelo en un espacio de unos diez codos de anchura. Y en el fon­do de aquel agujero apareció una losa horizontal de mármol de cinco codos de ancho con una anilla de bronce en medio.

Al ver aquello, Aladino, espanta­do, lanzo un grito, y cogiendo con los dientes el extremo de su traje, volvió la espalda y emprendió la fuga, agitando las piernas. Pero de un salto cayó sobre él el magrebí y le atrapó. Y le miró con ojos me­drosos, le zarandeó teniéndole cogi­do de una oreja, y levantó la mano, y le aplicó una bofetada tan terri­ble, que por poco le salta los dientes, y Aladino quedó todo aturdido y se cayó al suelo.

Y he aquí que el magrebí no le había tratado de aquel modo más que por dominarle de una vez para siempre, ya que le necesitaba para la operación que iba a realizar, y sin él no podía intentar la empresa para que hubiera venido. Así, es que cuando le vio atontado en el suelo, le levantó, y le dijo con una voz que procuro hacer muy dulce: “¡Sabe, Aladino, que si te traté así, fue para enseñarte a ser un hombre! ¡Por­que soy tu tío el hermano de tu padre, y me debes obediencia!” Lue­go añadió con una voz de lo más dulce: “¡Vamos, Aladino, escucha bien lo que voy a decirte, y no pier­das ni una sola palabra! ¡Porque si así lo haces sacarás de ello ventajas considerables y en seguida olvida­rás los trabajos pesados!” Y le besó, y teniéndole para en adelante com­pletamente sometido y dominado le dijo: “¡Ya acabas de ver, hijo mío, cómo se ha abierto el suelo en vir­tud de las fumigaciones y fórmulas que he pronunciado!, ¡Pero es pre­ciso que sepas que obré de tal suerte únicamente por tu bien; porque de­bajo de esta losa de mármol que ves en el fondo del agujero con un anillo de bronce se halla un tesoro que está inscripto a tu nombre y no puede abrirse más que en tu pre­sencia! ¡Y ese tesoro, que te está destinado, te hará más rico que to­dos los reyes! Y para demostrarte que ese tesoro está destinado a ti y no a ningún otro, sabe que sólo a ti en el mundo es posible tocar esta losa de mármol y levantarla; pues yo mismo, a pesar de todo mi poder, que es grande, no podría echar ma­no a la anilla de bronce ni levantar la losa, aunque fuese mil veces más poderoso y más fuerte de lo que soy. ¡Y una vez levantada la losa no me sería posible penetrar en el tesoro, ni bajar un escalón siquiera! ¡A ti únicamente incumbe hacer lo que no puedo hacer yo por mí mis­mo! ¡Y para ello no tienes más que ejecutar al pie de la letra lo que voy a decirte! ¡Y así serás el amo del tesoro, que partiremos con toda equidad en dos partes iguales, una para ti y otra para mí!”

Al oír estas palabras del magrebí, el pobre Aladino sé olvidó de sus fatigas y de la bofetada recibi­da, y contestó!'¡Oh tío mío! ¡mán­dame lo que quieras y te obedeceré!” Y el magrebí le cogió en brazos y le beso varias veces en las mejillas, y le dijo: “¡Oh Aladino! ¡Eres para mí más querido que un hijo, pues que no tengo en la tierra más pa­rientes que tú; tú serás mi único heredero, ¡oh hijo mío! Porque, al fin y al cabo, por ti, en suma, es por quien trabajo en este momento y por quien vine desde tan lejos. Y si estuve un poco brusco, compren­derás ahora, que fue para decidirte a no dejar de alcanzar en vano tu maravilloso destino. ¡He aquí, pues, lo que tienes que hacer! ¡Empezarás por bajar conmigo al fondo del agu­jero, y cogerás la anilla de bronce y levantarás la losa de mármol!” Y cuando hubo hablado así, se metió él primero en el agujero y dio la mano a Aladino para ayudarle a bajar. Y ya abajo, Aladino le dijo: ¿Pero cómo voy a arreglarme ¡oh tío mío! para levantar una losa tan pesada siendo yo un niño? ¡Si, al menos, quisieras ayudarme tú, me prestaría a ello con mucho gusto!” El magrebí contestó: -¡Ah, no! ¡Ah, no! ¡Si, por desgracia, echara yo una mano, no podrías hacer na­da ya y tu nombre se borraría para siempre del tesoro! ¡Prueba tú solo y verás cómo levantas la losa con tanta facilidad como si alzaras una pluma- de ave! ¡Sólo tendrás que pronunciar tu nombre y el nombre de tu padre y el nombre de tu abuelo al coger la anilla!”

Entonces se inclinó Aladino y co­gió la anilla y tiró de ella, diciendo: “¡Soy Aladino, hijo del sastre Mus­tafá, hijo del sastre Alí!” Y levantó con gran facilidad la losa de már­mol, y la dejó a un lado. Y vio una cueva con doce escalones de már­mol que conducían a una puerta, de dos hojas de cobre rojo con grue­sos clavos. Y el magrebí le dijo: ¡Hijo mío Aladino, baja ahora a esa cueva. Y cuando llegues al duo­décimo escalón entrarás por esa puerta de cobre, que se abrirá sola delante de, ti. Y te hallarás debajo de una bóveda grande dividida en tres salas que se comunican unas con otras. En la primera. sala verás cuatro grandes calderas de cobre llenas de oro líquido, y en la segunda sala cuatro grandes calderas de plata llenas de polvo de oro; y en la ter­cera sala cuatro grandes calderas de oro llenas de dinares de oro., Pero pasa sin detenerte y recógete bien el traje, sujetándotelo a la cintura pa­ra que no toque a las calderas; por­que si tuvieras la desgracia de tocar con los dedos o rozar siquiera con tus ropas una de las calderas o su contenido, al instante te convertirás en una mole de piedra negra. En­trarás, pues, en la primera sala, y muy de prisa, pasarás a la segunda, desde la cual, sin detenerte un ins­tante, penetrarás en la tercera, don­de veras una puerta claveteada, pa­recida a la de entrada, que al punto se abrirá ante ti. Y la franquearás, y te encontrarás de pronto en un jardín magnífico plantado de árboles agobiados por el peso de sus frutas. ¡Pero no te detengas allí tampoco! Lo atravesarás caminando adelan­te todo derechoo, y llegarás a una escalera de columnas con treinta pel­daños, por los que subirás a una terraza. Cuando estés en esta terra­za, ¡oh Aladino! ten cuidado, por­que enfrente de ti verás una especie de hornacina al aire libre; y en esta hornacina, sobre un pedestal de bron­ce, encontrarás una lamparita de co­bre. Y estará encendida esta lámpara. ¡Ahora, fíjate bien, Aladino! ¡Coge­rás esta lámpara, la apagarás, ver­terás en el suelo el aceite y te la esconderás en el pecho en seguida! Y no temas mancharte el traje, por­que el aceite que viertas no será aceite, sino otro líquido que no deja huella alguna en las ropas. ¡Y vol­verás a mí por el mismo camino que hayas seguido! Y al regreso, si te parece, podrás, detenerte un poco en el jardín, y coge de este jardín tantas frutas como quieras. Y una vez que te hayas reunido conmigo, me entregarás la lámpara, fin y mo­tivo de nuestro viaje y origen de nuestra riqueza y de nuestra gloria en el porvenir, ¡oh hijo mío!”

Cuando el magrebí hubo habla­do así, se quitó, un anillo que lleva­ba al dedo y se lo puso a Aladino en el pulgar, diciéndole: “Este ani­llo, hijo mío, te pondrá a salvo de todos los peligros y te preservará de todo mal. ¡Reanima, pues, tu alma, y llena de valor tu pecho, porque ya no eres un niño, sino un hombre! ¡Y con ayuda de Alah, te saldrá bien todo! ¡Y disfrutaremos de ri­queza y de honores durante toda la vida, y gracias a la lámpara!” Lue­go añadió: “¡Pero te encarezco una vez más, Aladino, que tengas cui­dado de recogerte mucho el traje y de ceñírtelo cuanto puedas, porque de no hacerlo así, estás perdido y contigo el tesoro!”

Luego le besó, y acariciándole va­rias veces en las mejillas, le dijo: “¡Vete tranquilo!”

Entonces, en extremo animado, Aladino bajó corriendo por los es­calones de mármol, y alzándose el traje hasta más arriba de la cintura, y ciñéndoselo bien, franqueó la puer­ta de cobre, cuyas hojas se abrieron por sí solas al acercarse a él. Y sin olvidar ninguna de las recomendacio­nes del magrebí, atravesó con mil precauciones la primera, la segunda y la tercera salas, evitando las cal­deras llenas de oro; llegó a la úl­tima puerta, la franqueó, cruzó el jardín sin detenerse, subió los trein­ta peldaños de la escalera de colum­nas, se remontó a la terraza y en­caminóse directamente a la horna­cina que había frente a él. Y en el pedestal de bronce vio la lámpara encendida y tendió la mano y la co­gió. Y vertió en el suelo el contenido, y al ver que inmediatamente quedaba seco el depósito, se lo ocultó en el pecho en seguida, sin temor a man­charse el traje. Y bajó de la terraza y llegó de nuevo al jardín.

Libre entonces de su preocupación, se detuvo un instante en el úl­timo peldaño de la escalera para mirar el jardín. Y se puso a contem­plar aquellos árboles, cuyas frutas no había tenido tiempo de ver a la llegada. Y observó que los árboles de aquel jardín, en efecto, estaban agobiados bajo el peso de sus fru­tas, que eran extraordinarias de for­ma, de tamaño y de color. Y notó que al contrario de lo que ocurre con los árboles de los huertos, cada rama de aquellos árboles tenía fru­tas de diferentes colores. Las había blancas, de un blanco transparente como el cristal, o de un blanco tur­bio como el alcanfor, o de un blanco opaco como la cera virgen. Y las ha­bía rojas, de un rojo como los gra­nos de la granada o de un rojo co­mo la naranja sanguínea. Y las ha­bía verdes, de un verde obscuro y de un verde suave; y había otras que eran azules y violeta y amari­llas; y atrás que ostentaban colores y matices de una variedad infinita. ¡Y el pobre Aladino no sabía que las frutas blancas eran diamantes, perlas, nácar y piedras lunares; que las frutas rojas eran rubíes, carbun­clos, jancitos, coral y cornalinas; que las verdes eran esmeraldas, be­rilos, jade, prasios y aguas-marinas; que las azules, eran zafiros, turque­sas lapislázuli y lazulitas; que la violeta eran amatistas, jaspes y sar­doinas que las amarillas eran topacios, ámbar y ágatas; y que las de­más, de colores desconocidos, eran ópalos, venturinas, crisólitos, cimó­fanos, hematitas, turmalinas, peridotos, azabaches y crisopacios! Y caía el sol a plomo sobre el jardín. Y los árboles despedían llamas de todas sus frutas, sin consumirse.

Entonces, en el límite del placer, se acercó Aladino a uno de aquellos árboles y quiso coger algunas fru­tas para comérselas. Y observó qué, no se las podía meter el diente, y que no se asemejaban más que por su forma a las naranjas, a los higos, a los plátanos, a las uvas, a las san­días, a las manzanas y a todas las demás frutas excelente! de la China. Y se quedó muy desilusionado al tocarlas; y no las encontró nada de su gusto. Y creyó que sólo eran bolas de vidrio coloreado, pues en su vida había tenido ocasión de ver piedras preciosas. Sin embargo, a pesar de su desencanto, se decidió a coger algunas para regalárselas a los niños que fueron antiguos camaradas su­yas, y también a su pobre madre. Y cogió varias de cada color, llenán­dose con ellas el cinturón, los bol­sillos y el forro de la ropa, guar­dándoselas asimismo entre el traje y la camisa y entre la camisa y la piel; y se metió tal cantidad de aque­llas frutas, que parecía un asno car­gado a un lado y a otro. Y agobia­do por todo aquello, se alzó cuidado­samente el traje, ciñéndoselo mucho a la cintura, y lleno de prudencia y de precaución atravesó con ligereza las tres salas de calderas y ganó la escalera de la cueva, a la entrada de la cual le esperaba ansiosamente el magrebí.

Y he aquí que, en cuanto Ala­dino franqueó la puerta de cobre y subió el primer peldaño de la es­calera, el magrebí, que se hallaba encima de la abertura, junto a la entrada de la cueva, no tuvo pacien­cia para esperar a que subiese todos los escalones y saliese de la cueva por completo, y le dijo: “Bueno, Aladino, ¿dónde está la lámpara?” Y Aladino contestó: “¡La tengo en el pecho!” El otro dijo: “¡Sácala ya y dámela!” Pero Aladino le dijo: ¿Cómo quieres que te la de tan pronto, ¡oh tío mío!, si está entre todas las bolas de vidrio con que me he llenado la ropa por todas par­tes? ¡Déjame antes subir esta esca­lera, y ayúdame a salir del agujero; y entonces descargaré todas estas bo­las en lugar seguro, y no sobre estos peldaños, por los que rodarían y se romperían! ¡Y así podré sacarme del pecho la lámpara y dártela cuan­do esté libre de esta impedimenta insuperable ¡Por cierto que se me ha escurrido hacia la espalda y me lastima violentamente en la piel, por lo que bien quisiera verme desem­barazado de ella!” Pero el maghrerín, furioso por la resistencia que hacia Aladino y persuadido de que Aladino sólo ponía estas dificultades porque quería guardarse para él la lámpara le gritó con una voz es­pantosa como la de un demonio: “¡Oh hijo de perro! ¿Quieres darme la lámpara en seguida, o morir!” Y Aladino, que no sabía a qué atribuir este cambio de modales de su tío, y aterrado al verle en tal estado de furor, y temiendo recibir otra bo­fetada más violenta que la primera, se dijo: “¡Por Alah, que más vale resguardarse! ¡Y voy a entrar de nuevo en la cueva mientras él se calma!” Y volvió la espalda, y reco­giéndose el traje, entró prudente­mente en él subterráneo.

Al ver aquello, el magrebí lan­zó un grito de rabia, y en el límite del furor, pataleó y se convulsionó, arrancándose las barbas de desespe­ración por la imposibilidad en que se hallaba de correr tras de Aladino a la cueva vedada por los poderes mágicos. Y exclamó: “¡Ah maldito Aladino! ¡vas a ser castigado como mereces!” Y corrió hacia la hogue­ra, que no se había apagado todavía, y echó en ella un poco del pol­vo de incienso que llevaba consigo murmurando una fórmula mágica. Y al punto la losa de mármol que servía para tapar la entrada de la cueva se cerró por si sola y volvió a su sitio primitivo, cubriendo her­méticamente el agujero de la esca­lera; y tembló la tierra y se cerró de nuevo; y el suelo se quedó tan liso como antes de abrirse. Y Aladino encontróse de tal suerte encerrado en el subterráneo.

Porque como ya se ha dicho, el magrebí era un mago insigne ve­nido del fondo del Magreb, y no un tío ni un pariente cercano o le­jano de Aladino. Y había nacido ver­daderamente en África, que es el país y el semillero de los magos y hechiceros de peor calidad....

En este, momento de su narración Schahrazada vio aparecer la maña­na, y se calló discretamente.

 
 
 

PERO CUANDO LLEGÓ LA 740 NOCHE

Ella dijo:

... Y había nacido verdaderamen­te en África, que es el país y el se­millero de los magos y hechiceros de la peor calidad. Y desde su ju­ventud habíase dedicado con tesón al estudio de la hechicería y de los hechizos, y al arte de la geomancia, de la alquimia, de la astrología, de las fumigaciones y de los encanta­mientos. Y al cabo de treinta años de operaciones mágicas, por virtud de su hechicería, logró descubrir que en un paraje desconocido de la tie­rra había una lámpara extraordina­riamente mágica que tenía el don de hacer más poderoso que los reyes y sultanes todos al hombre que tuviese la suerte de ser su poseedor. Entonces hubo de redoblar sus fu­migaciones y hechicería, y con una última operación geomántica logró enterarse de que la lámpara consa­bida se hallaba en un subterráneo situado en las inmediaciones de la ciudad de Kolo-ka-tsé en el país de China. (Y aquel paraje era precisa­mente el que acabamos de ver con todos sus detalles.) Y el mago se puso en camino sin tardanza, y des­pués de un largo viaje había llegado a Kolo-ka-tsé, donde se dedicó a explorar los  alrededores y acabó por delimitar exactamente la situación del subterráneo que lo contenía. Y por su mesa adivinatoria se enteró de que el tesoro y la lámpara mágica estaban inscriptos, por los po­deres subterráneos, a nombre de Ala­dino, hijo de Mustafá el sastre, y de que sólo él podría hacer abrirse el subterráneo y llevarse la lámpara, pues cualquier otro perdería la vida infaliblemente si intentaba la menor empresa encaminada a ello. Y por eso se puso en busca de Aladino, y cuando le encontró, hubo de utilizar toda clase de estratagemas y enga­ños para atraérsele y conducirle a aquel paraje desierto, sin despertar sus sospechas ni las de su madre., Y cuando Aladino salió con bien de la empresa, le había reclamado tan pre­surosamente la lámpara porque que­ría engañarle y emparedarle para siempre en el subterráneo. ¡Pero ya hemos visto cómo Aladino, por mie­do a recibir una bofetada, se había refugiado, en el interior de la cueva, donde no podía penetrar el mago, y cómo el mago, con objeto de ven­garse, había le encerrado allí dentro contra su voluntad para que se mu­riese de hambre y de sed!

Realizada aquella acción, el mago convulso y echando espuma, se fue por su camino, probablemente a África, su país. ¡Y he aquí lo refe­rente a él! Pero seguramente nos le volveremos a encontrar.

¡He aquí ahora lo que atañe a Aladino!

No bien entró otra vez en el sub­terráneo, oyó el temblor de tierra producida por la magia del magrebí, y aterrado, temió que la bóveda se desplomase sobre su cabeza, y se apresuró a ganar la salida. Pero al llegar a la escalera, vio que la pe­sada losa de mármol tapaba la aber­tura; y llegó al límite de la emoción y del pasmo. Porque, por una parte, no podía, concebir la maldad del hombre a quien creía tío suyo y que le había acariciado y mimado, y por otra parte, no había para qué pensar en levantar la losa de már­mol, pues le era imposible hacerlo desde abajo. En estas condiciones, el desesperado Aladino empezó a dar muchos gritos, llamando a su tío y prometiéndole, con toda clase de juramentos, que estaba dispuesto a darle enseguida la lámpara. Pero claro es que sus gritos y sollozos no fueron oídos por el mago, que ya se encontraba lejos. Y al ver que su tío no le contestaba, Aladino em­pezó a abrigar algunas dudas con respecto a él, sobre todo al acodarse de que le había llamado hijo de perro, gravísima injuria que ja­más dirigiría un verdadero tío al hijo de su hermano. De todos mo­dos, resolvió entonces ir al jardín, donde había luz, y buscar una sa­lida por donde escapar de aquellos lugares tenebrosos. Pero al llegar a la puerta que daba al jardín observó que estaba cerrada y que no se abría ante él entonces. Enloquecido ya, corrió de nuevo a la puerta de la cueva y se echó llorando en los pel­daños de la escalera. Y ya se veía enterrado vivo entre las cuatro pa­redes de aquella cueva, llena de negrura y de horror, a pesar de todo el oro que contenía. Y sollozó du­rante mucho tiempo, sumido en su dolor. Y por primera vez en su vida dio en pensar en todas, las bondades de su pobre madre y en su abnega­ción infatigable, no obstante la mala conducta y la ingratitud  de él. Y la muerte en aquella cueva hubo de parecerle más amarga, por no haber podido refrescar en vida el corazón de su madre mejorando algo su ca­rácter y demostrándola de alguna manera su agradecimiento. Y suspiró mucho al asaltarle este pensamiento, y empezó a retorcerse los brazos y a restregarse las manos, como gene­ralmente hacen los que están deses­perados, diciendo, a modo de renun­cia a la vida: “No hay recurso ni poder más que en Alah!” Y he aquí que, con aquel movimiento, Aladino frotó sin querer el anillo que llevaba en el pulgar y, que le había prestado el mago para preservarle de los pe­ligros del subterráneo. Y no sabía aquel magrebí maldito que el tal anillo había de salvar la vida de Ala­dino precisamente, pues de saberlo, no se lo hubiera confiado desde lue­go, o se hubiera apresurado a qui­társelo, o incluso no hubiera cerrado el subterráneo mientras el otro no se lo devolviese. Pero todos los ma­gos son, por esencia, semejantes a aquel magrebí hermano suyo: a pesar del poder de su hechicería y de su ciencia maldita, no saben pre­ver las consecuencias de las acciones más sencillas, y jamás piensan en precaverse de los peligros más vul­gares. ¡Porque con su orgullo y su confianza en sí mismos, nunca reco­rren al Señor de las criaturas, y su espíritu permanece constantemente obscurecido por una humareda más espesa que la de sus fumigaciones, y tienen los ojos tapados por una venda, y van a tientas por las tinie­blas.

Y he aquí que, cuando el deses­perado Aladino frotó, sin querer, el anillo que llevaba en el pulgar y cuya virtud ignoraba, vio surgir de pronto ante él, como si brotara de la tierra, un inmenso y gigantesco efrit, semejante a un negro embetunado, con una cabeza como un caldero, y una cara espantosa, y unos ojos rojos, enormes y llameantes, el cual se inclino ante él, y con una voz tan retumbante cual el rugido del trueno, le dijo: “¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué quieres? Habla. ¡Soy el servidor del anillo en la tierra, en el aire y en el agua!”

Al ver aquello, Aladino, que no era valeroso, quedó muy aterrado; y en cualquier otro sitio o en cual­quier otra circunstancia hubiera caí­do desmayado o hubiera procurado escapar. Pero en aquella cueva, don­de ya se creía muerto de hambre y de sed, la intervención de aquel espantoso efrit pareció le un gran socorro, sobre todo cuando oyó la pregunta que le hacía. Y al fin pudo mover la lengua y contestar: “¡Oh gran jeque de los efrits del aire, de la tierra y del agua, sácame de esta cueva!”

Apenas había él pronunciado estas palabras, se conmovió y se abrió la tierra por encima de su cabeza, y en un abrir y cerrar de ojos sintióse transportado fuera de la cueva, en el mismo paraje donde encendió la ho­guera el magrebí. En cuanto al efrit, había desaparecido.

Entonces, todo tembloroso de emo­ción todavía, pero muy contento por verse de nuevo al aire libre, Aladino dio gracias a Alah el Bienhechor que le había librado de una muerte cierta y le había salvado de las emboscadas del magrebí. Y miró en torno suyo y vio a lo lejos la ciudad en medio de sus jardines. Y le apresuró a des­andar el camino por donde le había conducido el mago, dirigiéndose al valle sin volver la cabeza atrás ni una sola vez. Y extenuado y falto de aliento, llegó ya muy de noche a la casa en que le esperaba su ma­dre lamentándose, muy inquieta por su tardanza. Y corrió ella a abrirle, llegando a tiempo para acogerle en sus brazos, en los que cayó el joven desmayado, sin poder resistir más la emoción.

Cuando a fuerza de cuidados vol­vió Aladino de su desmayo, su madre le dio a beber de nuevo un poco de agua de rosas. Luego, muy preocu­pada, le preguntó qué le pasaba. Y contestó Aladinó: “¡Oh madre mía, tengo mucha hambre! ¡Te ruego, pues, que me traigas algo de comer, porque no he tomado nada desde esta mañana!” Y la madre de Ala­dino corrió a llevarle lo que había en la casa. Y Aladino se puso a comer con tanta prisa, que su madre le dijo, temiendo que se atragantara: “¡No te precipites, hijo mío, que se te va a reventar la garganta! ¡Y si es que comes tan deprisa para cantarme cuan antes lo que me tienes que contar, sabe que tenemos por nuestro todo el tiempo! ¡Desde el momento en que volví, a verte estoy tranquila, pero Alah sabe cuál fue mi ansiedad cuando notó que avan­zaba la noche sin que estuvieses de regreso!” Luego se interrumpió para decirle: “¡Ah hijo mío! ¡Modérate, por favor, y coge trozos más peque­ños!” Y Aladino, que había devorado en un momento todo lo que tenía delante, pidió de beber, y cogió el cantarillo de agua y se lo vació en la garganta sin respirar. Tras de lo cual se sintió satisfecho, y dijo a su madre: “¡Al fin voy a poder con­tarte ¡oh madre mía! todo lo que me aconteció con el hombre a quien tú creías mi tío, y que me ha hecho ver la muerte a dos dedos de mis ojos! ¡Ah! ¡Tú no sabes que ni por asomo era tío mío ni hermano de mi padre ese embustero que me hacía tantas caricias y me besaba tan tiernamente, ese maldito magrebí, ese hechicero, ese mentiroso, ese bribón, ese embaucador, ese enre­dador, ese perro, ese sucio, ese de­monio que no tiene par entre los demonios sobre la faz de la tierra!, ¡Alejado sea el Maligno!” Luego añadió: “¡Escucha ¡oh madre! lo que me ha hecho!” Y dijo todavía: “¡Ah! ¡Qué contento estoy de haber­me librado de sus manos!” Luego se detuvo un momento, respiró con fuerza, y de repente, sin tomar ya más aliento, contó cuanto le había sucedido, desde el principio hasta el fin, incluso, la bofetada, la injuria y lo demás, sin omitir un solo de­talle. Pero no hay ninguna utilidad en repetirlo.

Y cuando hubo acabado su relato se quitó el cinturón y dejó caer en el colchón que había en el suelo la ma­ravillosa provisión de frutas trans­parentes y coloreadas que hubo de coger en el jardín. Y también cayó la lámpara en el montón, entre bolas de pedrería.

Y añadió él para terminar: “¡Esa es ¡oh madre! mi aventura con el mago maldito, y aquí tienes lo que me ha reportado mi viaje al subte­rráneo!” Y así diciendo, mostraba a su madre las bolas maravillosas, pero con un aire desdeñoso que significaba: “¡Ya no soy un niño para jugar con bolas de vidrio!”

Mientras estuvo hablando su hijo Aladino la madre le escuchó; lan­zando, en los pasajes más sorpren­dentes o más conmovedores del re­lato, exclamaciones de cólera contra, el mago y de conmiseración para Aladino. Y no bien acabó de contar él tan extraña aventura, no pudo ella reprimirse más, y .se desató en in­jurias contra el magrebí, motejándolo con todos los dicterios que para calificar la conducta del agresor pue­de encontrar la cólera de una madre que, ha estado a punto de perder a su hijo. Y cuando se desahogó un poco, apretó contra su pecho a su hijo Aladino y le besó llorando, y dijo: “¡Demos gracias a Alah ¡oh hijo mío! que te ha sacado sano y salvo de manos de ese hechicero magrebí! ¡Ah traidor, maldito! ¡Sin duda quiso tu muerte por po­seer esa miserable lámpara de cobre que no vale medio dracma! ¡Cuánto le detestó! ¡Cuánto abomino de él! ¡Por fin te recobré, pobre niño mío, hijo mío Aladino! ¡Pero qué peligros ­no corriste por culpa mía, que debí adivinar, no obstante, en los ojos bizcos de ese magrebí; que no era tío tuyo ni nada allegado, sino un mago maldito y un descreído!”

Y así diciendo, la madre se sentó en el colchón con su hijo Aladino, y le estrechó contra ella y le besó y le meció dulcemente. Y Aladino, que no había dormido desde hacía tres días, preocupado por su aventura con el magrebí, no tardó en ce­rrar los ojos y en dormirse en las rodillas de su madre, halagado por el balanceo. Y le acostó ella en el colchón con mil precauciones, y no tardó en acostarse y en dormirse también junto a él.

Al día siguiente, al despertarse... 

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­na, y se calló discretamente.
 

 


PERO CUANDO LLEGÓ LA 742 NOCHE

Ella dijo:

 

Al día siguiente, al despertarse, empezaron por besarse mucho, y Aladino dijo a su madre que su aventura le había corregido para siempre de la travesura y haragane­ría, y que-en lo sucesivo buscaría trabajo como un hombre. Luego, como aun tenía hambre, pidió el desayuno; y su madre le dijo: “¡Ay hijo mío! ayer por la noche te di todo lo que había en casa, y ya no tengo ni un pedazo de pan. ¡Pero ten un poco de paciencia y aguarda a que vaya a vender el poco de al­godón que hube de hilar estos últi­mos días, y te compraré algo con el importe de la venta!” Pero contestó Aladino: “Deja el algodón para otra vez, ¡oh madre! y coge hoy esta lámpara vieja que me traje del sub­terráneo, y ve a venderla al zoco de los mercaderes de cobre. ¡Y pro­bablemente sacarás, por ella algún dinero que nos permita pasar todo el día!” Y contestó la madre de Ala­dino: “¡Verdad dices, hijo mío! ¡y mañana cogeré las bolas de vidrio que trajiste también de ese lugar maldito, e iré a venderlas en el ba­rrio de los negros, que me las com­prarán a más precio que los mercaderes de oficio!”

La madre de Aladino cogió, pues, la lámpara para ir a venderla, pero la encontró muy sucia, y dijo a Ala­dino:. “¡Primero, hijo mío, voy a limpiar está lámpara que está sucia, a fin de dejarla reluciente y sacar por ella el mayor precio posible!” Y fue a la cocina, se echó en la mano un poco de ceniza, que mezcló con agua, y se puso a limpiar la lámpara. Pero apenas había empezado a fro­tarla, cuando surgió de pronto ante ella, sin saberse de dónde había salido, un espantoso efrit, más feo indudablemente que el del subterrá­neo, y tan enorme que tocaba el techo con la cabeza. Y se inclinó ante ella y dijo con voz ensordece­dora: “¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué, quieres? Habla. ¡Soy el servidor de la lámpara en el aire por donde vuelo y en la tierra por donde me arrastro!”

Cuando la madre de Aladino vio esta aparición, que estaba tan lejos de esperarse, como no estaba acos­tumbrada a semejantes cosas, se que­dó inmóvil de terror; y se la trabó la lengua, y se la abrió la boca; y loca de miedo y horror, no pudo soportar por más tiempo el tener a la vista una cara tan repulsiva y es­pantosa como aquella, y cayó des­mayada.

Pero Aladino, que se hallaba tam­bién en la cocina, y que estaba ya un poco acostumbrado a caras de aquella clase, después de la que ha­bían visto en la cueva, quizá más fea y monstruosa, no se asustó tanto como su madre. Y comprendió, que la causante de la aparición del efrit era aquella lámpara; y se apresuró a quitársela de las manos a su ma­dre, que seguía desmayada; y la cogió con firmeza entre los diez de­dos, y dijo al efrit: “¡Oh servidor de la lámpara! ¡Tengo mucha ham­bre, y deseo que me traigas cosas excelentes en extremo para que me las coma!” Y el genio desapareció al punto, pero para volver un instante después, llevando en la cabeza una gran bandeja de plata maciza, en la cual había doce platos de oro llenos de manjares olorosos y exquisitos al paladar y a la vista, con seis panes muy calientes y blancos como la nieve y dorados par en medio, dos frascos grandes de vino añejo, claro y excelente, y en las manos un ta­burete de ébano incrustado de nácar y de plata, y dos tazas de plata. Y puso la bandeja en el taburete, colo­có con presteza lo que tenía que colocar y desapareció discretamente.

Entonces Aladino, al ver que su madre seguía desmayada, le echó en el rostro agua de rosas, y aquella frescura, complicada con las delicio­sas emanaciones de los manjares hu­meantes, no dejó de reunir los espí­ritus dispersos y de hacer volver en sí a la pobre mujer. Y Aladino se apresuró a decirle: “¡Vamos, ¡oh madre! eso no es nada! ¡Levántate y ven a comer! ¡Gracias a Alah, aquí hay con qué reponerte por com­pleto el corazón y los sentidos y con qué aplacar nuestra hambre! ¡Por favor, no dejemos enfriar estos manjares. Excelentes!”

Cuando la madre de Aladino vio la bandeja de plata encima del her­moso taburete, las doce platos de oro con su contenido, los seis mara­villosos panes, los dos frascos y las dos tazas, y cuando percibió su olfato el olor sublime que exhalaban todas aquellas cosas buenas, se olvidó de las circunstancias de su desmayo, y dijo a Aladino: “¡Oh hijo mío! ¡Alah proteja la vida de nuestro sultán! ¡Sin duda ha oído hablar de nuestra pobreza y nos ha enviado esta ban­deja con uno de sus cocineros!” Pero Aladino contestó: “¡Oh madre mía! ¡No es ahora el momento oportuno para suposiciones y votos! Empece­mos por comer, y ya te contaré des­pués lo que ha ocurrido.”

Entonces la madre de Aladino fue a sentarse junto a él, abriendo unos ojos llenos de asombro y de admi­ración ante novedades tan maravi­llosas; y se pusieron ambos a comer coas gran apetito. Y experimentaron con ello tanto gusto, que se estuvieron mucho rato en torno a la ban­deja, sin cansarse de probar manjares tan bien condimentados, de modo y manera que acabaron por juntar la comida de la mañana con la de la no­che. Y cuando terminaron por fin, reservaron para el día siguiente los restos de la comida. Y la madre de Aladino fue a guardar en el armario de la cocina los platos y su conte­nido, volviendo en seguida al lado de Aladino para escuchar lo que tenía él que contarle acerca de aquel generoso obsequio. Y Aladino le re­veló entonces lo que había pasado, y cómo el genio servidor de la lám­para hubo de ejecutar la orden sin vacilación.

Entonces la madre de Aladino, que había escuchado el relato de su hijo con un espanto creciente, fue presa de gran agitación y exclamo: “¡Ah hijo mío! por la leche con que nutrí tu infancia te conjuro a que arrojes lejos de ti esa lámpara mági­ca y te deshagas de ese anillo, don de los malditos efrits, pues no podré soportar por segunda vez la vista de caras tan feas y espantosas, y me moriré a consecuencia de ello sin duda. Por cierto que me parece que estos manjares que acabo de comer se me suben a la garganta y van a ahogarme. Y además, nuestro pro­feta Mohamed (¡bendito sea!) nos recomendó mucho que tuviéramos cuidado con los genio y los efrits, y no buscáramos su trato nunca!” Aladino, contestó: “¡Tus palabras, madre mía, están por encima de mi cabeza y de mis ojos! ¡Pero, real­mente, no puedo deshacerme de la lámpara ni del anillo! Porque el anillo me fue de suma utilidad al sal­varme de una muerte segura en la cueva, y tú misma acabas de ser testigo del servicio que nos ha pres­tado esta lámpara, la cuál es tan pre­ciosa, que el maldito magrebí no vaciló en venir a buscarla desde tan lejos. ¡Sin embargo, madre mía, para darte gusto y por consideración a ti, voy a ocultar la lámpara, a fin de que su vista no te hiera los ojos y sea para ti motivo de temor en el porvenir!” Y contestó la madre de Aladino: “Haz lo que quieras, hijo mío. ¡Pero, por mi parte, declaro que no quiero tener que ver nada con los efrits, ni con el servidor del anillo, ni con el de la lámpara! ¡Y deseo que no me hables más de ellos, suceda lo que suceda!”

Al otro día, cuando se terminaron las excelentes provisiones, Aladino, sin querer recurrir tan pronto a la lámpara, para evitar a su madre dis­gustos, cogió uno de los platos de oro, se lo escondió en la ropa y salió con intención de venderlo en el zoco e invertir el dinero de la venta en proporcionarse las provisiones nece­sarias en la casa. Y fue a la tienda de un judío, que era más astuto que el Cheitán. Y sacó de su ropa el plato de oro y se lo entregó al judío, que lo cogió, lo examinó, lo raspó, y preguntó a Aladino con aire dis­traído: “¿Cuánto pides por esta?” Y Aladino, que en su vida había visto platos de oro y estaba lejos de saber el valor de semejantes mercaderías, contestó: “¡Por Alah, ¡oh mi señor! tú sabrás mejor que yo lo que puede valer ese plato; y yo me fío en tu tasación y en tu buena fe!” Y el ju­dío, que había visto bien que el plato era del oro más puro, se dijo: “He ahí un mozo que ignora el precio de lo que posee. ¡Vaya un excelente provecho que me proporciona hoy la bendición de Abraham!” Y abrió un cajón, disimulado en el muro de la tienda, y sacó de él una sola mo­neda de oro, que ofreció a Aladino, y, que no representaba ni la milésima parte del valor del plato, y le dijo: “¡Toma, hijo mío, por tu plato! ¡Por Moisés y Aarón, que nunca hu­biera ofrecido semejante suma a otro que no fueses tú; pero lo hago sólo por tenerte por cliente en lo sucesi­vo!” Y Aladino cogió a toda prisa el dinar de oro, y sin pensar siquiera en regatear, echó a correr muy con­tento. Y al ver la alegría de Aladino y su prisa por marcharse, el judío sintió mucho no haberle ofrecido una cantidad más inferior todavía, y estuvo a punto de echar a correr detrás de él para rebajar algo de la moneda de oro; pero renuncio a su proyecto al ver que no podía alcan­zarle.

En cuanto a Aladino, corrió sin pérdida de tiempo a casa del pana­dero, le compró pan, cambió el dinar de oro y volvió a su casa para dar a su madre el pan y el dinero, diciéndole: “¡Madre mía, ve ahora a comprar con este dinero las provi­siones necesarias, porque yo no en­tiendo de esas cosas!” Y la madre se levantó y fue al zoco a comprar todo lo que necesitaban. Y aquel día comieron y se saciaron. Y desde en­tonces, en cuanto les faltaba dinero, Aladino iba al zoco a vender un plato de oro al mismo judío, que siempre le entregaba un dinar, sin atreverse a darle menos después de haberle dado esta suma la primera vez y temeroso de que fuera a pro­poner su mercancía a otros judíos, que se aprovecharían con ello, en lugar suyo, del inmenso beneficio que suponía el tal negocio. Así es que Aladino, que continuaba ignorando el valor de lo que poseía, le vendió de tal suerte los doce platos de oro. Y entonces pensó en llevarle el ban­dejón de plata maciza; pero como le pesaba mucho, fue a buscar al judío, que se presentó en la casa, examinó la bandeja preciosa, y dijo a Aladino: “¡Esto vale dos monedas de oro!” Y Aladino, encantado, con­sintió en vendérselo, y tomó el di­nero, que no quiso darle el judío más que mediante las dos tazas de plata como propina.

De esta manera tuvieron aún para mantenerse durante unos días Ala­dino y su madre. Y Aladino continuó yendo a los zocos a  hablar formal­mente con los mercaderes y las per­sonas distinguidas; porque desde su vuelta había tenido cuidado de abs­tenerse del trato de sus antiguos camaradas, los niños del barrio; y a la sazón procuraba instruirse escu­chando las conversaciones de las personas mayores; y como estaba lleno de sagacidad, en poco tiempo adquirió toda clase de nociones pre­ciosas que muy escasos jóvenes de su edad serían capaces de adquirir.

Entre tanto, de nuevo hubo de faltar dinero en la casa, y como no podía obrar de otro modo, a pesar de todo el terror que inspiraba a su madre, Aladino se vio obligado a recurrir a la lámpara mágica. Pero advertida del proyecto de Aladino, la madre se apresuró a salir de la casa, sin poder sufrir el encontrarse allí en el momento de la aparición del efrit. Y libre entonces de obrar a su antojo, Aladino cogió la lámpara con la mano, y buscó el sitio que había que tocar precisamente, y que se conocía por la impresión dejada con la ceniza en la primera limpieza; y la frotó despacio y muy suavemente. Y al punto apareció el genio, que inclinóse, y corno voz muy tenue, a causa precisamente de la suavidad del frotamiento, dijo a Ala­dino: “¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué quieres? Habla. ¡Soy el servidor de la lámpara en el aire por donde vuelo y en la tierra por donde me arrastro!” Y Aladino se apresuró a contestar: “¡Oh ser­vidor de la lámpara! ¡Tengo mucha hambre, y deseo una bandeja de manjares en un todo semejante a la que me trajiste la primera vez!” Y el genio desapareció, pero para re­aparecer, en menos de un abrir y cerrar de ojos, cargado con la ban­deja consabida, que puso en el tabu­rete; y se retiró sin saberse por dónde.

Poco tiempo después volvió la madre de Aladino; y vio la bandeja con su aroma y su contenido tan encantador; y no se maravilló menos que la primera vez. Y se sentó al lado de su hijo, y probó los manjares, encontrándolos más exquisitos todavía que los de la primera bandeja. Y a pesar del terror que le inspiraba el genio servidor de la lám­para, comió con mucho apetito; y ni ella ni Aladino pudieron separarse de la bandeja hasta que se hartaron completamente; pero como aquellos manjares excitaban el apetito con­forme se iba comiendo, no se le­vantó ella hasta el anochecer, jun­tando así la comida de la mañana con la de mediodía y con la de la noche. Y Aladino hizo lo propio.

Citando se terminaron las provi­siones de la bandeja, como la vez primera....





En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­na, y -se calló discretamente.

 

PERO CUANDO LLEGÓ LA 744 NOCHE

Ella dijo:

 

... Cuando se terminaron las pro­visiones de la bandeja, como la vez primera, Aladino no dejó de coger uno de los platos de oro e ir al zoco, según tema por costumbre, para ven­dérselo al judío, lo mismo que había hecho con los otros platos. Y cuando pasaba por delante de la tienda de un venerable jaique musulmán, que era un orfebre muy estimado por su probidad y buena fe, oyó que le llamaban por su nombre y se detuvo. Y el venerable orfebre le hizo señas con la mano y le invitó a entrar un momento en la tienda. Y le dijo: “Hijo mío, he tenido ocasión de verte pasar por el zoco bastantes veces, y he notado que llevabas siempre entre la ropa algo que que­rías ocultar, y entrabas en la tienda de mi vecino el judío para salir luego sin el objeto que ocultabas. ¡Pero tengo que advertirte de una casa que acaso ignores, a causa de tu tierna edad! Has de saber, en efecto, que los judíos son enemigos natos de los musulmanes; y creen que es lícito escamotearnos nuestros bienes por todos los medios posibles. ¡Y entre todos los judíos, precisamente ese es el más detestable, el más listo, el más embaucador y el más nutrido de odio contra nosotros los que creemos en Alah el Único! ¡Así, pues, si tienes que vender alguna cosa, ¡oh hijo mío! empieza por enseñármela, y por la verdad de Alah el Altísimo te juro que la tasaré en su justo valor, a fin de que al cederla sepas exactamente lo que haces! Enséñame, pues, sin temor, ni desconfianza lo que ocultas en tu traje, ¡y Alah maldiga a los embaucadores y con­funda al Maligno! ¡Alejado sea por siempre!”

Al oír estas palabras del viejo orfebre, Aladino, confiado, no dejó de sacar de debajo de su traje el plato de oro y mostrárselo. Y el jai­que calculó al primer golpe de vista el valor del objeto y preguntó a Ala­dino: “¿Puedes decirme ahora, hijo mío, cuántos platos de esta clase vendiste al judío y el precio a que se los cediste?” Y Aladino contestó: “¡Por Alah, ¡oh tío mío! que ya le he dado doce platos como éste a un dinar cada uno!” Y al oír estas pala­bras, el viejo orfebre llegó al límite de la indignación, y exclamó: “¡Ah maldito judío, hijo de perro, posteri­dad de Eblis!” Y al propio tiempo puso el plato en la balanza, lo pesó; y dijo: “¡Has de saber, hijo mío, que este plato es del oro más fino y que no vale un dinar, sino doscientos dinares exactamente! ¡Es decir, que el judío te ha robado a ti solo tanto como roban en un día, con detri­mento de los musulmanes, todos los judíos del zoco reunidos!” Luego añadió: “¡Ay hijo mío! ¡Lo pasado pasado está, y como no hay testigos, no podemos hacer empalar a ese judío maldito! ¡De todos modos, ya sabes a qué atenerte en lo sucesivo!

Y si quieres, al momento voy a con­tarte doscientos dinares por tu plato. ¡Prefiero, sin embargo, que antes de vendérmelo vayas a proponerlo y a que te lo tasen otros mercaderes; y si te ofrecen más, consiento, en pagarte la diferencia y algo más de sobreprecio!” Pero Aladino, que no tenía ningún motivo para dudar de la reconocida probidad del viejo orfebre, se dio por muy contento, con cederle el plato a tan buen precio. Y tomó los doscientos dina­res. Y en lo sucesivo no dejó de dirigirse al mismo honrado orfebre musulmán para venderle los otros once platos y la bandeja.

Y he aquí que, enriquecidos de aquel modo, Aladino y su madre no abusaron de los beneficios del. Retribuidor. Y continuaron llevando una vida modesta, distribuyendo a los pobres y a los menesterosos lo que sobraba a sus necesidades. Y entre tanto, Aladino no perdonó ocasión de seguir instruyéndose y afinando su ingenio con el contacto de las gentes del zoco, de los mercaderes distinguidos y de las personas de buen tono que frecuentaban los zo­cos. Y así aprendió en poco tiempo las maneras del gran mundo, y man­tuvo relaciones sostenidas con los orfebres y joyeros, de quienes se convirtió en huésped asiduo. ¡Y ha­bituándose entonces a ver joyas y pedrerías, se enteró de que las frutas que se había llevado de aquel jardín y que se imaginaba serían bolas de vidrió coloreado, eran maravillas inestimables que no tenían igual en casa de los reyes y sultanes más poderosos y más ricos! Y como se había vuelto muy prudente y muy inteligente, tuvo la precaución de no hablar de ello a nadie, ni siquiera a su madre. Pero en vez de dejar ­las frutas de pedrería tiradas debajo de los cojines del diván y por todos los rincones, las recogió con mucho cuidado y las guardó en un cofre que compró a propósito: Y he aquí que pronto habría de experimentar los efectos de su prudencia de la manera más brillante y más esplén­dida.

En efecto, un día entre los días, charlando él a la puerta de una tienda con algunos mercaderes ami­gos. Suyos, vio cruzar los zocos a dos pregoneros del sultán, armados de largas pértigas, y les oyó gritar al unísono en alta voz: “¡Oh vosotros todos, mercaderes y habitantes! ¡De orden de nuestro amo magnánimo, el rey del tiempo y el señor de los siglos y de los momentos, sabed que tenéis que cerrar vuestras tiendas al instante y encerraros en vuestras casas, con todas las puertas cerradas por fuera y por dentro! ¡Porque va a pasar para ir a tomar su baño en el hammam, la perla única, la maravillosa, la bienhechora, nuestra joven ama Badrú'l-Budur; luna llena de las lunas llenas, hija de nuestro glorioso, sultán! ¡Séale el baño deli­cioso! ¡En cuanto a los que se abrevan a infringir la orden y a mirar por puertas o ventanas, serán casti­gados con el alfanje, el palo o el patíbulo! ¡Sirva, pues, de aviso a quienes quieran conservar su sangre en su cuello!”

Al oír este pregón público Ala­dino se sintió poseído de un deseo irresistible por ver pasar a la hija del sultán, a aquella maravillosa Ba­drá'l-Budur, de quien se hacían len­guas en toda la ciudad y cuya belleza de luna y perfecciones eran muy elogiadas. Así es que en vez de hacer como todo el mundo y correr a en­cerrarse en su casa, se le ocurrió ir a toda prisa al hammam y escon­derse detrás de la puerta principal para poder, sin ser visto, mirar a través de las junturas y admirar a su gusto a la hija del sultán cuando entrase en el hammam.

Y he aquí que a los pocos instan­tes de situarse en aquel lugar vio llegar el cortejo de la princesa, pre­cedido por la muchedumbre de eunu­cos. Y la vio a ella misma en medio de sus mujeres, cual la luna en me­dio de las estrellas, cubierta con sus velos de seda. Pero en cuanto llegó al umbral del hammmam se apresuró a destaparse el rostro; y apareció con todo el resplandor solar de una be­lleza que superaba a cuanto pudiera decirse. Porque era una joven de quince años, más bien menos que más, derecha como la letra alef, con una cintura que desafiaba a la rama tierna del árbol pan, con una frente deslumbradora, como el cuarto cre­ciente de la luna en el mes de Ramadán, con cejas rectas y perfectamente trazadas, con ojos negros, grandes y lánguidos, cual los ojos de la ga­cela sedienta, con párpados modes­tamente bajos y semejantes a pétalos de rosa, con una nariz impecable como labor selecta, una boca mi­núscula con dos labios encarnados, una tez de blancura lavada en el agua de la fuente Salsabil, un mentón sonriente, dientes como granizos, de igual tamaño, un cuello de tórtola, y lo demás, que no se veía, por el estilo. Y de ella es de quien ha dicho el poeta:

 

¡Sus ojos magos, avivados con kohl negro, traspasan los corazones con sus flechas aceradas!

¡A las rosas de sus mejillas roban los colores las rosas de los ramos!

¡Y su cabellera es una noche tene­brosa iluminada por la irradiación de su frente!

 

Cuando la princesa llegó a la puerta del hammam, como no temía las miradas indiscretas, se levantó el velillo del rostro, y apareció así en toda su belleza. Y Aladino la vio, y en el momento sintió bullirle la san­gre en la cabeza tres veces más de­prisa que antes. Y sólo entonces, se dio cuenta él, que jamás tuvo oca­sión de ver al descubierto rostros de mujer, de que podía haber mu­jeres hermosas y mujeres feas y de que no todas eran viejas y seme­jantes a su madre. Y aquel descu­brimiento, unido a la belleza in­comparable de la princesa, le dejó estupefacto y le inmovilizó en un éxtasis detrás de la puerta. Y ya hacía mucho tiempo que había en­trado la princesa en el hammam, mientras él permanecía aún allí asombrado y todo tembloroso de emoción. Y cuando pudo recobrar un poco el sentido, se decidió a es­cabullirse de su escondite y a regre­sar a su casa, ¡pero en qué estado de mudanza y turbación! Y pensaba: “¡Por Alah! ¿Quién hubiera podido imaginar jamás que sobre la tierra hubiese una criatura tan hermosa? ¡Bendito sea la que la ha formado y la ha dotado de perfección!” Y asaltado por un cúmulo de pensa­mientos, entró en casa de su madre, y con la espalda quebrantada de emoción y el corazón arrebatado de amor por completo, se dejó caer en el diván, y estuvo sin moverse.

Y he aquí que su madre no tardó en verle en aquel estado tan extra­ordinario, y se acercó a él y le pre­guntó con ansiedad qué le pasaba. Pero él se negó a dar la menor res­puesta. Entonces le llevó ella la ban­deja de los manjares para que almor­zase; pero él no quiso comer. Y le preguntó ella: “¿Qué tienes, ¡oh hijo mío?! ¿Te duele algo? ¡Dime qué te ha ocurrido!” Y acabó él por con­testar: “¡Déjame!” y Ella insistió para que comiese, y hubo de instarle de tal manera, que consintió él en tocar a los manjares, pero comió in­finitamente menos que de ordinario; y tenía los ojos bajos, y guardaba silencio, sin querer contestar a las preguntas inquietas de su madre. Y estuvo en aquel estado de somnolencia, de palidez y de abatimiento hasta el día siguiente.

Entonces la madre de Aladino, en el límite de la ansiedad, se acercó a él, con lágrimas en los ojos, y le dijo: “¡Oh hijo mío! ¡Por Alah sobre ti, dime lo que te pasa y no me tor­tures más el corazón con tu silencio! ¡Si tienes alguna enfermedad, no me la ocultes, y en seguida iré a buscar al médico! Precisamente está hoy de paso en nuestra ciudad un médico famoso del país de los árabes, a quien ha hecho venir exprofeso nuestro sultán para consultarle. ¡Y no se habla de otra cosa que de su cien­cia y de sus remedios maravillosos! ¿Quieres que vaya a buscarle...

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­na, y se calló discretamente.

 




PERO CUANDO LLEGÓ LA 746 NOCHE

Ella dijo:

 

“... ¡Y no se habla de otra cosa que de su ciencia y de sus remedios maravillosas! ¿Quieres que vaya a buscarle?” Entonces Aladino levantó la cabeza, y con un topo de voz muy triste, contestó: “¡Sabe oh madre! que estoy bueno y no sufro de en­fermedad! ¡Y si me ves en este estado de mudanza, es porque hasta el pre­sente me imaginé que todas las mu­jeres se te parecían! ¡Y sólo ayer hube de darme cuenta de que no había tal cosa!” Y la madre de Ala­dino alzó los brazos y exclamó: “¡Alejado sea el Maligno! ¿Qué estás diciendo, Aladino?” El joven con­testó: “¡Estate tranquila, que sé bien lo que me digo! ¡Porque ayer vi entrar en el hammam a la princesa Badrú'l-Budur, hija del sultán, y su sola vista me reveló la existencia de la belleza! ¡Y ya no estoy para nada! ¡Y por eso no tendré reposo ni podré volver en mí mientras no la obtenga de su padre el sultán en ma­trimonio!

Al oír estas palabras, la madre de Aladino pensó que su hijo había per­dido el juicio, y le dijo: “¡El nom­bre de Alah sobre ti, hijo mío! ¡Vuel­ve a la razón! ¡Ah! ¡Pobre Aladino, piensa en tu condición y desecha esas locuras!” Aladino contestó: “¡Oh madre mía! no tengo para qué volver a la razón, pues no me cuento en el número de los locos. ¡Y tus palabras no me harán renunciar a mi idea de matrimonio con El Sett Badrú'l-Bu­dur, la hermosa hija del sultán! ¡Y tengo más intención que nunca de pedírsela a su padre en matrimonio!” Ella dijo: “¡Oh hijo mío! ¡por mi vida sobre ti, no pronuncies tales palabras, y ten cuidado de que no te oigan en la vecindad y transmitan tus palabras al sultán, que te haría ahorcar sin remisión! Y además, si de verdad tomaste una resolución tan loca, ¿crees que vas a encontrar quien se encargue de hacer esa pe­tición?” El joven contestó: “¿Y a quién voy a encargar de una misión tan delicada estando tú aquí, ¡oh madre!? ¿y en quién voy a tener más confianza que en ti? ¡Sí, ciertamente, tú serás quien vaya a hacer al sultán esa petición de matrimonio!” Ella exclamó: “¡Alah me preserve delle­var a cabo semejante empresa, ¡oh hijo mío! ¡Yo no estoy, como tú, en el límite de la locura! ¡Ah! ¡Bien veo al presente que te olvidas de que eres hijo de uno de los sastres más pobres y más ignorados de la ciudad, y de que tampoco yo, tu madre, soy de familia más noble o más esclare­cida! ¿Cómo, pues, te atreves a pen­sar en una princesa que su padre no concederá ni aun a los hijos de po­derosos reyes y sultanes?” Y Aladino permaneció silencioso un momento; luego contestó: “Sabe ¡oh madre! que ya he pensado y reflexionado largamente en todo lo que acabas de decirme; pero eso no me impide to­mar la resolución que te he explica­do, ¡sino al contrario! ¡Te lo suplico, pues, que si verdaderamente soy tu hijo y me quieres, me prestes el ser­vicio que te pido! ¡Si, no, mi muerte será preferible a mi vida; y sin duda alguna me perderás muy pronto! ¡Por última vez, ¡oh madre mía! no olvi­des que siempre seré tu hijo Áladino!”

Al oír estas palabras de su hijo, la madre de Aladino rompió en sollo­zos, y dijo lagrimosa: “¡Oh hijo mío! ¡Ciertamente, soy tu madre, y tú eres mi único hijo, el núcleo de mi cora­zón! ¡Y mi mayor anhelo siempre fue verte casado un día y regocijarme con tu dicha antes de morirme! ¡Así, pues, si quieres casarte, me apresu­raré a buscarte mujer entre las gentes de nuestra condición! ¡Y aun así, no sabré qué contestarles cuando me pidan informes acerca de ti, del oficio que ejerces, de la ganancia que sacas y de dos bienes y tierras que posees! ¡Y me azora mucho eso! Pero, ¿qué no será tratándose, no ya de ir a gentes de condición humilde, sino a pedir para ti al sultán de la China su hija única El Sett Badrú'l-Budur? ¡Vamos, hijo mío, reflexiona un ins­tante con moderación! ¡Bien sé que nuestro sultán está lleno de bene­volencia y que jamás despide a nin­gún súbdito suyo sin hacerle la jus­ticia que necesita! ¡También sé que es generoso con exceso y que nunca rehúsa nada a quien ha merecido sus favores con alguna acción bri­llante, algún hecho de bravura o algún servicio grande o pequeño! Pera, ¿puedes decirme en qué has sobre­salido tú hasta el presente, y qué títulos tienes para merecer ese favor incomparable que solicitas? Y ade­más, ¿dónde están los regalos que, como solicitante de gracias, tienes que ofrecer al rey en calidad de ho­menaje de súbdito leal a su soberano?” El joven contestó: “¡Pues bien; si no se trata más que de hacer un buen regalo para obtener lo que anhela tanto mi alma, precisamente creo que ningún hombre sobre la tierra puede competir conmigo en ese terreno! Porque has de saber ¡oh madre! que esas frutas de todos co­lores que me traje del jardín subte­rráneo y que creía eran sencillamente bolas de vidrio sin valor ninguno, y buenas, a lo más, para, que jugasen los niños pequeños, son pedrerías inestimable como no las posee nin­gún sultán en la tierra. ¡Y vas a juzgar por ti misma, a pesar de tu poca experiencia en estas cosas! No tienes más que traerme de la cocina una fuente de porcelana en que que­pan, y ya verás qué efecto tan mara­villoso producen:”

Y aunque muy sorprendida de cuanto oía, la madre de Aladino fue a la cocina a buscar una fuente gran­de de porcelana blanca muy limpia y se la entregó a su hijo. Y Aladino, que ya había sacado las frutas con­sabidas, se dedicó a colocarlas con mucho arte en la porcelana, combi­nando sus distintos colores, sus for­mas y sus variedades. Y cuando hubo acabado se las puso delante de los ojos de su madre, que quedó absolu­tamente deslumbrada, tanto a causa de su brillo como de su hermosura. Y a pesar de que no estaba muy acostumbrada a ver pedrerías, no pudo por menos de exclamar: “¡Ya Alah! ¡Qué admirable es esto!”. Y hasta se vio precisada, al cabo de un momento, a cerrar los ojos. Y acabó por decir: “¡Bien veo al presente que agradara al sultán el regalo, sin duda! ¡Pero la dificultad no es esa, sino que está, en el, paso que voy a dar; porque me parece que no podré resistir la majestad de la presencia del sultán, y que me quedaré inmó­vil, con la lengua turbada, y hasta quizá me desvanezca de emoción y de confusión! Pero aun suponiendo que pueda violentarme a mí misma por satisfacer tu alma llena de ese deseo, y logre exponer al sultán tu petición concerniente a su hija Badrú'l-Budur, ¿qué va a ocurrir? Sí, ¿qué va a ocurrir? ¡Pues bien, hijo mío; creerán que estoy loca, y me echarán del palacio, o irritado por semejante pretensión, el sultán nos castigará a ambos de manera terri­ble! Si a pesar de todo crees lo contrario, y suponiendo que el sultán preste oídos a tu demanda, me in­terrogará luego acerca de tu estado y condición. Y me dirá: “Sí, este regalo es muy hermoso, ¡oh mujer! ¿Pero quién eres? ¿Y quién es tu hijo Aladino? ¿Y qué hace? ¿Y quién es su padre? ¿Y con qué cuenta? ¡Y entonces me veré obligada a decir que no ejerces ningún oficio y que tu padre no era más que un pobre sastre entre los sastres del zoco!” Pero Aladino contestó: “¡Oh madre, está tranquila! ¡Es imposible que el sultán te haga semejantes preguntas cuando vea las maravillosas pedre­rías colocadas a manera de frutas en la porcelana! No tengas, pues, mie­do, y no te preocupes por lo que no va a pasar. ¡Levántate, por el con­trario, y ve a ofrecerle el plato con su contenido y pídele para mí en matrimonio a su hija Badrú'l-Budur! ¡Y no apesadumbres tu pensamiento con un asunto tan fácil y tan sen­cillo! ¡Tampoco olvides, además, si todavía abrigas dudas con respecto al éxito, que poseo una lámpara que suplirá para mí a todos los oficios y a todas las ganancias!”

Y continuó hablando a su madre con tanto calor y seguridad, que aca­bó por convencerla completamente. Y la apremió para que se pusiera sus mejores trajes; y la entregó la fuente de porcelana, que se apresuró ella a envolver en un pañuelo atado por las cuatro puntas, para llevarla así en la mano. Y salió de la casa y se enca­minó al palacio del sultán. Y penetró en la sala de audiencias con la mu­chedumbre de solicitantes. Y se puso en primera fila, pero en una actitud muy humilde, en medio de los pre­sentes, que permanecían con los bra­zos cruzados, y los ojos bajos en señal del más profundo respeto. Y se abrió la sesión del diván cuando el sultán hizo su entrada, seguido de sus vi­sires, de sus emires y de sus guardias. Y el jefe de los escribas del sultán empezó a llamar a los solicitantes, unos tras otros, según la importancia de las súplicas. Y se despacharon los asuntos acto seguido. Y los solicitantes se marcharon, contentos unos por haber conseguido lo que desea­ban, otros muy alargados de nariz, y otros sin haber sido llamados por falta de tiempo. Y la madre de Ala­dino fue de estos últimos.

Así es que cuando vio que se había levantado la sesión y que el sultán se había retirado, seguido de sus visires, comprendió que no la que­daba qué hacer más que marcharse también ella. Y salió de palacio y volvió a su casa. Y Aladino, que en su impaciencia la esperaba a la puerta, la vio volver con la porce­lana en la mano todavía; y se extra­ñó y se quedó muy perplejo, y temiendo que hubiese sobrevenido alguna desgracia o alguna siniestra circunstancia, no quiso hacerle pre­guntas en la calle y se apresuró a arrastrarla a la casa, en donde, con la cara muy amarilla, la interrogó con la actitud y con los ojos, pues de emoción no podía abrir la boca. Y la pobre mujer le contó lo que ha­bía ocurrido, añadiendo: “Tienes que dispensar a tu madre por esta vez, hijo mía, pues no estoy acostumbra­da a frecuentar palacios; y la vista del sultán me ha turbado de tal mo­do, que no pude adelantarme a hacer mi petición. ¡Pero mañana, si Alah quiere, volveré a palacio y tendré más valor que hoy!” Y a pesar de to­da su impaciencia, Aladino se dio por muy contento al saber que no obe­decía a un motivo más grave el re­greso de su madre con la porcelana entro las manos. Y hasta le satisfizo mucho que se hubiese dado el paso más difícil sin contratiempos ni ma­las consecuencias para su madre y para él. Y se consoló al pensar que pronto iba a repararse el retrasó.

En efecto, al siguiente día la ma­dre de Aladino fue a palacio te­niendo cogido por las cuatro puntas el pañuelo que envolvía el obsequio de pedrerías...




En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­na, y se calló discretamente.

 

PERO CUANDO LLEGÓ LA 748 NOCHE

Ella dijo:

 

... En efecto, al siguiente día la madre de Aladino fue a palacio te­niendo cogido por las cuatro puntas el pañuelo que envolvía el obsequio de pedrerías. Y estaba muy resuelta a sobreponerse a su timidez y formular su petición. Y entró en el diván, y se colocó en primera fila ante el sultán. Pero, como la vez primera, no pudo dar un paso ni hacer un gesto que atrajese sobre ella la aten­ción del jefe de las escribas. Y se levantó la sesión sin resultado; y se volvió ella a casa, con la cabeza baja, para anunciar a Aladino el fracaso de su tentativa, pero pro­metiéndole el éxito para la próxima vez. Y Aladino se vio precisado a hacer nueva provisión de paciencia, amonestando a su madre por su falta de valor y de firmeza. Pero no sir­vió de gran cosa, pues la pobre mujer fue a palacio con la porcelana seis días consecutivos y se colocó siempre frente al sultán, aunque sin tener más valor ni lograr más éxito que la primera vez. Y sin duda ha­bría vuelto cien veces más tan inútil­mente, y Aladino habría muerto de desesperación y de impaciencia re­concentrada, si el propio sultán, que acabó por fijarse en ella, ya que estaba en primera fila a cada sesión del diván, no hubiese tenido la curiosi­dad de informarse acerca de ella y del motivo de su presencia. En efecto, al séptimo día, terminado el diván, el sultán se encaró con su gran visir, y le dijo: “Mira esa vieja que lleva en la mano un pañuelo con algo. Desde hace algunos días viene al diván con regularidad y permane­ce inmóvil sin pedir nada. ¿Puedes decirme a qué viene y qué desea?” Y el gran visir, que no conocía a la madre de Aladino, no quiso dejar al sultán sin respuesta, y le dijo: “¡Oh mi señor! es una vieja entre las numerosas viejas que no vienen al diván más que para pequeñeces. ¡Y tendrá que quejarse sin duda de que la han vendido cebada podrida, por ejemplo, o de que la ha injuriado su vecina, o de que la ha pegado su marido!” Pero el sultán no quedó contento con esta explicación, y dijo al visir: “Sin embargo, deseo inte­rrogar a esa pobre mujer. ¡Hazla avanzar antes de que se retire con los demás!” Y el visir contestó con el oído y la obediencia, llevándose la mano a la frente. Y dio unos pasos hacia la madre de Aladino, y le hizo seña con la mano para que se acer­cara. Y la pobre mujer se adelantó al pie del trono, toda temblorosa, y besó la tierra entre las manos del sultán, como había visto hacer a los demás concurrentes. Y siguió en aquella postura hasta que el gran visir le tocó en el hombro y la ayudó a levantarse. Y se mantuvo entonces de pie, llena de emoción; y el sul­tán le dijo: “¡Oh mujer! hace ya varios días que te veo venir al diván y permanecer inmóvil sin pedir nada. Dime, pues, qué te trae por aquí y qué deseas, a fin de que te haga justicia.” Y un poco alentada por la voz benévola del sultán, contestó la madre de Aladino: “Alah haga descender sus bendiciones sobre la cabeza de nuestro amo el sultán. ¡En cuanto a tu servidora, ¡oh rey del tiempo! antes de exponer su de­manda te suplica que te dignes con­cederle la promesa de seguridad, pues, de no ser así, tendré miedo a ofender los oídos del sultán, ya que mi petición puede parecer extraña o singular!” Y he aquí que el sultán que era hombre bueno y magnánimo, se apresuró a prometerle la seguri­dad; e incluso dio orden de hacer desalojar completamente la sala, a fin de permitir a la mujer que ha­blase con toda libertad. Y no retuvo a su lado más que a su gran visir. Y se encaró con ella, y le dijo: “Pue­des hablar, la seguridad de Alah está contigo, ¡oh mujer!” Poro la madre de Aladino, que había recobrado por completo el valor en vista de la aco­gida favorable del sultán, contestó:. “¡También pido perdón de antema­no al sultán por lo que en mi súplica pueda encontrar de inconveniente y por la audacia extraordinaria de mis palabras!” Y dijo el sultán, cada vez mas intrigado: “Habla ya sin res­tricción, ¡oh mujer! ¡Contigo están el perdón y la gracia de Alah para todo lo que puedas decir y pedir!”

Entonces, después de prosternarse por segunda vez ante el trono y de haber llamado sobre el sultán todas las bendiciones y los favores del Al­tísimo, la madre de Aladino se puso a cantar cuanto le había sucedido a su hijo desde el día en que oyó a los pregoneros públicos proclamar la or­den de que los habitantes se ocul­taran en sus casas para dejar paso al cortejo de Sett Badrú'l-Budur. Y no dejó de decirle el estado en que se hallaba Aladino, que hubo de ame­nazar con matarse si no obtenía a la princesa en matrimonio. Y narró la historia con todos sus detalles, desde el comienzo hasta el fin. Pero no hay utilidad en repetirla. Luego, cuando acabó de hablar, bajó la cabeza. presa de gran confusión, aña­diendo: “¡Y yo ¡oh rey del tiempo! no me queda más que suplicar a Tu Alteza que no sea riguroso con la locura de mi hija y me excuse si la ternura de madre me ha impul­sado a venir a transmitirte una pe­tición tan singular!”

Cuando el sultán, que había es­cuchado estas palabras con mucha atención, pues era justo y benévolo, vio que había callado la madre de Aladino, lejos de mostrarse indignado de su demanda, se echó a reír con bondad y le dijo: “¡Oh pobre! ¿y qué traes en ese pañuelo que sos­tienes pon la cuatro puntas?

Entonces la madre de Aladino desató el pañuelo en silencio, y sin añadir una palabra presentó al sul­tán la fuente de porcelana en que estaban dispuestas las frutas de pe­drería. Y al punto se iluminó todo el diván con su resplandor, mucho más que si estuviese alumbrado con arañas y antorchas. Y el sultán que­dó deslumbrado de su claridad y le pasmó su hermosura. Luego cogió la porcelana de manos de la buena mujer y examinó las maravillosas pedrerías, una tras otra, tomándolas entre sus dedos. Y estuvo mucho tiempo mirándolas y tocándolas, en el límite de la admiración. Y acabó por exclamar, encarándose con su gran visir: “¡Por vida de mi cabeza, ¡oh visir mío! que hermoso es todo esto y qué maravillosas son estas frutas! ¿Las viste nunca parecidas u oíste hablar siquiera de la exis­tencia de cosas tan admirables sobre la faz de la tierra? ¿Qué te parece? ¡di!” Y el visir contestó: “¡En ver­dad ¡oh rey del tiempo! que nunca he visto ni nunca he oído hablar de cosas tan maravillosas! ¡Ciertamente, estas pedrerías son únicas en su es­pecie! ¡Y las joyas más preciosas del armario de nuestro rey no valen, reunidas, tanto como la más pequeña de estas frutas, a mi entender!” Y dijo el rey: “¿No es verdad ¡oh visir mío! que el joven Aladino, que por mediación de su madre me envía un presente tan hermoso, merece, sin duda alguna, mejor que cualquier hijo de rey, que se acoja bien su petición de matrimonio con mi hija Badrú'l-Budur?”

A esta pregunta del rey, la cual estaba lejos de esperarse, al visir se le mudó el color y se le trabó mu­cho la lengua y se apenó mucho. Porque, desde hacía largo tiempo, le había prometida el sultán que no daría en matrimonio a la princesa a otro que no fuese un hijo que tenía el visir y que ardía de amor por ella desde la niñez. Así es que tras largo rato de perplejidad, de emoción y de silencio, acabó por contestar con voz muy triste: “Si, ¡oh rey del tiempo! ¡Pero Tu Serenidad olvida que has prometido la princesa al hijo de tu esclavo! ¡Sólo te pido, pues, como gracia, ya que tanto te satisface este regalo de un desconocido, que me concedas un plazo de tres meses, al cabo del cual me comprometo a traer yo mismo un presente más hermoso todavía que éste para ofrecérselos de dote a nuestro rey, en nombre de mi hijo!”

Y el rey, que a causa de sus co­nocimientos en materia de joyas y pedrerías sabía bien que ningún hombre, aunque fuese hijo de rey o de sultán, sería capaz de encon­trar un regalo que compitiese de cerca ni de lejos con aquellas mara­villas, únicas en su especie, no quiso desairar a su viejo visir rehusándole la gracia que solicitaba, por muy inútil que fuese; y con benevolencia le contestó: “¡Claro está ¡oh visir mío! que te concedo el plazo que pides. ¡Pero has de saber que, si al cabo de esos tres meses nos has en­contrado para tu hijo una dote que ofrecer a mi hija que supere o iguale solamente a la dote que me ofrece esta buena mujer en nombre de su hijo Aladino, no podré hacer más por tu hijo, a pesar de tus buenos y leales servicios!” Luego se encaró con la madre de Aladino y le dijo con mucha afabilidad: “¡Oh madre de Aladino! ¡Puedes volver con toda alegría y seguridad al lado de tu hijo y decirle que su petición ha sido bien acogida y que mi hija está com­prometida con él en adelante! ¡Pero dile que no podrá celebrarse el ma­trimonio hasta pasados tres meses, para dar tiempo a preparar el equipo de mi hija y hacer el ajuar que co­rresponde a una princesa de su ca­lidad!”

Y la madre de Aladino, en extre­mo emocionada, alzó los brazos al cielo e hizo votos por la prosperidad y la dilatación de la vida del sultán y se despidió, para volar llena de alegría a su casa en cuanto salió de palacio. Y no bien entró en ella, Aladino vio su rostro iluminado por la dicha y corrió hacia ella y le preguntó, muy turbado: “Y bien, ¡oh madre! ¿Debo vivir o debo mo­rir?” Y la pobre mujer, extenuada de fatiga, comenzó por sentarse en el diván y quitarse el velo del rostro, y dijo: “Te traigo buenas noticias, ¡oh Aladino! ¡La hija del sultán está comprometida contigo para en adelante! ¡Y tu regalo, como ves, ha sido acogido con alegría y con­tento! ¡Pero hasta dentro de tres meses no podrá celebrarse tu matri­monio con Badrú'l-Badur! ¡Y esta tardanza se debe al gran visir, barba calamitosa, que ha hablado en secre­to con el rey y le ha convencido para retardar la ceremonia, no sé por qué razón! Pero ¡inschalah! todo saldrá bien. Y será satisfecho tu deseo por encima de todas las previsiones, ¡oh hijo mío!” Luego añadió: “¡En cuan­to a ese gran visir, ¡oh hijo mío! que Alah le maldiga y le reduzca al es­tado peor! ¡Porque estoy muy pre­ocupada por lo que le haya podido decir al oído al rey! ¡A no ser por él, el matrimonio hubiera tenido lu­gar, al parecer, hoy o mañana, pues le han entusiasmado al rey las frutas de pedrería del plato de porcelana!”

Luego, sin interrumpirse para res­pirar, contó a su hijo todo lo que había ocurrido desde que entró en el diván, hasta que salió, y terminó diciendo: “Alah conserve la vida de nuestro glorioso sultán, y te guarde para la dicha que te espera, ¡oh hijo mío Aladino!”

Al oír lo que acababa de anun­ciarle su madre, Aladino osciló de tranquilidad y contento, y exclamó; “¡Glorificado sea Alah, ¡oh madre! que hace descender Sus gracias a nuestra casa y te da por hija a una princesa que tiene sangre de los más grandes reyes!” Y besó la mano a su madre y la dio muchas gracias por todas las penas que hubo de tomarse para la consecución de aquel asunto tan delicado. ¡Y su madre le besó con ternura y le deseó toda cla­se de prosperidades, y lloró al pensar que su esposo el sastre, padre de Aladino, no estaba allí para ver la fortuna y los efectos maravillosos del destino de su hijo, el holgazán de otro tiempo!

Y desde aquel día pusiéronse a contar, con impaciencia extremada, las horas que les separaban de la dicha que se prometían hasta la expiración del plazo de tres meses. Y no cesaban de hablar de sus proyec­tos y de los festejos y limosnas que pensaban dar a las pobres, sin olvidar que ayer estaban ellos mismos en la miseria y que la cosa más meritoria a los ojos del Retribuidor era, sin duda alguna, la generosidad.

Y he aquí que de tal suerte trans­currieron dos meses. Y la madre de Aladino, que salía a diario para hacer las compras necesarias con anterioridad a las bodas, había ido al zoco una mañana y comenzaba a entrar en las tiendas, haciendo mil pedidos grandes y pequeños, cuando advirtió una cosa que no había no­tado al llegar. Vio, en efecto, que todas las tiendas estaban decoradas y adornadas con follaje, linternas y banderolas multicolores que iban de un extremo a otro de la calle, y que todos los tenderos, compradores y gentes del zoco, lo mismo ricos que pobres, hacían grandes demostracio­nes de alegría, y que todas las calles estaban atestadas de funcionarios de palacio ricamente vestidos con sus brocados de ceremonia y montados en caballos enjaezados maravillosa­mente, y que todo el mundo iba y venía con una animación inesperada. Así es que se apresuró a preguntar a un mercader de aceite, en cuya casa se aprovisionaba, qué fiesta, ignorada por ella, celebraba toda aquella alegre muchedumbre y qué significaban todas aquellas demos­traciones. Y el mercader de aceite, en extremo asombrado de semejante pregunta, la miró de reojo, y con­testó: “¡Por Alah, que se diría que te estás burlando! ¿Acaso eres una extranjera para ignorar así la boda del hijo del gran visir con la princesa Badrú'l-Budur, hija del sultán? ¡Y precisamente esta es la hora en que ella va a salir del hamman! ¡Y todos esos jinetes ricamente vestidos con trajes de oro son los guardias que la darán escolta hasta el palacio!”

Cuando la madre de Aladino hubo oído estas palabras del mercader de aceite, no quiso saber más, y enlo­quecida y desolada echó a correr por los zocos, olvidándose de sus com­pras a los mercaderes, y llegó a su casa, adonde entró, y se desplomó sin aliento en el diván, permanecien­do allí un instante sin poder pro­nunciar una palabra. Y cuando pudo hablar, dijo a Aladino, que había acudido: “¡Ah! ¡hijo mío, el Des­tino ha vuelto contra ti la página fatal de su libro, y he aquí que todo está perdido, y que la dicha hacia la cual te encaminabas se desvaneció antes de realizarse!” Y Aladino, muy alarmado del estado en que veía a su madre y de las palabras que oía, le preguntó: “¿Pero qué ha sucedido de fatal, ¡oh madre!? ¡Dímelo pron­to!” Ella dijo: “¡Ay! ¡Hijo mío, el sultán se olvidó de la promesa que nos hizo! ¡Y hoy precisamente casa a su hija Badrú’l-Budur con el hijo del gran visir, de ese rostro de brea, de ese calamitoso a quien yo temía tanto! ¡Y toda la ciudad está ador­nada, como en las fiestas mayores, para la boda de esta noche!” Y al escuchar esta noticia, Aladino sintió que la fiebre le invadía el cerebro y hacía bullir su sangre a borbotones precipitados. Y se quedó un momen­to pasmado y confuso, como si fuera a caerse. Pero no tardó en domi­narse, acordándose de la lámpara maravillosa que poseía, y que le iba a ser más útil que nunca. Y se encaró a su madre, y le dijo con acento muy tranquilo: “¡Por tu vida; ¡oh madre! se me antoja que el hijo del visir no disfrutará esta noche de todas las delicias que se promete gozar en lugar mío! No temas, pues, por eso, y sin más dilación, levántate y prepáranos la comida. ¡Y ya veremos después lo que tenemos que hacer con asistencia del Altísimo!”

Se levantó, pues, la madre de Ala­dino y preparó la comida, comiendo Aladino con mucho apetito para retirarse a su habitación inmediata­mente, diciendo: “¡Deseo estar solo y que no se me importune!” Y cerró tras de sí la puerta con llave, y sacó la lámpara mágica del lugar en que la tenía, escondida. Y la cogió y la frotó en el sitio que conocía ya. Y en el mismo momento se le apareció el efrit esclavo de la lámpara, y dijo: ¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué quieres? Habla. ¡Soy el servidor de la lámpara en el aire por donde vuelo y en la tierra por donde me arrastro! Y Aladino le di­jo: “¡Escúchame bien, ¡oh servidor de la lámpara! -pues ahora ya no se trata de traerme de comer y de beber, sino de servirme en un asunto de mucha más importancia! Has de saber, en efecto que el sultán me ha prometido en matrimonio su mara­villosa hija Badrú'l-Budur, tras de haber recibido de mí un presente de frutas de pedrería. Y me ha pe­dido un plazo de tres meses para la celebración de las bodas. ¡Y ahora se olvidó de su promesa, y sin pen­sar en devolverme mi regalo, casa a su hija con el hijo del gran visir! ¡Y como no quiero que sucedan así las cosas, acudo a ti para que me auxilies en la realización de mi pro­yecto!” Y contestó el efrit: “Habla, ¡oh mi amo Aladino! ¡Y no tienes necesidad de darme tantas explica­ciones! ¡Ordena y obedeceré!” Y contestó Aladino: “¡Pues esta noche, en cuanto los recién casados se acues­ten en su lecho nupcial, y antes de que ni siquiera tengan tiempo de tocarse, los cogerás con lecho y todo y los transportarás aquí mismo, en donde ya veré lo que tengo que hacer!” Y el efrit de la lámpara se llevó la mano a la frente, y contestó: “¡Escucho y obedezco!'; Y desapa­reció. Y Aladino fue en busca, de su madre y se sentó junto a ella y se puso a hablar con tranquilidad de unas cosas y de otras, sin preocupase del matrimonio de la princesa, como si no hubiese ocurrido nada de aquello. Y cuando llegó la noche dejó que se acostara su madre, y volvió a su habitación, en donde se encerró de nuevo con llave, y esperó el regreso del efrit. ¡Y he aquí lo referente a él!

¡He aquí ahora lo que atañe a las bodas del hijo del gran visir! Cuando tuvieron fin la fiesta y los festines y las ceremonias y las recepciones y los regocijos, el recién casado, pre­cedido por el jefe de los eunucos, penetró en la cámara nupcial. Y el jefe de los eunucos se apresuró a re­tirarse y a cerrar la puerta detrás de sí. Y el recién casado, después de desnudarse, levantó las cortinas y se acostó en el lecho para esperar allí la llegada de la princesa. No tardó en hacer su entrada ella, acompa­ñada de su madre y las mujeres de su séquito, que la desnudaron, la pusieron una sencilla camisa de seda y destrenzaran su cabellera. Luego la metieron en el lecho a la fuerza, mientras ella fingía hacer mucha resistencia y daba vueltas en todos sentidos para escapar de sus manos, como suelen hacer en semejantes circunstancias las recién casadas. Y cuando la metieron en el lecho, sin mirar al hijo del visir que estaba ya acostado, se retiraron todas juntas, haciendo votos por la consumación del acto. Y la madre, que salió la última, cerró la puerta de la habita­ción, lanzando un gran suspiro, como es costumbre.

No bien estuvieron solas los re­cién casados, antes de que tuviesen tiempo de hacerse la menor caricia, sintiéronse de pronto elevados con su lecho, sin poder darse cuenta de lo que les sucedía. Y en un abrir y cerrar de ojos se vieron transpor­tados fuera del palacio y deposita­dos en un lugar que no conocían, y que no era otro que la habitación de Aladino. Y dejándolos llenos de espanto, el efrit fue a prosternarse ante Aladino, y le dijo: “Ya se ha ejecutado tu orden ¡oh mi señor! ¡Y heme aquí dispuesto a obedecerte en todo lo que tengas que mandar­me!” Y le contestó Aladino: “¡Ten­go que mandarte que cojas a ese joven y le encierres durante toda la noche en el retrete! ¡Y ven aquí a tomar órdenes mañana por la ma­ñana!” Y el genio de la lámpara contestó con el oído y la obediencia, y se apresuró a obedecer. Cogió, pues, brutalmente al hijo del visir y fue a encerrarle en el retrete, me­tiéndole la cabeza en el agujero. Y sopló sobre él una bocanada fría y pestilente que lo dejó inmóvil como un madero en la postura en que estaba. ¡Y he aquí lo referente a él!

En cuanto a Aladino, cuando es­tuvo solo con la princesa Badrú'l-Bu­dur, a pesar del gran amor que por ella sentía, no pensó ni por un ins­tante en abusar de la situación. Y empezó por inclinarse ante ella, lle­vándose la mano al corazón, y le di­jo con voz apasionada: “¡Oh prin­cesa, sabe que aquí estás más segu­ra que en el palacio de tu padre el sultán! ¡Si te hallas en este lugar que desconoces, sólo es para que no sufras las caricias de ese joven cretino, hijo del visir de tu padre! ¡Y aunque es a mí a quien te prome­tieron en matrimonio, me guardaré bien de tocarte antes de tiempo y antes de que seas mi esposa legítima por el Libro y la Sunnah!”

Al oír estas palabras de Aladino, la princesa no pudo comprender na­da, primeramente porque estaba muy emocionada, y además, porque ig­noraba la antigua promesa de su pa­dre y todos los pormenores del asun­to. Y sin saber qué decir, se limitó a llorar mucho. Y Aladino para demostrarla bien que no abrigaba nin­guna mala intención con respecto a ella y para tranquilizarla, se tendió vestido en el lecho, en el mismo sitio que ocupaba el hijo del visir, y tuvo la precaución de poner un sable des­envainado entre ella y él, para dar a entender que antes se daría la muerte que tocarla, aunque fuese con las puntas de los dedos. Y has­ta volvió la espalda a la princesa, para no importunarla en manera al­guna. Y se durmió con toda tran­quilidad, sin volver a ocuparse de la tan deseada presencia de Badrú't-Bu­dur, como si estuviese solo en su le­cho de soltero.

En cuanto a la princesa, la emo­ción que le producía aquella aventu­ra tan extraña, y la situación anómala en que se encontraba, y los pensamientos tumultuosos que la agi­taban, mezcla de miedo y asombro, la impidieron pegar los ojos en toda la noche. Pero sin duda tenía menos motivo de queja que el hijo del vi­sir, que estaba en el retrete con la cabeza metida en el agujero y no podía hacer ni un movimiento a causa de la espantosa bocanada que le había echado el efrit para inmo­vilizarle. De todos modos, la suerte de ambos esposos fue bastante aflic­tiva y calamitosa para una primera noche de bodas...

 

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­na, y se calló discretamente.
 

 

PERO CUANDO LLEGÓ LA 752 NOCHE

Ella dijo:

 

... De todos modos, la suerte de ambos esposos fue bastante aflictiva y calamitosa para una primera no­che de bodas.

Al siguiente día por la mañana, sin que Aladino tuviese necesidad de frotar la lámpara de nuevo, el efrit, cumpliendo la orden que se le dio, fue solo a esperar que se des­pertase el dueño de la lámpara. Y como tardara en despertarse, lanzó varias exclamaciones que asustaron a la princesa, a la cual no era posi­ble verle. Y Aladino abrió los ojos, y en cuanto hubo reconocido al efrit, se levantó del lado de la princesa, y se separó del lecho un poco, para no ser oído más que por el efrit, y le dijo: “Date prisa a sacar del retrete al hijo del visir, y vuelve a dejarle en la cama en el sitio que ocupaba. Luego llévalos a ambos al palacio del sultán, dejándolos en el mismo lugar de donde los trajiste. ¡Y sobre todo, vigílales bien para impe­dirles que se acaricien, ni siquiera que se toquen!” Y el efrit de la lám­para contestó con el oído y la obe­diencia, y se apresuró primero a quitar el frío al joven del retrete y a ponerle en el lecho, al lado de la princesa, para transportarles en se­guida a ambos a la cámara nupcial del palacio del sultán en menos tiempo del que se necesita para par­padear, sin que pudiesen ellos ver ni comprender lo que les sucedía, ni a que obedecía tan rápido cambio de domicilio. Y a fe que era lo me­jor que podía ocurrirles, porque la sola vista del espantable genio ser­vidor de la lámpara, sin duda alguna les habría asustado hasta morir.

Y he aquí que, apenas el efrit transportó a los dos recién casados a la habitación del palacio, el sultán y su esposa hicieron su entrada ma­tinal, impacientes por saber cómo había pasado su hija aquella primera noche de bodas y deseosos de felicitarla y de ser los primeros en ver­la para desearle dicha y delicias pro­longadas. Y muy emocionados se acercaran al lecho de su hija, y la besaron con ternura entre, ambos ojos, diciéndole: “Bendita sea tu unión, oh hija de nuestro corazón! ¡Y ojalá veas germinar de tu fe­cundidad una larga sucesión de des­cendientes hermosos e ilustres que perpetúen la gloria y la nobleza de tu raza! ¡Ah! ¡Dinos cómo has pasa­do esta primera noche, y de qué ma­nera se ha portado contigo tu espo­so!” ¡Y tras de hablar así, se calla­ron, aguardando su respuesta! Y he aquí que de pronto vieron que, en lugar de mostrar un rostro fresco y sonriente, estallaba ella en sollozos y les miraba con ojos muy abiertos, tristes y preñados de lágrimas.

Entonces quisieron, interrogar al esposo, y miraron hacia el lado del lecho en que creían que aún estaría acostado; pero, precisamente en el mismo momento en que entraron ellas, había salido él de la habitación para lavarse todas las inmundicias con que tenía embadurnada la cara. Y creyeron que había ido al ham­man del palacio para tomar el ba­ño, como es costumbre después de la consumación del acto. Y de nue­vo se volvieron hacia su hija y le interrogaron ansiosamente, con el gesto, con la mirada y con la voz, acerca del motivo de sus lágrimas y su tristeza. Y como continuara ella callada, creyeron que sólo era el pudor propio de la primera noche de bodas lo que la impedía hablar, y que sus lágrimas eran lágrimas propias de las circunstancias, y espe­raron un momento. Pero como la situación amenazaba con durar mu­cho tiempo y el llanto de la princesa aumentaba, a la reina la faltó pa­ciencia; y acabó por decir a la prin­cesa, con tono malhumorado: “Va­ya, hija mía, ¿quieres contestarme y contestar a tu padre ya? ¿Y vas a seguir así por mucho rato todavía? También yo, hija mía, estuve recién casada como tú y antes que tú; pe­ro supe tener tacto para no prolon­gar con exceso esas actitudes de ga­llina asustada. ¡Y además, te olvidas de que al presente nos estás faltan­do al respeto que nos debes con no contestar a nuestras preguntas!”

Al oír estas palabras de su madre, que se había puesto seria, la pobre princesa, abrumada en todos senti­dos a la vez, se vio obligada a salir del silencio que guardaba, y lanzan­do un suspiro prolongado y muy triste, contestó: “¡Alah me perdone si falté al respeto que debo a mi pa­dre y mi madre; pero me disculpa el hecho de estar en extremo turba­da y muy emocionada y muy triste y muy estupefacta de todo lo que me ha ocurrido esta noche!” Y con­tó todo lo que le había sucedido la noche anterior, no como las cosas habían pasado realmente, sino sólo como pudo juzgar acerca de ellas con sus ojos. Dijo que apenas se acostó en el lecho al lado de su es­poso, el hijo del visir, había sentido conmoverse el lecho debajo de ella; que se había visto transportada en un abrir y cerrar de ojos desde la cámara nupcial a una casa que ja­más había visitado antes; que la ha­bían separado de su esposo, sin que pudiese ella saber de qué manera le habían sacado y reintegrado lue­go; que le había reemplazado, du­rante toda la noche, un joven her­moso, muy respetuoso desde luego y en extrema atento, el cual, para no verse expuesto a abusar de ella, ha­bía dejado su sable desenvainado en­tre ambos y se había dormido con la cara vuelta a la pared; y por úl­timo, que a la mañana, vuelto ya al lecho su esposo, de nuevo se la había transportado con él a su cá­mara nupcial del palacio, apresurándose él a levantarse para correr al hammam con objeto de limpiarse un cúmulo de cosas horribles, que le cubrían la cara. Y añadió: “¡Y en ese momento vi entrar a ambos para darme los buenos días y pedirme no­ticias! ¡Ay de mí! ¡Ya sólo me res­ta morir!” Y tras de hablar así, es­condió la cabeza en las almohadas, sacudida por sollozos dolorosos.

Cuando el sultán y su esposa oye­ron estas palabras de su hija Badrú'l-­Budur, se quedaron estupefactos, y mirándose con los ojos en blanco y las caras alargadas, sin dudar ya de que hubiese ella perdido la razón aquella noche en que su virginidad fue herida por primera vez., Y no quisieron dar fe a ninguna de sus palabras; y su madre le dijo con voz confidencial: “¡Así ocurren siempre estas cosas, hija mía! ¡Pero guárdate bien de decírselo a nadie, porque es­tas cosas no se cuentan nunca! ¡Y las personas que te oyeran te toma­rían por loca! Levántate, pues, y no te preocupes por eso, y procura no turbar con tu mala cara los festejos que se dan hoy en palacio en henar tuyo, y que van a durar cuarenta días y cuarenta noches, no solamente en nuestra ciudad, sino en todo el reino. ¡Vamos, hija mía, alégrate y olvida ya los diversos incidentes de esta noche!”

Luego la reina llamó a sus muje­res y las encargó que se cuidaran del tocado de la princesa; y con el sultán, que estaba muy perplejo, sa­lió en busca de su yerno, la hija del visir. Y acabaron por encontrarle cuando volvía del hamman. Y para saber a qué atenerse con respecto a lo que decía su hija, la reina empe­zó a interrogar al asustado joven acerca de lo que había pasado. Pe­ro no quiso él declarar nada de lo que hubo de sufrir, y ocultando toda la aventura por miedo de que le to­mara a broma y le rechazaran otra vez los padres de su esposa, se limi­tó a contestar: “¡Por Alah! ¿Y qué ha pasado para que me .interroguéis con ese aspecto tan singular?” Y en­tonces, cada vez más persuadida la sultana de que todo lo que le había contado su hija era efecto de alguna pesadilla, creyó lo más oportuno no insistir con su yerno, y le dijo: “¡Glo­rificado sea Alah, por todo lo que pasó sin daño ni dolor! ¡Te reco­miendo, hijo mío, mucha suavidad con tu esposa, porque está delicada!”

Y después de estas palabras le dejó y fue a sus aposentos para ocu­parse de los regocijos y diversiones del día. ¡Y he aquí lo referente a ella y a los recién casados!

En cuanto a Aladino, que sospe­chaba lo que ocurría en palacio, pa­só el día deleitándose al pensar en la broma excelente de que acababa de hacer víctima al hijo del visir. Pero no se dio por satisfecho, y qui­so saborear hasta el fin la humilla­ción de su rival. Así es que le pareció lo más acertado no dejarle un momento de tranquilidad; y en cuan­to llegó la noche cogió la lámpara y la frotó. Y se le apareció el genio, pronunciando la misma fórmula que las otras veces. Y le dijo Aladi­no: “¡Oh servidor de la lámpara, ve al palacio del sultán! Y en cuanta veas acostados juntos a los recién ca­sados, cógelos con lecho y todo y tráemelos aquí, como hiciste la noche anterior.” Y el genio se apresuró a ejecutar la orden, y no tardó en vol­ver con su carga, depositándola en el cuarto de Aladino para coger en se­guida al hijo del visir y meterle de cabeza en el retrete. Y no dejó Ala­dino de ocupar el sitio vacío y de acostarse al lado de la princesa, pero con tanta decencia como la vez pri­mera. Y tras de colocar el sable en­tre ambos, se volvió de cara a la pa­red y se durmió tranquilamente. Y al siguiente día todo ocurrió exacta­mente igual que la víspera, pues el efrit, siguiendo las órdenes de Ala­dino, volvió a dejar al joven junto a Badrú'l-Budur, y les transportó a ambos con el lecho a la cámara nup­cial del palacio del sultán.

Pero el sultán, más impaciente que nunca por saber de su hija des­pués de la segunda noche, llegó a la cámara nupcial en aquel mismo momento completamente solo, porque temía el malhumor de su esposa la sultana y prefería interrogar por sí mismo a la princesa. Y no bien el hijo del visir, en el límite de la mor­tificación, oyó los pasos del sultán, saltó del lecho y huyó fuera de la habitación para correr a limpiarse en el hammam. Y entró el sultán y se acercó al lecho de su hija; y levantó las cortinas; y después de besar a la princesa, le dijo: “¡Supongo, hija mía, que esta noche no habrás teni­do una pesadilla tan horrible como la que ayer nos contaste con sus ex­travagantes peripecias! ¡Vaya! ¿Quie­res decirme cómo has pasado esta noche?” Pero en vez de contestar, la princesa rompió en sollozos, y se tapó la cara con las manos para no ver los ojos irritados de su padre, que no comprendía nada de todo aquello. Y estuvo esperando él un buen rato para. Darle tiempo a que se calmase; pero como ella continua­ra llorando y suspirando, acabó por enfurecerse y sacó su sable, y ex­clamó: “¡Por mi vida, que si no quieres decirme en seguida la ver­dad, te separo de los hombros la cabeza!”

Entonces, doblemente espantada, la pobre princesa se vio en la preci­sión de interrumpir sus lágrimas; y dijo con voz entrecortada: “¡Oh pa­dre mío bien amado! ¡Por favor, no te enfades conmigo! ¡Porque, si quie­res escucharme ahora que no está mi madre para excitarte contra mí; sin duda alguna me disculparás y me compadecerás y tomarás las precau­ciones necesarias para impedir que me muera de confusión y espanto! ¡Pues si vuelvo a soportar las cosas terribles que he soportado esta no­che, al día siguiente me encontrarás muerta en mi lecha! ¡Ten piedad de mí, pues, ¡oh padre mío! y deja que tu oído y tu corazón se compadezcan de mis penas y de mi emoción!” Y como entonces no sentía la presencia de su esposa, el sultán, que tenía un corazón compasivo, se inclinó hacia su hija, y la besó y la acarició y apaciguó su inquieta alma. Luego le dijo: “¡Y ahora, hija mía, calma tu espíritu y refresca tus ojos! ¡Y con toda confianza cuéntale a tu padre detalladamente los incidentes que esta noche te han puesto en tal esta­do de emoción y terror!” Y apo­yando la cabeza en el pecho de su padre, la princesa le contó, sin ol­vidar nada, todas las molestias que había sufrido las dos noches que acababa de pasar; y terminó su relato, añadiendo: “¡Mejor será ¡oh padre mío bien amado! que interrogues también al hijo del visir, a fin de que te confirme mis palabras!”

Y el sultán, al oír el relato de aquella extraña aventura, llegó al lí­mite de la perplejidad, y compartió la pena de su hija, y como la amaba tanto, sintió humedecerse de lágri­mas sus ojos. Y le dijo él: “La ver­dad, hija mía, es que yo solo soy el causante de todo eso tan terrible que te sucede, pues te casé con un pasmado que no sabe defenderte y resguardarte de esas aventuras sin­gulares. ¡Por que lo cierto es que quise labrar tu dicha con ese matrimonio, y no tu desdicha y tu muerte! ¡Por Alah, que en seguida voy a hacer que vengan el visir y el cretino de su hijo, y les voy a pedir explicaciones de todo esto! ¡Pero, de todos modos; puedes estar tran­quila en absoluto, hija mía, porque no se repetirán esos sucesos! ¡Te lo juro por vida de mi cabeza!” Luego se separó de ella, dejándola al cui­dado de sus mujeres, y regresó a sus aposentos, hirviendo en cólera.

Y al punto hizo ir a su gran visir, y en cuanto se presentó entre sus manos, le gritó: “¿Dónde está el en­trometido de tu hijo?” ¿Y qué te ha dicho de los sucesos ocurridos estas ­dos últimas noches?” El gran visir contestó estupefacto:' “No sé a qué te refieres, ¡oh rey del tiempo! ¡Na­da me ha dicho mi hijo que pueda explicarme la cólera de nuestro rey! ¡Pero, si me lo permites, ahora mismo iré a buscarle y a interrogarle!” Y dijo el sultán. “¡Ve! ¡Y vuelve pronto a traerme la respuesta!” Y el gran visir, con la nariz muy alargada, salió doblando la espalda, y fue en busca de su hijo, a quien en­contró en el hamman dedicado a lavarse las inmundicias que le cu­brían. Y le gritó: “¡Oh hijo de pe­rro! ¿Por qué me has ocultado la verdad? ¡Si no me pones en seguida al corriente de los sucesos de estas dos últimas noches, será éste tu último día!” Y el hijo bajó la cabeza y contestó: “¡Ay! ¡Oh padre mío! ¡Sólo la vergüenza me impidió hasta el presente, revelarte las enfadosas aventuras de estas dos últimas no­ches y los incalificables tratos que sufrí, sin tener posibilidad, de defen­derme ni siquiera de saber cómo y en virtud de qué poderes enemigos nos ha sucedido todo, eso a ambos en nuestro lecho!” Y contó a su pa­dre la historia con todos sus detalles, sin olvidar nada. Pero no hay utili­dad en repetirla. Y añadió: “¡En cuanto a mí, ¡oh padre mío! prefiero la muerte a semejante vida! ¡Y hago ante ti el triple juramento del divor­cio definitivo con la hija del sultán! ¡Te suplico, pues, que vayas en bus­ca del sultán y le hagas admitir la declaración de nulidad de mi ma­trimonio con su hija Badrú'l-Budur! ¡Porque es el único medio de que cesen esos malos tratos y de tener tranquilidad! ¡Y entonces podré dor­mir en mi lecho en lugar de pasarme las noches en los retretes!”

Al oír estas palabras de su hijo, el gran visir quedó muy apenado. Porque la aspiración de su vida ha­bía sido ver casado a su hijo con la hija del sultán, y le costaba mucho trabajo renunciara tan gran honor. Así es que, aunque convencido de la necesidad del divorcio en tales cir­cunstancias, dijo a su hijo: “Claro ¡oh hijo mío! que no es posible so­portar por más tiempo semejantes tratos.” ¡Pero, piensa en lo que pier­des con ese divorcio! ¿No será me­jor tener paciencia todavía una no­che, durante la cual vigilaremos to­dos junto a la cámara nupcial, con los eunucos armados de sables y de palos? ¿Qué te parece?” El hijo con­testó: “Haz lo que gustes, ¡oh gran visir, padre mío! ¡En cuanto a mí, estoy resuelto a no entrar ya en esa habitación de brea!”

Entonces el visir separóse de su hijo, y fue en busca del rey. Y se mantuvo de pie entre sus manos, ba­jando la cabeza. Y el rey le pregun­tó: “¿Qué tienes que decirme?” El visir contestó: “¡Por vida de nuestro amo, que es muy cierto lo que ha contado la princesa Badrú'l-Budur! ¡Pero la culpa no la tiene mi hijo! De todos modos, no conviene que la princesa siga expuesta a nuevas molestias por causa de mi hijo. ¡Y si lo permites, mejor será que am­bos esposos vivan en adelante sepa­rados por el divorcio!” Y dijo el rey: ' “¡Por Alah, que tienes razón! ¡Pero, a no ser hijo tuyo el esposo de mi hija, la hubiese dejado libre a ella con la muerte de él! ¡Que se divorcien, pues!” Y al pinto dio el sultán las órdenes oportunas para que cesaran los regocijos públicos, tanto en el palacio como en la ciu­dad y en todo el reino de la China, e hizo proclamar el divorcio de su hija Badrú’l-Budur con el hijo del gran visir, dando a entender que no se había consumado nada.

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­na, y calló discretamente.

 


 
PERO GUANDO LLEGÓ LA 755 NOCHE

Ella dijo:

 

... e hizo proclamar el divorcio de su hija Badrú’l-Budur con el hi­jo del gran visir, dando a entender que no se había consumado nada. En cuanto al hijo del gran visir, el sultán, por consideración a su pa­dre, le nombró gobernador de una provincia lejana de China, le dio or­den de partir sin demora. Lo cual fue ejecutado.

Cuando Aladino, al mismo tiempo que los habitantes de la ciudad, se enteró, por la proclama de los pre­goneros públicos, del divorcio de Badrú’l-Budur sin haberse consuma­do el matrimonio y de la partida del burlado, se dilató hasta el límite de la dilatación, y se dijo: “¡Bendita sea esta lámpara maravillosa, causa ini­cial de todas mis prosperidades! ¡Preferible es que haya tenido lugar el divorcio sin una intervención más directa del genni de la lámpara, el cual, sin duda, habría acabado cocí ese cretino!” Y también se alegró de que hubiese tenido éxito su vengan­za sin que nadie, ni el rey, ni el gran visir, ni su misma madre sospecharan la parte que había tenido él en todo aquel asunto. Y sin preocuparse ya, como si no hubiese ocurrido na­da anómalo desde su petición de matrimonio, esperó con toda tran­quilidad a que transcurriesen los tres meses del plazo exigido, enviando a palacio, en la mañana que siguió al último día del plazo consabido, a su madre, vestida con sus trajes mejores, para que recordase al sultán su promesa.

Y he aquí que, en cuanto entró en el diván la madre de Aladino, el sultán, que estaba dedicado a des­pachar los asuntos del reino, como de costumbre, dirigió la vista hacia ella y la reconoció en seguida. Y no tuvo ella necesidad de hablar, por que el sultán recordó por sí mismo la promesa que le había dado y el plazo que había fijado. Y se encaró con su gran visir, y le dijo: “¡Aquí está ¡oh visir! la madre de Aladino! Ella fue quien nos trajo, hace tres meses, la maravillosa porcelana lle­na de pedrerías. ¡Y me parece que, con motivo de expirar el plazo, vie­ne a pedirme el cumplimiento de la promesa que le hice concerniente a mi hija! ¡Bendito sea Alah, que no ha permitido el matrimonio de tu hijo, para que así haga honor a la palabra dada cuando olvidé mis com­promisos por ti!” Y el visir, que en su fuero interno seguía estando muy despechado por todo lo ocurrido, contestó: “¡Claro ¡oh mi señor! que jamás los reyes deben olvidar sus promesas! ¡Pero el caso es que, cuan­do se casa a la hija, debe uno infor­marse acerca del esposo, y nuestro amo el rey no ha tomado informes de este Aladino y de su familia! ¡Pero yo sé que es hijo de un pobre sas­tre muerto en la miseria, y de baja condición! ¿De dónde puede venir­le la riqueza al hijo de un sastre?” El rey dijo: “La riqueza viene de Alah, ¡oh visir!” El visir dijo: “Así es, ¡oh rey! ¡Pero no sabernos si ese Aladino es tan rico realmente co­mo su presente dio a entender! Pa­ra estar seguros no tendrá el rey más que pedir por la princesa una dote tan considerable que sólo pue­da pagarle un hijo de rey o de sul­tán. ¡Y de tal suerte el rey casará a su hija sobre seguro, sin correr el riesgo de darle otra vez un esposo indigno de sus méritos!” Y dijo el rey: “De tu lengua brota elocuencia, ¡oh visir! ¡Di que se acerque esa mujer para que yo le hable!” Y el visir hizo una seña al jefe de los guardias, que mandó avanzar hasta el pie del trono a la madre de Ala­dino.

Entonces la madre de Aladino se prosternó, y besó la tierra por tres veces entre las manos del rey, quien le dijo: “¡Has de saber ¡oh tía! que no he olvidado mi promesa! ¡Pero hasta el presente no hablé aún de la dote exigida por mi hija, cuyos mé­ritos son muy grandes! Dirás, pues, a tu hijo, que se efectuará su ma­trimonio con mi hija El Sett Badrúl-Budur cuando me haya enviado lo que exijo como dote para mi hija, a saber: cuarenta fuentes de oro ma­cizo llenas hasta los bordes de las mismas especies de pedrerías en for­ma de frutas de todos colores y to­dos tamaños, como las que me envió en la fuente de porcelana; y estas fuentes las traerán a palacio cua­renta esclavas jóvenes, bellas como lunas, que serán conducidas por cuar renta esclavos negros, jóvenes y ro­bustos; e irán todos formados en cortejo, vestidos con mucha mag­nificencia, y vendrán a depositar en mis manos las cuarenta fuen­tes de pedrerías. ¡Y eso es todo lo que pido, mi buena tía! ¡Pues no quiero exigir más a tu hijo, en con­sideración al presente que me ha enviado ya!”

Y la madre de Aladino, muy ate­rrada por aquella petición exorbitan­te, se limitó a prosternarse por se­gunda vez ante el trono, y se retiró para ir a dar cuenta de sumisión a su hijo. Y le dijo: “¡Oh! ¡Hijo mío, yo te aconsejé desde un principio que no pensaras en el matrimonio con la princesa Badrú’l-Budur!” Y suspirando mucho, contó a su hijo la manera, muy afable desde luego, que tuvo al recibirla el sultán, y las condiciones que ponía antes de con­sentir definitivamente en el matri­monio. Y añadió: “¡Qué locura la tuya, ¡oh hijo mío! ¡Admito lo de las fuentes de oro, y las pedrerías exigidas, porque imagino que serás lo bastante insensato para ir al sub­terráneo a despojar a los árboles de sus frutas encantadas! Pero, ¿quieres decirme cómo vas a arreglarte para disponer de las cuarenta esclavas jóvenes y de los cuarenta jóvenes ne­gros? ¡Ah! ¡hijo mío, la culpa de es­ta pretensión tan exorbitante la tie­ne también ese maldito visir, porque le vi inclinarse al oído del rey, cuan­do yo entraba, y hablarle en secreto! ¡Créeme, Aladino, renuncia a ese proyecto que te llevara a la perdi­ción sin remedio!” Pero Aladino se limitó a sonreír, y contestó a su madre: “¡Por Alah, ¡oh madre! que al verte entrar con esa cara tan tris­te creí que ibas a darme una mala noticia! ¡Pero ya veo que te preocu­pas siempre par cosas que verdade­ramente no valen la pena! ¡Porque has de saber que todo lo que acaba de pedirme el rey como precio de su hija no es nada en comparación con lo que realmente podría darle! Re­fresca pues, tus ojos y tranquiliza tu espíritu. Y por tu parte, no pien­ses más que en preparar la comida, pues tengo hambre. ¡Y deja para mí el cuidado de complacer al rey!”

Y he aquí que, en cuanto la ma­dre salió para ir al zoco a comprar las provisiones necesarias, Aladino se apresuró a encerrarse en su cuarto. Y cogió la lámpara y la frotó en el sitio que sabía. Y al punto apareció el genio, quien después de inclinar­se -ante él y dijo: “¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué quie­res? Habla. ¡Soy el servidor de la lámpara en el aire por donde vuelo y en la tierra por donde me arras­tro!” Y Aladino le dijo: “Sabe ¡oh efrit! que el sultán consiente en dar­me a su hija, la maravillosa Badrú'l-Budur, a quien ya conoces; pero lo hace a condición de que le envíe lo más pronto posible cuarenta bande­jas de oro macizo, de pura calidad, llenas hasta los bordes de frutas de pedrerías semejantes a las de la fuen­te de porcelana, que las cogí en los árboles del jardín que hay en el si­do donde encontré la lámpara de que eres servidor. ¡Pero no es eso todo! Para llevar esas bandejas de oro, llenas de pedrerías, me pide además, cuarenta esclavas jóvenes, bellas como lunas, que han de ser conducidas por cuarenta negros jó­venes, hermosos, fuertes y vestidos con mucha magnificencia. ¡Eso es lo que, a mi vez, exijo de ti! ¡Date prisa a complacerme, en virtud del poder que tengo sobre ti como due­ño de la lámpara!” Y el genio con­testó: “¡Escucho y obedezco!” Y des­apareció, pero para volver al cabo de un momento.

Y le acompañaban los ochenta es­clavos consabidos, hombres y muje­res, a los que puso en fila en el pa­tio, a lo largo del muro de la casa. Y cada una de las esclavas llenaba a la cabeza una bandeja de oro ma­cizo lleno hasta el borde de perlas, diamantes, rabíes, esmeraldas, turquesas y otras mil especies de pedre­rías en forma de frutas de todos co­lores y de todos tamaños. Y cada bandeja estaba cubierta con una gasa de seda con florones de oro en el te­jido. Y verdaderamente eran las pe­drerías mucho más maravillosas que las presentadas al sultán en la porce­lana. Y una vez alineados contra el muro los cuarenta esclavos, el genio fue a inclinarse ante Aladino, y le preguntó: “¿Tienes todavía ¡oh mi señor! que exigir alguna cosa al ser­vidor de la lámpara?” Y Aládino le dijo: “¡No, por el momento nada más!” Y al punto desapareció el efrit.

En aquel instante entró la madre de Aladino cargada con las provi­siones que había comprado en el zoco. Y se sorprendió mucho al ver su casa invadida por tanto gente; y al pronto creyó que el sultán man­daba detener a Aladino para casti­garle por la insolencia de su petición. Pero no tardó Aladino en disuadirla de ello, pues sin darla lugar a quitar­se el velo del rastro, le dijo: “¡No pierdas el tiempo en levantarte el ve­lo, ¡oh madre! porque vas a verte obligada a salir sin tardanza para acompañar al palacio a estos escla­vos que ves formados en el patio! ¡Cómo puedes observar, las cuarenta esclavas llevan la dote reclamada por el sultán como precio de su hi­ja! ¡Te ruego, pues, que, antes de preparar la comida, me prestes el servicio de acompañar al cortejo para presentárselo al sultán!'

Inmediatamente la madre de Ala­dino hizo salir de la casa por orden a los ochenta esclavos, formándolos en hilera por parejas: una esclava joven precedida de un negro, y así sucesivamente hasta la última pare­ja. Y cada pareja estaba separada de la anterior por un espacio de diez pies: Y cuando traspuso la puerta la última pareja, la madre de Ala­dino echó a andar detrás del cor­tejo. Y Aladino cerró la puerta, se­guro del resultado, y fue a su cuar­to a esperar tranquilamente el re­gresó de su madre.

En cuanto salió a la calle la pri­mera pareja comenzaron a aglome­rarse los transeúntes; y cuando es­tuvo completo el cortejo la calle ha­bíase llenado de una muchedumbre inmensa, que prorrumpía en murmu­llos y exclamaciones. Y acudió todo el zoco para ver el cortejo y admi­rar un espectáculo, tan magnífico y tan extraordinario. ¡Porque cada pareja era por sí sola una cumplida maravilla; pues su atavío, admirable de gusto y esplendor, su hermosura, compuesta de una belleza blanca de mujer y una belleza negra de negro, un buen aspecto, su continente aven­tajado, su marcha reposada y caden­ciosa, a igual distancia, el resplandor de la bandeja de pedrerías que lle­vaba a la cabeza cada joven, los des­tellos lanzados por las joyas engastadas en los cinturones de oro de los negros, las chispas que brotaban de sus gorros de brocado en que balan­ceábanse airones, todo aquello cons­tituía un espectáculo arrebatador, a ninguno otro parecido, que hacía que ni por un instante dudase el pue­blo de que se trataba de la llegada a palacio de algún asombroso hilo de rey o de sultán.

Y en medio de la estupefacción de todo un pueblo, acabó el cortejo por llegar a palacio. Y no bien los guardias y porteros divisaron a la primera pareja, llegaron a tal estado de maravilla que, poseídos de respe­to y admiración, se formaron espon­táneamente en dos filas para que pa­saran. Y su jefe, al ver al primer negro, convencido de que iba a vi­sitar al rey el sultán de los negros en persona, avanzó hacia él y se prosternó y quiso besarle la mano; pero entonces vio la hilera maravi­llosa que le seguía. Y al mismo tiem­po le dijo el primer negro, sonrien­do, porque había recibido del efrit las instrucciones necesarias: “¡Yo y todos nosotros no somos más que es­clavos del que vendrá cuando llegue el momento- oportuno!”. Y tras de hablar así, franqueó la puerta segui­do de la joven que llevaba la ban­deja de oro y toda la hilera de parejas armoniosas. Y los ochenta esclavos franquearon el primer patio y fueron a ponerse en fila por orden en el segundo patio, al cual daba el diván de recepción.

En cuanto al sultán, que en aquel momento despachaba los asuntos del reinó, vio en el patio aquel cortejo magnífico, que borraba con su es­plendor el brillo de todo lo que él poseía en el palacio, hizo desalo­jar el diván inmediatamente, y dio orden de recibir a los recién llega­dos. Y entraron éstos gravemente, de dos en dos, y se alinearon con lentitud, formando una gran media luna ante el trono del sultán. Y cada una de las esclavas jóvenes, ayuda­da por su compañero negro, depo­sito en la alfombra la bandeja que llevaba. Luego se prosternaron a la vez los ochenta y besaron la tierra entre las manos del sultán, levantán­dose en seguida, y todos a una des­cubrieron con igual diestro ademán las bandejas rebosantes de frutas ma­ravillosas. Y con los brazos cruzados sobre el pecho permanecieron de pie, en actitud del más profundo respeto.

Sólo entonces fue cuando la ma­dre de Aladino, que iba la última, se destacó de la media luna que for­maban las parejas alternadas, y des­pués de las prosternaciones y las za­lemas de rigor, dijo al rey, que había enmudecido por completo ante aquel espectáculo sin par: “¡Oh rey del tiempo ¡mi hijo Aladino, esclavo tuyo, me envía con la dote que has pedido como precio de Sett Badrú'h-­Budur, tu hija honorable! ¡Y me en­carga te diga que te equivocaste al apreciar la valía de la princesa, y que todo esto está muy por debajo de sus méritos! Pero cree que le disculparás por ofrecerte tan poco, y que admitirás este insignificante tributo en espera de lo que piensa hacer en lo sucesivo!”

Así habló la madre de Aladino. Pero el rey, que no estaba en estado de escuchar lo que ella le decía, se­guía absorto y con los ojos muy abiertos ante el espectáculo que se ofrecía a su vista. Y miraba alter­nativamente las cuarenta bandejas, el contenido de las cuarenta bandejas, las esclavas jóvenes que habían lle­vado las cuarenta bandejas y los jó­venes negros que habían acompaña­do a las portadoras de las bandejas. ¡Y no sabía qué debía admirar más, si aquellas joyas, que eran las más extraordinarias que vio nunca en el mundo, o aquellas esclavas jóvenes, que eran como lunas, o aquellos es­clavos negros, que se dirían otros tantos reyes! Y así se estuvo una hora de tiempo, sin poder pronun­ciar una palabra ni separar sus mira­das de las maravillas que tenía ante sí. Y en lugar de dirigirse a la ma­dre de Aladino para manifestarle su opinión acerca de lo que le llevaba, acabó por encararse con su gran visir y decirle:' “¡Por mi vida! ¿Qué suponen las riquezas que poseemos y que supone mi palacio ante tal magnificencia? ¿Y qué debemos pen­sar del hombre que, en menos tiem­po del precisa para desearlos, reali­za tales esplendores y nos los envía? ¿Y qué son los méritos de mi hija comparados con semejante profusión de hermosura?” Y no obstante el despecho y el rencor que experi­mentaba por cuanto le había sucedido a su hijo, el visir no pudo menos de decir: “¡Sí, por Alah, hermoso es todo esto; pero, aún así, no vale lo que un tesoro único como la prin­cesa Badrú'l-Budur!” Y dijo el rey: “¡Por Alah, ya lo creo que vale tan­to como ella y la supera con mucho en valor! ¡Por eso no me parece mal negocio concedérsela en matrimonio a un hombre tan rico, tan generoso y tan magnífico como el gran Ala­dino, nuestro hijo!” Y se encaró con las demás visires y emires y nota­bles que le rodeaban, y les interrogó con la mirada. Y todos contestaron inclinándose profundamente hasta el suelo por tres veces para indicar bien su aprobación a las palabras de su rey.

Entonces no vaciló más el rey. Y sin preocuparse ya de saber si Ala­dino reunía todas las cualidades re­queridas para ser esposo de una hija de rey, se encaró con la madre de Aladino, y le dijo: “¡Oh venerable madre de Aladino! ¡te ruego que vayas a decir a tu hijo que desde este instante ha entrado en mi raza y en mi descendencia, y que ya no aguardo más que a verle para besarla como un padre besaría a su hija, y para unirle a mi hija Badrú’l-Bu­dur por el Libro y la Sunnah!”

Y después de las zalemas, por una y otra parte la madre de Aladino se apresuró a retirarse para volar en seguida a su casa, desafiando a, la rapidez del viento, y poner a su hijo Aladino al corriente de lo que oca­baba de pasar. Y le apremió para que se diera prisa a presentarse al rey, que tenía la más viva impacien­cia por verle. Y Aladino, que con aquella noticia veía satisfechos sus anhelos después de tan larga espera, no quiso dejar ver cuán embriagado de alegría estaba. Y contestó con aire muy tranquilo y acento mesu­rado: “Toda esta dicha me viene de Alah y de tu bendición ¡oh madre! y de tu celo infatigable.” Y le besó las manos y la dio muchas gracias y le pidió permiso para retirarse a su cuarto; a fin de prepararse para ir a ver al sultán.

No bien estuvo solo, Aladino co­gió la lámpara mágica, que hasta en­tonces había sido de tanta utilidad para él, y la frotó como de ordina­rio. Y al instante apareció el efrit, quien, después de inclinarse ante él, le preguntó con la fórmula habitual qué servicio podía prestarle. Y Ala­dino contestó: “¡Oh efrit de la lám­para!. ¡Deseo tomar un baño! ¡Y pa­ra después del baño quiero que me traigas un traje que no tenga igual en magnificencia entre los sultanes más grandes de la tierra, y tan bue­no, que los inteligentes puedan esti­marlo en más de mil millares de di­nares de oro, por lo menos! ¡Y bas­ta por el momento!”

Entonces, tras de inclinarse en prueba de obediencia, el efrit de la lámpara dobló completamente el espi­nazo, y dijo a Aladino: “Móntate en mis hombros, ¡oh dueño de la lám­para!” Y Aladino se montó en los hombros del efrit, dejando colgar sus piernas sobre el pecho del genio; y el efrit se elevó por los aires, ha­ciéndole invisible, como él lo era, y le transportó a un hammam tan hermoso que no podría encontrár­sele hermano en casa de los reyes y kaissares. Y el hammarn era todo de jade y alabastro transparente, con piscinas de coralina rosa y coral blanco y con ornamentos de piedra de esmeralda de una delicadeza en­cantadora. ¡Y verdaderamente po­dían deleitarse allá los ojos y los sentidos, porque en aquel recinto na­da molestaba a la vista en el con­junto ni en los detalles! Y era deli­ciosa la frescura que se sentía allí y el calor estaba graduado y pro­porcionado. Y no había ni un ba­ñista que turbara con su presencia o con su voz la paz de las bóvedas blancas. Pero en cuanto el genio de­jó a Aladino en el estrado de la sala de entrada, apareció ante él un joven efrit de lo más hermoso, semejante a una muchacha, aunque más seduc­tor, y le ayudó a desnudarse, y le echó por los hombros una toalla grande perfumada, y le cogió con mucha precaución y dulzura y le condujo a la más hermosa de las salas, que estaba toda pavimentada de pedrerías de colores diversos. Y al punto fueron a cogerle de manos de su compañero otros jóvenes efrits, no menos bellas y no menos seductoras, y le sentaron cómodamente en un banco de mármol, y se dedica­ron. a frotarle y a lavarle con varias clases de aguas de olor; le dieron masaje con un arte admirable, y vol­vieron a lavarle con agua de rosas almizclada. Y sus sabios cuidados le pusieron la tez tan fresca como un pétalo de rosa y blanca y encar­nada, a medida de los deseos. Y se sintió ligero hasta el punto de poder volar como los pájaros. Y el joven y hermoso efrit que habíale condu­cido se presentó para volver a coger­le y llevarle al estrado, donde le ofreció, como refrescó, un delicioso sorbete de ámbar gris. Y se encon­tró con el genio de la lámpara, que tenía entre sus manos un traje de suntuosidad incomparable. Y ayu­dado por el joven efrit de manos sua­ves, se puso aquella magnificencia, y estaba semejante a cualquier rey entre los grandes reyes, aunque te­nía mejor aspecto aún. Y de nuevo le tomo el efrit sobre sus hombros y se le llevó, sin sacudidas, a la habitación de su casa.

Entonces Aladino se encaró con el efrit de la lámpara, y le dijo: “Y ahora ¿sabes lo que tienes que ha­cer?” El genio contestó: “No, ¡oh dueño de la lámpara! ¡Pero ordena y obedeceré en los aires por donde vuelo o en la tierra por donde me arrastro!” Y dijo Aladino: “Deseo que me traigas un caballo de pura raza, que no tenga hermano en her­mosura ni en las caballerizas del sultán ni en las de los monarcas más poderosos; del mundo. Y es precisó que sus arreos valgan por sí solos mil millares de dinares de oro, por lo menos. Al mismo tiempo me trae­rás cuarenta y ocho esclavos jóvenes, bien formados, de talla aventajada y llenos de gracia, vestidos con mu­cha limpieza, elegancia y riqueza, para que abran marcha delante de mi caballo veinticuatro de ellos pues­tos en dos hileras de a doce, mientras los otros veinticuatro irán detrás de mí en dos hileras de a doce también. Tampoco has de olvidarte, sobre to­do, de buscar para el servicio de mi madre doce jóvenes como lunas, úni­cas en su especie, vestidas con mu­cho gusto y magnificencia y llevan­do en los brazos cada una un traje de tela y color diferentes y con el cual pueda vestirse con toda confian­za una hija de rey. Por último, a ca­da uno de mis cuarenta y ocho escla­vos le darás, para que se lo cuelgue al cuello, un saco con cinco mil di­nares de oro, a fin de que haga yo de ello el uso que me parezca. ¡Y eso es todo lo que deseo de ti por hoy...

 

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­na, y se calló discretamente.

 


PERO CUANDO LLEGÓ LA 759 NOCHE

 

Ella dijo:

“... ¡Y eso es todo lo que deseo de ti por hoy!”

Apenas acabó de hablar Aladino, cuando el genio, después de la res­puesta con el oído y la obediencia, apresuróse a desaparecer, pero pa­ra volver al cabo de un momento con el caballo, los cuarenta y ocho esclavos jóvenes, las doce jóvenes, los cuarenta y ocho sacos con cinco mil dinares; cada uno y los doce tra­jes de tela y color diferentes. Y to­do era absolutamente de la calidad pedida, aunque más hermoso aún. Y Aladino se posesionó de todo y despidió al genio, diciéndole: “¡Te llamaré cuando tenga necesidad de ti!” Y sin pérdida de tiempo se des­pidió de su madre, besándola una vez más las manos, y puso a su ser­vicio a las doce esclavas jóvenes, re­comendándoles que no dejaran de hacer todo lo posible por tener con­tenta a su ama y qué le enseñaran la manera de ponerse los hermosas trajes que habían llevado.

Tras todo lo cual Aladino se apre­suró a montar a caballo y a salir al patio de la casa. Y aunque subía entonces por primera vez a lomos de un caballo, supo sostenerse con una elegancia y una firmeza que le hu­bieran envidiado los más consuma­dos jinetes. Y se puso en marcha, con arreglo al plan que había imagi­nado para el cortejo, precedido por veinticuatro esclavos formados en dos hileras de a doce, acompañado por cuatro esclavos que iban a am­bos lados llevando los cordones de la gualdrapa del caballo, y seguido por los demás, que cerraban la mar­cha.

Cuando el cortejo echó a andar por las calles se aglomeró en todas partes, lo mismo en zocos que en ventanas y terrazas, una inmensa muchedumbre mucho más conside­rable que la que había acudido a ver el primer cortejo. Y siguiendo las órdenes que les había dado Aladino, los cuarenta y ocho esclavos empe­zaron entonces a coger oro de sus sacos y a arrojárselo a puñados a derecha y a izquierda al pueblo que se aglomeraba a su paso. Y resona­ban por toda la ciudad las aclamacio­nes, no sólo a causa de la generosi­dad del magnífico donador, sino también a causa de la belleza del ji­nete y de sus esclavos espléndidos. Porque en su caballo, Aladino esta­ba verdaderamente muy arrogante, con su rostro al que la virtud de la lámpara mágica. Hacía aún más en­cantador, con su aspecto real y el airón de diamantes que se balancea­ba sobre su turbante. Y así fue como, en medio de las aclamaciones y la admiración de todo un pueblo, Aladino llegó a palacio precedido por el rumor de su llegada; y todo estaba preparado allí para recibirle con todos los honores debidos al es­poso de la princesa Badrú'l-Budur.

Y he aquí que el sultán le espera­ba precisamente en la parte alta de la escalera de honor, que empeza­ba en el segundo patio. Y no bien Aladino echó pie a tierra, ayudado por el propio gran visir, que le tenía el estribo, el sultán descendió en ho­nor suyo dos o tres escalones. Y Aladino subió en dirección a él y quiso prosternarse entre sus manos; pero se lo impidió el sultán, que re­cibióle en sus brazos y le besó co­mo si de su propio hijo se tratara, maravillado de su arrogancia, de su buen aspecto y de la riqueza de sus atavíos. Y en el mismo momento retembló el aire con las aclamacio­nes lanzadas por todos los emires, visires y guardias, y con el sonido de trompetas, clarinetes, oboes y tambores. Y pasando el brazo por el hombro de Aladino, el sultán le condujo al salón de recepciones, y le hizo sentarse a su lado en el le­cho del trono, y le besó por segunda vez, y le dijo: “¡Por Alah, oh hijo mío Aladino! que siento mucho que mi destino no me haya hecho encon­trarte antes de este día, y haber di­ferido así tres meses tu matrimonio con mi hija Badrú’l-Budur, esclava tuya!” Y le contestó Aladino de una manera tan encantadora, que el sul­tán sintió aumentar el cariño que le tenía, y le dijo: “¡En verdad, ¡oh Aladino! ¿Qué rey no anhelaría que fueras el esposo de su hija?” Y se puso a hablar con él y a interrogar­le con mucho afecto, admirándose de la prudencia de sus respuestas y de la elocuencia y sutileza de sus dis­cursos. Y mandó preparar, en la misma sala del trono, un festín mag­nífico, y comió solo con Aladino, haciéndose servir por el gran visir, a quien se le había alargado con el despecho la nariz hasta el límite del alargamiento, y por los expires y los demás altos dignatarios:

Cuando terminó la comida, el sultán, que no quería prolongar por más tiempo la realización de su pro­mesa, mando llamar al kadí y a los testigos, y les ordenó que redactaran inmediatamente el contrato de ma­trimonio de Aladino y su hija la princesa Badrú’l-Budur. Y en presen­cia de los testigos el kadí se apresuró a ejecutar la orden y a extender el contrato con todas las fórmulas re­queridas por el Libro y la Sunnah. Y cuando el kadí hubo acabada, el sultán besó a Aladino, y le dijo: “¡Oh hijo mío! ¿Penetrarás en la cámara nupcial para que tenga efecto la con­sumación esta misma noche?” Y con­testó Aladino: “¡Oh rey del tiempo! sin duda que penetraría esta misma noche para que tuviese efecto la consumación, si no escuchase otra voz que la del gran amor que ex­perimento por mi esposa. Pero de­seo que la cosa se haga en un pa­lacio digno de la princesa y que le pertenezca en propiedad. Permíteme, pues, que aplace la plena realización de mi dicha hasta que haga cons­truir el palacio que le destino. ¡Y a este efecto, te ruego que me otor­gues la concesión de un vasto terre­no situado frente por frente de tu palacio, a fin de que mi esposa no esté muy alejada de su padre, y yo mismo esté siempre cerca de ti para servirte! ¡Y por mi parte, me com­prometo a hacer construir este palacio en el plazo más breve posible!” Y el sultán contesto: “¡Ah! ¡hijo mío, no tienes necesidad de pedirme permiso para eso! ¡Aprópiate de to­do el terreno que te haga falta en­frente de mi palacio. ¡Pero te ruego que procures se acabe ese palacio lo más pronto posible, pues quisiera gozar de la posteridad de mi des­cendencia antes de morir!” Y Ala­dino sonrió, y dijo: “Tranquilice su espíritu el rey respecto a esto. ¡Se construirá el palacio con más diligencia de la que pudiera esperar­se!” Y se despidió del sultán, que le besó con ternura, y regresó a su casa con el mismo cortejo que le había acompañado y seguirlo por las aclamaciones del pueblo y por votos de dicha y prosperidad.

“En cuanto entró en su casa puso a su madre al corriente de lo que había pasado, y se apresuró a reti­rarse a su cuarto completamente so­lo. Y cogió la lámpara mágica y la frotó como de ordinario. Y no dejó el efrit de aparecer y de ponerse a sus órdenes. Y le dijo Aladino: “¡Oh efrit de la lámpara! ante todo, te fe­licito por el celo que desplegaste en servicio mío. Y después tengo que pedirte otra cosa según creo, más difícil de realizar que cuanto hiciste por mí hasta hoy, a causa del poder que ejercen sobre ti las virtudes de tu señora, que es esta lámpara de mi pertenencia. ¡Escucha! ¡Quiero que en el plazo más corto posible me construyas, frente por frente del palacio del sultán, un palacio que sea digno de mi esposa El Sett Badrú’l-Budur! ¡Y a tal fin, dejo a tu buen gusto y a tus conocimientos ya acreditados el cuidado de todos los detalles de ornamentación y la elección de materiales preciosos, ta­les como piedras de jade, pórfido, alabastro, ágata, lazulita, jaspe, már­mol y granito! Solamente, te reco­miendo que en medio de ese palacio eleves una gran cúpula de cristal, construida sobre columnas de oro macizo y de plata, alternadas y agujereada con noventa y nueve venta­nas enriquecidas con diamantes, rubíes, esmeraldas y otras pedrerías, pero procurando que la ventana número noventa y nueve quede im­perfecta, no de arquitectura, sino de ornamentación. Porque tengo un proyecto sobre el particular. Y no te olvides de trazar un jardín her­moso, con estanques y saltos de agua y plazoletas espaciosas. Y sobre todo, ¡oh efrit! pon un tesoro enor­me lleno de dinares de oro en cierto subterráneo, cuyo emplazamiento has de indicarme: ¡Y en cuanto a lo demás, así como en lo referente a cocinas, caballerizas y servidores, te dejo en completa libertad, con­fiando en tu sagacidad y en tu buena voluntad!” Y añadió: “¡En seguida que esté dispuesto todo, vendrás a avisarme!” Y contestó el genio: “¡Escucho y obedezco!” Y  desapareció

Y he aquí que al despuntar del día siguiente estaba todavía en su lecho Aladino, cuando vio apare­cerse ante él al efrit de la lámpara, quien, después de las zalemas de rigor, le dijo: “¡Oh dueño de la lámpara! se han ejecutado tus orde­nes: ¡Y te ruego que vengas a revisar su realización!” Y Aladino se pres­tó a ello, y el efrit le transportó inmediatamente al sitio designado, y le mostró, frente por frente el pa­lacio del sultán, en medio de un magnífico jardín, y precedido de dos inmensos patios de mármol, un pala­cio mucho más hermoso de lo que el joven esperaba. Y tras de haberle hecho admirar la arquitectura y el aspecto general, el genio le hizo vi­sitar una por una, todas las habita­ciones y dependencias. Y parecióle a Aladino que se habían hecho las cosas con un fasto, un esplendor y una magnificencia inconcebibles; y en un inmenso subterráneo encontró un tesoro formado por sacos super­puestos y llenos de dinares de oro, que se apilaban hasta la bóveda. Y también visitó las cocinas, las re­posterías, las despensas y las caba­llerizas, encontrándolas muy de su gusto y perfectamente limpias; y se admiró de los caballos, y yeguas, que comían en pesebres de plata, mientras los palafreneros los cuidan y les echaban el pienso. Y pasó revista a los esclavos de ambos se­xos y a los eunucos, formados por orden, según la importancia de sus funciones. Y cuando lo hubo visto todo y examinado todo, se encaró con el efrit de la lámpara, el cual sólo para él era visible y le acom­pañaba por todas partes, y hubo de felicitarle por la presteza, el buen gusto y la inteligencia de que había dado prueba en aquella obra per­fecta. Luego añadió: “¡Pero te has olvidado ¡oh efrit! de extender des­de la puerta de mi palacio a la del sultán una gran alfombra que per­mita que mi esposa no se canse los pies al atravesar esa distancia!” Y contestó el genni: “¡Oh dueño de la lámpara! tienes razón: ¡Pero eso se hace en un instante!” Y efectiva­mente, en un abrir y cerrar de ojos se extendió en el espacio que sepa­raba ambos palacios una magnífica alfombra de terciopelo con colores que armonizaban a maravilla con los tonos del césped y de los maci­zos.

Entonces Aladino, en el límite de la satisfacción, dijo al efrit: “¡Todo está perfectamente ahora! ¡Llévame a casa!” Y el efrit le cogió y le transportó a su cuarto cuando en el palacio del sultán los individuos de la servidumbre comenzaban a abrir las puertas para dedicarse a sus ocupaciones.

Y he aquí que, en cuanto abrie­ron las puertas, los esclavos y los porteros llegaron al límite de la es­tupefacción al notar que algo se oponía a su vista en el sitio donde la víspera se veía un inmenso meidán para torneos y cabalgatas. Y lo primero que vieron fue la mag­nífica alfombra de terciopelo que se extendía entre el césped lozano y sacaba sus colores con los matices naturales de flores y arbustos. Y siguiendo con la mirada aquella al­fombra, entre las hierbas del jardín milagroso divisaron entonces, el so­berbio palacio construido con pie­dras preciosas y cuya cúpula de cris­tal brillaba como el sol. Y sin saber ya que pensar, prefirieron ir a contar la cosa al gran visir, quien, después de mirar el nuevo palacio, a su vez fue a prevenir de la cosa al sultán, diciéndole: “No cabe duda, ¡oh rey del tiempo! ¡El esposo de Sett Badrú’l-Budur es un insigne mago!» Pero el sultán le contestó: “¡Mucho me asombra ¡oh visir! que quieras insinuarme que el palacio de que me hablas es obra de magia! ¡Bien sabes, sin embargo, que el hombre que me hizo donde tan maravillo­sos presentes es muy capaz de hacer construir todo un palacio en una sola noche, teniendo en cuenta las riquezas que debe poseer y el nú­mero considerable de obreros de que se habrá servido, merced a su fortuna. ¿Por qué, pues, vacilas en creer que ha obtenido ese resultado por medio de fuerzas naturales? ¿No te cegarán los celos, haciéndote juzgar mal de los hechos e impul­sándote a murmurar de mi yerno Aladino?” Y comprendiendo, por aquellas palabras, que el sultán quería a Aladino, el visir no se atrevió a insistir por miedo a perjudicarse a sí mismo, y enmudeció por pru­dencia. ¡Y he aquí lo referente a él!

En cuanto a Aladino, una vez que el efrit de la lámpara le trans­portó a su antigua casa, dijo a una de las doce esclavas jóvenes que fueran a despertar a su madre, y les dio a todas orden de ponerle uno de los hermosos trajes que habían llevado, y de ataviarla lo mejor que pudieran. Y cuando estuvo vestida su madre conforme el joven deseaba, le dijo él que había llegado el mo­mento de ir al palacio del sultán para llevarse a la recién casada y conducirla al palacio que había he­cho construir para ella. Y tras de recibir acerca del particular todas las instrucciones necesarias, la madre de Aladino salió de su casa acompañada por sus doce esclavas, y no tardó Aladino en seguirla a caballo en medio de su cortejo. Pero, llega­dos que fueron a cierta distancia de palacio, se separaron, Aladino para ir a su nuevo palacio, y su madre para ver al sultán.

No bien los guardias del sultán divisaron a la madre de Aladino en medio de las doce jóvenes que le servían de cortejo, corrieron a pre­venir al sultán, que se apresuró a ir a su encuentro. Y la recibió con las señales del respeto y los mira­mientos debidos a su nuevo rango. Y dio orden al jefe de los eunucos para que la introdujeran en el harem, a presencia de Sett Badrú’l-Budur. Y en cuanto la princesa la vio y supo que era la madre de su esposo Ala­dino, se levantó en honor suyo y fue a besarla. Luego la hizo sentarse a su lado, y la regaló con diversas confituras y golosinas, y acabó de hacerse vestir, por sus mujeres y de adornarse con las más preciosas jo­yas con que le obsequió su esposo Aladino. Y poco después entró el sultán, y pudo ver al descubierto entonces por primera vez, gracias al nuevo parentesco, el rostro de la madre de Aladino. Y en la delicadeza de sus facciones notó que debía haber sido muy agraciada en su ju­ventud, y que aun entonces, vestida como estaba con un buen traje y arreglada con lo que más le favo­recía, tenía mejor aspecto que mu­chas princesas y esposas de visires y de emires. Y la cumplimentó mucho por ello, lo cual conmovió y enterneció profundamente el cora­zón de la pobre mujer del difunto sastre Mustafá, que fue tan desdichada, y hubo de llenarle de lágri­mas los ojos.

Tras de lo cual se pusieron a de­partir los tres con toda cordialidad, haciendo así más amplio conoci­miento, hasta la llegada de la sul­tana, madre de Bádrú'l-Budur: Pero la vieja sultana estaba lejos de ver con buenos ojos aquel matrimonio de su hija con el hijo de gentes des­conocidas; y era del bando del gran visir, que seguía estando muy mor­tificado en secreto por el buen ca­riz que el asunto tomaba en detri­mento suyo. Sin embargo, no se atrevió a poner demasiado mala cara a la madre de Aladino, a pesar de las ganas que tenía de hacerlo; y tras de las zalemas por una y otra parte, se sentó con los demás, aunque sin interesarse en la conversación.

Y he aquí que cuando llegó el mo­mento de las despedidas para mar­charse al nuevo palacio, la princesa Badrú'l--Budur se levantó y besó con mucha ternura a su padre y a su madre, mezclando a los besos mu­chas lágrimas, apropiadas a las cir­cunstancias. Luego, apoyándose en la madre de Aladino, que iba a su izquierda, y precedida de diez eunu­cos vestidos con ropa de ceremonia y seguida de cien jóvenes esclavas ataviadas con una magnificencia de libélulas, se puso en marcha hacia el nuevo palacio, entre dos filas de cuatrocientos jóvenes esclavos blan­cos y negros alternados, que forma­ban entre los dos palacio y tenían cada cual una antorcha de oro en que ardía una bujía grande de ámbar y de alcanfor blanco. Y la princesa avanzó lentamente en medio de aquel cortejo, pasando por la alfombra de terciopelo, mientras que a su paso se dejaba oír un concierto admirable de instrumentos en las avenidas del jardín y en lo alto de las terrazas del palacio de Aladino. Y a lo lejos resonaban las aclamaciones lanzadas por todo el pueblo, que había acudido a las inmediaciones de ambos pa­lacios; y, unía el rumor de su alegría a toda aquella gloria. Y acabó la princesa por llegar a la puerta del nuevo palacio, en donde la esperaba Aladino. Y salió él a su encuentro sonriendo; y ella quedó encantada de verle tan hermoso y tan brillante. Y entró con él en la sala del festín, bajo la cúpula grande con ventanas de pedrerías. Y sentáronse los tres ante las bandejas de oro debidas a los cuidados del efrit de la lámpara; y Aladino estaba sentado en medio, con su esposa a la derecha y su madre a la izquierda. Y empezaron a comer al son de una música que no se veía y que era ejecutada por un coro de efrits de ambos sexos: Y Badrú'l-­Budur, encantada de cuanto veía y oía, decía para sí: “¡En mi vida me imaginé cosas tan maravillosas!” Y hasta dejó de comer para escuchar mejor los cánticos y el concierto de los efrits. Y Aladino y su madre no cesaban de servirla y de echarle de beber bebidas que no necesitaba, pues ya estaba ebria de admiración. Y fue para ellos una jornada espléndida que no tuvo igual en los tiempos de Iskandar y de Solei­man...

 

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.





 
PERO CUANDO LLEGÓ LA 762 NOCHE

Ella dijo:

 

....Y fue para ellos una jornada espléndida que no tuvo igual en los tiempos de Iskandar y. de Soleimán.

Y cuando llegó la noche levanta­ron los manteles e hizo al punto su entrada en la sala de la cúpula un grupo de danzarinas. Y estaba com­puesto de cuatrocientas jóvenes, hi­jas de efrits, vestidas como flores y ligeras como pájaros. Y al son de una música, aérea se pusieron a bailar varias clases de motivos y con pasos de danza como no pueden versa más que en las regiones del paraíso. Y entonces fue cuando Aladino se le­vantó y cogiendo de la mano a su esposa se encaminó con ella a la cá­mara nupcial con paso cadencioso. Y les siguieron ordenadamente las esclavas jóvenes, procedidas, por la madre de Aladino. Y desnudaron a Badrú'l-Budur; y no le pusieron so­bre el cuerpo más que lo estricta­mente necesario para la noche. Y así era ella comparable a un narciso que saliera de su cáliz. Y tras de desearles delicias y alegría, les deja­ron solos en la cámara nupcial. Y por fin pudo Aladino, en el límite de la dicha, unirse a la princesa Badrú'l­-Budur, hija del rey. Y su noche, co­mo su día, no tuvo par en los tiem­pos de Iskandar y de Soleimán.

Al día siguiente, después de toda una noche de delicias, Aladino salió de los brazos de su esposa Badrú'l­Budur para hacer que al punto le pusieran un traje mas magnífico to­davía que el de la víspera, y dispo­nerse a ir a ver al sultán. Y mandó que le llevaran un soberbio caballo de las caballerizas pobladas por el efrit de la lámpara, y lo montó y se encaminó al palacio del padre de su esposa en medio de una escolta de honor. Y el sultán le recibió con muestras del más vivo regocijo, y le besó y le pidió con mucho interés noticias suyas y noticias de Badrú'l­-Budur. Y Aladino le dio la respues­ta conveniente acerca del particular, y le dijo: “¡Vengo sin tardanza ¡oh rey del tiempo! para invitarte a que vayas hoy a iluminar mi morada con tu presencia y a compartir con noso­tros la primera comida que celebra­mos después de las bodas! ¡Y te rue­go que, para visitar el palacio de tu hija, te hagas acompañar del gran visir y los emires!” Y el sultán, pasa demostrarle su estimación y su afecto, no puso ninguna dificultad al aceptar la invitación, se levantó en aquella hora y en aquel instante, y seguido de su gran visir y de sus emires salió con Aladino.

Y he aquí que, a medida que el sultán se aproximaba al palacio de su hija, su admiración erecta consi­derablemente y sus exclamaciones se hacían más vivas, más acentuada y más altisonante. Y eso que aún es­taba fuera del palacio. ¡Pero cómo se maravilló cuando estuvo dentro! ¡No veía por doquiera más que es­plendores, suntuosidades, riquezas, buen gusto, armonía y magnificen­cia! Y lo que acabó de deslumbrarle fue la sala de la cúpula de cristal, cuya arquitectura aérea y cuya or­namentación no podía dejar de ad­mirar. Y quiso contar el número de ventanas enriquecidas con pedrerías, y vio que, en efecto, ascendían al número de noventa y nueve, ni una más ni una menos. Y se asombró enormemente. Pero asimismo notó que la ventana que hacía el número noventa y nueve no estaba conclui­da y carecía de todo adorno; y se encaró con Aladino y le dijo, muy sorprendido: “¡Oh hijo mío Aladino! ¡He aquí, ciertamente, el palacio más maravilloso que existió jamás sobre la faz de la tierra! ¡Y estoy lleno de admiración por cuanto veo! Pero, ¿puedes decirme qué motivo te ha impedido acabar la labor de esa ven­tana que con su imperfección afea la hermosura de sus hermanas?” Y Aladino sonrió y contestó: “¡Oh rey del tiempo! te ruego que no creas fue por olvido o por economía o por simple- negligencia por lo que dejé esa ventana en el estado imperfecto en que la ves, porque la he querido así a sabiendas. Y el motivo consiste en dejar a tu alteza el cuidado de hacer acabar esa labor para sellar de tal suerte en la piedra de este palacio tu nombre glorioso y el recuer­do de tu reinado. ¡Por eso te supli­co que consagres con tu consenti­miento la construcción de esta mo­rada que, por muy confortable que sea, resulta indigna de los méritos de mi esposa, tu hija!” Y extremada­mente halagado por aquella delicada atención de Aladino, el rey le dio las gracias y quiso que al instante se comenzara aquel trabajo. Y a este efecto dio orden a sus guardias para que hicieran ir al palacio, sin demo­ra, a los joyeros más hábiles y mejor surtidos de pedrerías, para acabar las incrustaciones de la ventana. Y mientras llegaban fue a ver a su hija y a pedirla noticias de su primera noche de bodas. Y sólo por la son­risa con que le recibió ella y por su aire, satisfecho comprendió que sería superfluo insistir. Y besó a Aladino, felicitándole mucho, y fue con él a la sala en que ya estaba preparada la comida con todo el esplendor con­veniente. Y comió de todo, y le pa­recieron los manjares los más exce­lentes que había probado nunca, y el servicio muy superior al de su pa­lacio, y la plata y los accesorios ad­mirables en absoluto.

Entre tanto llegaran los joyeros y orfebres a quienes habían ido a buscar los guardias por toda la ca­pital; y se pasó recado al rey, que en seguida subió a la cúpula de las noventa y nueve ventanas. Y enseñó a los orfebres la ventana sin termi­nar, diciéndoles: “¡Es preciso que en el plazo más breve posible acabéis la labor que necesita esta ventana en cuanto a incrustaciones de per­las y pedrerías de todos colores!” Y los orfebres y joyeros contestaron con el oído y la obediencia, y se pusieron a examinar con mucha mi­nuciosidad la labor y las incrustacio­nes de las demás ventanas, mirán­dose unos a otros con ojos muy di­latados de asombro. Y después de ponerse de acuerdo entre ellos, vol­vieron junto al sultán, y tras de las prosternaciones, le dijeron: “¡Oh rey del tiempo! ¡no obstante todo nues­tro repuesto de piedras preciosas, no tenemos en nuestras tiendas con qué adornar la centésima parte de esta ventana!” Y dijo el rey; “¡Yo os proporcionare lo que os haga fal­ta!” Y mandó llevar las frutas de piedras preciosas que. Aladino le había dado como presente, y les di­jo: “¡Emplead lo necesario y devol­vedme lo que sobre!” Y los joyeros tomaron sus medidas e hicieron sus cálculos, repitiéndolos varias veces, y contestaron: “¡Oh rey del tiempo! ¡Con todo lo que nos das y con todo lo que poseemos no habrá bastante para adornar la décima parte de la ventana!” Y el rey se encaró con sus guardias, y les dijo: “¡Invadid las casas de mis visires, grandes y pequeños, de mis emires y de todas las personas ricas de mi reino, y haced que os entreguen de grado o por fuerza todas las piedras precio­sas que posean!” Y los guardias se apresuraron a ejecutar la orden.

En espera de que regresasen, Ala­dino, que veía que el rey empezaba a estar inquieto por el resultado de la empresa y que interiormente se re­gocijaba en extremo de la cosa, qui­so distraerle con un concierto. E hi­zo una seña a uno de los jóvenes efrits esclavos suyos, el cual hizo entrar al punto un grupo de canta­rinas, tan hermosas, que cada una de ellas podía decir a la luna: “¡Levántate para que me siente en tu sitio!”, y dotadas de una voz encan­tadora que podía decir al ruiseñor ¡Cállate para escuchar cómo can­to!” Y en efecto, consiguieron con la armonía que el rey tuviese un po­co de paciencia.

Pero en cuanto llegaron los guar­dias el sultán entregó en seguida a joyeros y orfebres las pedrerías pro­cedentes del despojo de las consa­bidas personas ricas, y les dijo: “Y bien, ¿qué tenéis que decir ahora?” Ellos contestaron: “¡Por Alah, ¡oh señor, nuestro! que aún nos falta mu­cho! ¡Y necesitaremos ocho veces más materiales que los que poseemos al presente! ¡Además, para hacer bien este trabajo, precisamos por lo me­nos un plazo de tres meses, poniendo manos a la obra de día y de noche!”

Al oír estas palabras, el rey llegó al límite el desaliento y de la per­plejidad, y sintió alargársele la nariz hasta los pies de lo que le avergon­zaba su impotencia en circunstancias tan penosas para su amor propio. Entonces Aladino, sin querer ya pro­longar más la prueba a la que le hubo de someter, y dándose, por sa­tisfecho, se encaró con los orfebres y joyeras, y les dijo: “¡Recoged lo que os pertenece y salid!” Y dijo a los guardias: “¡Devolved las pedre­rías a sus dueños!” Y dijo al rey. “¡Oh rey del tiempo! ¡no sería bien que admitiera de ti yo lo que te di una vez! ¡Te ruego, pues, veas con agrado que te restituya yo estas frutas de pedrerías y te reemplace en lo que falta hacer para llevar a cabo la ornamentación de esa ven­tana! ¡Solamente te suplico que me esperes en el aposento de mi esposa Badrú’l-Budur, porque no puedo tra­bajar ni dar ninguna orden cuando sé que me están mirando!” Y el rey se retiró con su hija Badrú’l-Budur para no importunar a Aladino.

Entonces Aladino sacó del fondo de un armario de nácar la lámpara mágica; que había tenido mucho cui­dado de no olvidan en la mudanza de la antigua casa al palacio, y la frotó como tenía por costumbre ha­cerlo. Y al instante apareció el efrit y se inclinó ante Aladino esperando sus órdenes. Y Aladino le dijo: “¡Oh efrit de la lámpara! ¡Te he hecho venir para que hagas, de todo punto semejante a sus hermanas, la venta­na número noventa y nueve!” Y apenas había él formulado está pe­tición cuando desapareció el efrit. Y oyó Aladino como una infinidad de martillazos- y chirridos de limas en la ventana consabida; y en menos tiempo del que el sediento necesita para beberse un vaso de agua fresca, vio aparecer y quedar rematada la milagrosa ornamentación de pedre­rías de la ventana. Y no pudo encon­trar la diferencia con las otras. Y fue en busca del sultán y le rogó que le acompañara a la sala de la cúpula.

Cuando el  sultán llegó frente a la ventana, que había visto tan im­perfecta unos instantes antes, creyó que se había equivocado de sitio, sin poder diferenciarla de las otras. Pero cuando después de dar la vuelta va­rias veces a la cúpula, comprobó que en tan poco tiempo se había hecho aquel trabajo, para cuya terminación exigían tres meses enteros todos los joyeros y orfebres reunidos, llegó al límite de la maravilla, y besó a Ala­dino entre ambos ojos, y le dijo: ¡Ah! ¡Hijo mío Aladino, conforme te conozco más, me pareces más  admirable!” Y envió a buscar al gran visir, y le mostró con el dedo la ma­ravilla que le entusiasmaba, y le dijo con acento irónico: “Y bien, visir, ¿qué te parece`?” Y el visir, que no se olvidaba de su antiguo rencor, se convenció cada vez más, al ver la cosa, de que Aladino era un hechicero, un herético y un filósofo alquimista. Pero se guardó mucho de dejar trans­lucir sus pensamientos al sultán, a quien sabía muy adicto a su nuevo yerno, y sin entrar en conversación con él le dejó con su maravilla y se limitó a contestar: “¡Alah es el más grande!”

Y he aquí que, desde aquel día, el sultán no dejó de ir a pasar, des­pués del diván; algunas horas cada tarde en compañía de su yerno Ala­dino y de su hija Badrú’l-Budur, pa­ra contemplar las maravillas del pa­lacio, en donde siempre encontraba cosas nuevas más admirables que las antiguas, y que le maravillaban y le transportaban.

En cuanto a Aladino, lejos de en­vanecerse con lo agradable de su nueva vida, tuvo cuidado de consa­grarse, durante las horas que no pa­saba con su esposa Badrú't-Budur, a hacer el bien a su alrededor y a informarse de las gentes pobres pa­ra socorrerlas. Porque no olvidaba su antigua condición y la miseria en que había vivido con su madre en los años de su niñez. Y además, siempre que salía a caballo se hacía escoltar por algunos esclavos que, si­guiendo órdenes suyas, no dejaban de tirar en todo el recorrido puñados de dinares de oro a la muche­dumbre que acudía a su paso. Y a diario, después de la comida de me­diodía y de ta noche, hacía repartir entre los pobres las sobras de su me­sa, que bastarían para alimentar a más de cinco mil personas. Así es que su conducta tan generosa y su bondad y su modestia le granjearon el afecto de todo el pueblo y le atra­jeron las bendiciones de todos los habitantes. Y no había ni uno que no jurase por su nombre y por su vida. Pero lo que acabó de conquis­tarle los corazones y cimentar su fama fue cierta gran victoria que lo­gro sobre unas tribus rebeladas con­tra el sultán, y donde había dado prueba de un valor maravilloso y de cualidades guerreras que superaban á las hazañas de los héroes más fa­mosos. Y Badrú’l-Budur le amó ca­da vez más, y cada vez felicitóse mas de su feliz destino que le había dado por esposo al único hombre que se la merecía verdaderamente. Y de tal suerte vivió Aladino varios años de dicha perfecta entre su es­posa y su madre, rodeado del afecto y la abnegación de grandes y pe­queños, y más querido y más respe­tado que el mismo sultán, quien, por cierto continuaba teniéndole en alta estima y sintiendo por él una admi­ración ilimitada. ¡Y he aquí lo refe­rente a Aladino!

¡He aquí ahora lo que se refiere al mago magrebí a quien encontra­mos al principio de todos estos acon­tecimientos y que, sin querer, fue causa de la fortuna de Aladino!

Cuando abandonó a Aladino en el subterráneo, para dejarle morir de sed y de hambre, se volvió a su país al fondo del Magreb lejano. Y se pasaba el tiempo entristeciéndose con el mal resultado de su expedi­ción y lamentando las penas y fati­gas que había soportado tan vana­mente para conquistar la lámpara mágica. Y pensaba en la fatalidad que le había quitado de los labios el bocado que tanto trabajo le costó confeccionar. Y no transcurría día sin que el recuerdo lleno de amargura de aquellas cosas asaltase su memo­ria y le hiciese maldecir a Aladino y el momento en que se encontró con Aladino. Y un día que estaba más lleno de rencor que de ordina­rio acabó por sentir curiosidad por los detalles de la muerte de Ala­dino. Y a este efecto, como estaba muy versado en la geomancia, cogió su mesa de arena adivinatoria, que hubo de sacar del fondo de un, ar­mario, sentóse sobre una estera cua­drada en medio de un círculo tra­zado con rojo, alisó la arena, arregló los granos machos y los granos hem­bras, las madres y las hijos, murmu­ró las fórmulas geománticas, y dijo: “Está bien, ¡oh arena! veamos. ¿Qué ha sido de la lámpara mágica? ¿Y cómo murió ese miserable, que se llamaba Aladino?” Y pronun­ciando estas palabras agitó la are­na con arreglo al rito. Y he aquí que nacieron las figuras y se for­mó el horóscopo. Y el magrebí, en el límite de la estupefacción, después de un examen detallado de las figuras del horóscopo, des­cubrió sin ningún género de duda que Aladino no estaba muerto, sino muy vivo, que era dueño de la lám­para mágica, y que vivía con esplen­dor, riquezas y honores, casado con la princesa Badrú’l-Budur, hija del rey de la China, a. la cual amaba y la cual le amaba, y por último, que no se le conocía en todo el imperio de la China e incluso en las fron­teras del mundo más que con el nombre del emir Aladino.

Cuando el mago se enteró de tal suerte, por medio de las operaciones de su geomancia y de su descrei­miento, de aquellas cosas que estaba tan lejos de esperarse, espumajeó de rabia y escupió al aire y al suelo, di­ciendo: “Escupo en tu cara. Piso tu cabeza, ¡oh Aladino! ¡Oh pájaro de horca! ¡Oh rostro de pez y de brea!..

En éste, momento de su narración, Schahrazada vio aparecerla mañana, y se calló discretamente.

 
PERO CUANDO LLEGÓ LA 765 NOCHE

Ella dijo:

 

“...Escupo en tu cara. Piso tu cabeza, ¡oh Aladino! ¡Oh pájaro de horca! ¡Oh rostro de pez y de brea!” Y durante una hora de tiempo estu­vo escupiendo al aire y al suelo, ho­llando con los pies a un Aladino imaginario y abrumándote a jura­mentos atroces y a insultos de todas las variedades, hasta que se calmó un poco. Pero entonces resolvió vengarse a toda costa de Aladino y ha­cerle expiar las felicidades de que en detrimento suyo gozaba con la posesión de aquella lámpara mágica que le había costado al mago tantos esfuerzos y tantas- penas inútiles. Y sin vacilar un instante se puso en camino para la China. Y como la rabia y el deseo de venganza le da­ban alas, viajó sin detenerse, medi­tando largamente sobre los medios de que se valdría para apoderarse de Aladino; y no tardó en llegar a la capital del reino de China. Y paró en un khan, donde alquiló una vi­vienda. Y desde el día siguiente a su llegada empezó a recorrer los si­tios públicos y los lugares más fre­cuentados; y por todas partes sólo oyó hablar del emir Aladino, de la hermosura del emir Aladino, de la generosidad del emir Aladino y de la magnificencia del emir Aladino. Y se dijo: “¡Por el fuego y por la luz que no tardará en pronunciarse éste nombre para sentenciarlo a muerte!” Y llegó al palacio de Aladi­no, y exclamó al ver su aspecto im­ponente; “¡Ah! ¡Ah! ¡Ahí habita aho­ra el hijo del sastre Mustafá, el que no tenía un pedazo de pan que echar­se a la boca al llegar la noche! ¡Ah! ¡Ah! ¡Pronto verás, Aladino, si mi Destino vence o no al tuyo, y si obligo o no a tu madre a hilar lana, como en otro tiempo, para no morir­se de hambre, y si cavo o no con mis propias manos la fosa adónde irá ella a llorar!” Luego se acercó a la puerta principal del palacio, y después de entablar conversación con el portero consiguió enterarse de que Aladino había ido de caza por varios días. Y pensó: “¡He aquí ya el principio de la caída de Aladino! ¡En ausencia suya podré obrar más libremente! ¡Pero, ante todo, es preciso que sepa, si Aladino se ha lle­vado la lámpara consigo o si la ha dejado en el palacio! Y se apresuró a volver a su habitación del khan, donde cogió su mesa geomántica y la interrogó. Y el horóscopo le reve­ló que Aladino había dejado la lám­para en el palacio.

Entonces el magrebí, ebrio de alegría, fue al zoco de los caldere­ros y entró en la tienda de un mer­cader de linternas y lámparas de co­bre, y le dijo: “¡Oh mi señor! nece­sito una docena de lámparas de co­bre completamente nuevas y muy bruñidas!” Y contestó el mercader: “¡Tengo lo que necesitas!” Y le pu­so delante doce lámparas muy bri­llantes y le pidió un precio que le pagó el mago sin regatear. Y las cogió y las puso en un cesto que había comprado en casa del cestero. Y salió del zoco.

Y entonces se dedicó a recorrer las calles con el cesto de lámparas al brazo, gritando: “¡Lámparas nue­vas! ¡A las lámparas nuevas! ¡Cam­bio lámparas nuevas por otras vie­jas! ¡Quien quiera el cambio que venga por la nueva!” Y de este modo se encaminó al palacio de Ala­dino.

En cuanto los pilluelos de las ca­lles oyeron aquel pregón insólito y vieron el amplio turbante del magrebí dejaron de jugar y acudieron en tropel. Y se pusieron a hacer pi­ruetas detrás de él, mofándose y gri­tando a coro: “¡Al loco! ¡Al loco!” Pero él, sin prestar la menor aten­ción a sus burlas, seguía con su pregónn, que dominaba las cuchufletas: “¡Lámparas nuevas! ¡A las lámparas nuevas! ¡Cambio lámparas nuevas por otras viejas! ¡Quien quiera el cambio que venga por la nueva!”

Y de tal suerte; seguido por la burlona muchedumbre de chiquillos, llegó a la plaza que había delante de la puerta del palacio y se dedicó a recorrerla de un extremo a otro para volver sobre sus pasos y reco­menzar, repitiendo, cada vez más fuerte, su pregón sin cansarse. Y tanta maña se dio, que la princesa Badrú’l-Budur, que en aquel mo­mento se encontraba en la sala de las noventa y nueve ventanas, oyó aquel vocerío insólito y abrió una de las ventanas y miró a la plaza. Y vio a la muchedumbre insolente y burlona de pilluelos, y entendió el extraño pregón del magrebí. Y se echó a reír. Y sus mujeres entendie­ron el pregón y también se echaron a reír con ella. Y le dijo una “¡Oh mi señora! ¡Precisamente hoy, al lim­piar el cuarto de mi amo Aladino, he visto en una mesita una lámpara vieja de cobre! ¡Permíteme, pues, que vaya a cogerla y a enseñársela a ese viejo magrebí, para ver si realmente, está tan loco como nos da a entender su pregón, y si con­siente en cambiárnosla por una lám­para nueva!” Y he aquí que la lámpara vieja de que hablaba aquella esclava era precisamente la lámpara mágica de Aladino. ¡Y por una des­gracia escrita por el Destino, se ha­bía olvidado él, antes de partir, de guardarla en el armario de nácar en que generalmente la tenía escondi­da, y la había dejado encima de la mesilla! ¿Pero es posible luchar con­tra los decretos del Destino?

Por otra parte, la princesa Badrú'l­-Budur ignoraba completamente la existencia de aquella lámpara y sus virtudes maravillosas. Así es que no vio ningún inconveniente en el cam­bio de que le hablaba su esclava, y contestó: “¡Desde luego! ¡Coge esa lámpara y dásela al agha de los eu­nucos, a fin de que vaya a cambiar­la por una lámpara nueva y nos ria­mos a costa de ese loco!” Entonces la joven esclava fue al aposento de Aladino, cogió la lám­para mágica que estaba encima de la mesilla y se la entregó al alha de los eunucos. Y el agha bajó al punto a la plaza, llamó al magrebí, le enseñó la lámpara que tenía, y le dijo: “¡Mi señora desea cambiar es­ta lámpara por una de las nuevas que llevas en ese cesto!”

Cuando el mago vio la lámpara la reconoció al primer golpe de vista y empezó a temblar de emoción. Y el eunuco le dijo: “¿Qué te pasa? ¿Acaso encuentras esta lámpara de­masiado vieja para cambiarla?” Pe­ro el mago, que había dominado ya su excitación, tendió la mano con la rapidez del buitre que cae sobre la tórtola, cogió la lámpara que le ofrecía el eunuco y se la guardó en el pecho. Luego presentó al eunuco el cesto, diciendo: “¡Coge la que más te guste!” Y el eunuco escogió una lámpara muy bruñida y comple­tamente. Nueva, y se apresuro a lle­vársela a su ama Badrú’l-Budur, echándose a reír y burlándose de la locura del magrebí. ¡Y he aquí lo referente al agha de los eunucos y al cambio de la lámpara mágica en ausencia de Aladino!

En cuanto al mago, echó a correr en seguida, tirando el cesto con su contenido a la cabeza de los pillue­los, que continuaban mofándose de él, para impedirles que le siguieran. Y de tal modo desembarazado, fran­queó recintos de palacios y jardines y se aventuró por las calles de la ciu­dad, dando mil rodeos, a fin de que perdieran su pista quienes hubiesen querido perseguirle. Y cuando llegó a un barrio completamente desierto, se saco del pecho la lámpara y la frotó. Y él efrit de la lámpara res­pondió a esta llamada, apareciéndose ante él al punto, y diciendo: “¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué quieres? Habla. ¡Soy el servidor de la lámpara en el aire por donde vuelo y en la tierra por donde me arrastro!” Porque el efrit obedecía indistintamente a quien­quiera que fuese el poseedor de aquella lámpara, aunque, como el mago, fuera por el camino de la maldad y de la perdición.

Entonces el magrebí le dijo: ¡Oh efrit de la lámpara! te ordeno que cojas el palacio que edificaste para Aladino y lo transportes con todos los seres y todas las cosas que contiene a mi país, que ya sabes cuál es, y que está en el fondo del Magreb, entre jardines. ¡Y también me transportarás a mí allá con el palacio!” Y contestó el efrit esclavo de la lámpara: “¡Escucho y obedez­co! ¡Cierra un ojo y abre un ojo, y te encontrarás en tu país, en medio del palacio de Aladino!” Y efecti­vamente, en un abrir y cerrar de ojos se hizo todo. Y el magrebí se en­contró transportado, con el palacio de Aladino en medio de su país, en el Magreb africano. ¡Y esto es lo referente a él!

Pero en cuanto al sultán; padre de Badrú’l-Budur, al despertarse el siguiente día salió de su palacio, co­mo tenía por costumbre, para ir a visitar a su hija a la que quería tan­to. Y en el sitio en que se alzaba el maravilloso palacio no vio más que, un amplio meidán agujereado por las zanjas vacías de los cimientos. Y en el límite de la perplejidad, ya no supo si habría perdido la razón; y empezó a restregarse los ojos para darse cuenta mejor de lo que veía. ¡Y comprobó que con la claridad del sol saliente y la limpidez de la ma­ñana no había manera de engañarse, y que el palacio ya no estaba allí! Pero quiso convencerse más aún de aquella realidad enloquecedora, y su­bió al piso más alto, y abrió la ven­tana que daba enfrente de los apo­sentos de su hija. Y no vio palacio ni huella de palacio, ni jardines ni huella de jardines, sino sólo un inmenso meidán donde, de no estar las zanjas, habrían podido los caballeros justar a su antojo.

Entonces, desgarrado de ansiedad, el desdichado padre empezó a gol­pearse las manos una contra otra y a mesarse la barba llorando, por más que no pudiese darse cuenta exacta de la naturaleza y de la magnitud de su desgracia. Y mientras de tal suerte desplomábase sobre el diván, su gran visir entró para anunciarle, como de costumbre, la apertura de la sesión de justicia. Y vio el estado en que se hallaba, y no supo qué pensar. Y el sultán le dijo: “¡Acércate aquí!” Y el visir se acercó, y el sultán le dijo: “¿Dónde está el palacio de mi hija?” El otro dijo:

¡Alah guarde al sultán! ¡Pero no comprendo lo que quiere decir!” El sultán dijo: “¡Cualquiera creería ¡oh visir! que no estás al corriente de la triste nueva!” El visir dijo: “Claro que no lo estoy, ¡oh mi señor! ¡Por Alah, que no sé nada, absolutamente no!” El sultán dijo: “¡En ese caso, no has mirado hacia el palacio de Aladino!” El visir dijo: “¡Ayer tar­de estuve a pasearme por los jardi­nes que lo rodean, y no he notado ninguna cosa de.particular, sino que la puerta principal estaba cerrada a causa de la ausencia del emir Aladi­no!” El sultán dijo: “¡En ese caso, ¡oh visir! mira por esta ventana y dime si no notas ninguna cosa de particular en ese palacio que ayer viste con la puerta cerrada!” Y el visir sacó la cabeza por la ventana y miró, pero fue para levantar los bra­zos al cielo, exclamando: “¡Alejado sea el Maligno!” ¡El palacio ha des­aparecido!” Luego se encaró con el sultán, y le dijo: “¡Y ahora ¡oh mi señor!' ¿Vacilas en creer que ese pa­lacio, cuya arquitectura y ornamen­tación admiraban tanto, sea otra cosa que la obra de la más admirable he­chicería? Y el sultán bajó la cabeza y reflexionó durante una hora de tiempo. Tras de lo cual levantó la cabeza, y tenía el rastro revestido de furor. Y exclamó: “¿Dónde está ese malvado, ese aventurero, ese mago, ese impostor, ese hijo de mil perros, que se llama Aladino?” Y el visir contestó con el corazón dilatado de triunfo: “¡Está ausente de casa; pero me ha anunciado su regreso para hoy antes de la plegaria del medio­día! ¡Y si quieres, me encargo de ir yo mismo a informarme acerca de él sobre lo que ha sido del palacio con su contenido!” Y el rey se puso a gritar: “No ¡por Alah! ¡Hay que tratarle como a los ladrones, y a los embusteros! ¡Que me le traigan los guardias cargado de cadenas!”

Al punto el gran visir salió a co­municar la orden del sultán al jefe de los guardias, instruyéndole acerca de cómo debía arreglarse para que no se le escapara Aladino. Y acom­pañado por cien jinetes, el jefe de los guardias salió de la ciudad al canino por donde tenía que volver Aladino, y se encontró con él a cien farsantes de las puertas. Y en se­guida hizo que le cercaran los jine­tes, y lo dijo: “Emir Aladino, ¡oh amo nuestro! ¡Dispénsanos por fa­vor! ¡Pero el sultán, de quien somos esclavos, nos ha ordenado que te de­tengamos y te pongamos entre sus manos cargado de cadenas como los criminales! ¡Y no podemos desobe­decer una orden real! ¡Pero repe­timos que nos dispenses por tratarte así, aunque a todos nosotros nos ha inundado tu generosidad!”

Al oír estas palabras del jefe de los guardas, a Aladino se le trabó la lengua de sorpresa y de emoción. Pero acabó por poder hablar, y dijo: ¡Oh buenas gentes! ¿Sabéis, al me­nos, por qué motivo os ha dado el sultán semejante orden, siendo yo inocente de todo crimen con respec­to a él o al Estado?” Y contestó el jefe de los guardias: “¡Por Alah, que no lo sabemos!” Entonces Aladino se apeó del su caballo, y dijo.: “¡Ha­ced de mí lo que os haya ordenado el sultán, pues las órdenes del sul­tán estás por encima de la cabeza y de los ojos!” Y los guardias, muy a disgusto suyo, se apoderaron de Aladino, le ataron los brazos, le echa­ron al cuello una cadena muy gorda y muy pesada, con la que también le sujetaron por la cintura, y cogien­do el extremo de aquella cadena le arrastraron a la ciudad, haciéndole caminar a pie mientras ellos seguían a caballo su camino.

Llegados que fueron los guardias a los primeros arrabales de la ciudad, los transeúntes que vieron de este modo a Aladino no dudaron de que el sultán, por motivos que ignora­ban, se disponía a hacer que le cor­taran la cabeza. Y como Aladino se había captado, por su generosidad y su afabilidad, el afecto de todos los súbditos del reino, los que le vieron apresuráronse a echar a andar detrás de él, armándose de sables unos, y de estacas otros y de piedras y palos los demás. Y aumentaban en número a medida que el convoy se aproximaba a palacio; de modo que ya eran millares y millares al llegar a la plaza del meidán. Y todos gri­taban y protestaban, blandiendo sus armas y amenazando a los guardias, que a duras penas pudieron conte­nerles y penetrar en palacio sin ser maltratados. Y en tanto que los otros continuaban vociferando y chi­llando en el meidán para que se les devolviese sano y salvo a su señor Aladino, los guardias introdujeron a Aladino, que seguía cargado de ca­denas, en la sala donde le esperaba el sultán lleno de cólera y de an­siedad.

No bien tuvo en su presencia a Aladino, el sultán, poseído de un fu­ror inconcebible, no quiso perder el tiempo en preguntarle qué había sido del palacio que guardaba a su hija Badrú’l-Budur, y gritó a la porta alfanje: “¡Corta en seguida la ca­beza a este impostor maldito!” Y no quiso oírle ni verle un instante más. Y el porta-alfanje se llevó a Aladino a la terraza desde la cual se dominaba el meidán en donde estaba apiñada la muchedumbre tu­multuosa, hizo arrodillarse a Aladi­no sobre el cuero rojo de las eje­cuciones, y después de vendarle los ojos le quitó la cadena que llevaba al cuello y alrededor del cuerpo, y le dijo: “¡Pronuncia tu acto de fe antes de morir!” Y se dispuso a dar­le el golpe de muerte, volteando por tres veces y haciendo flamear el sable en el aire en torno a él. Pero en aquel momento, al ver que la porta-alfanje iba a ejecutar a Aladi­no, la muchedumbre empezó a es­calar los muros del palacio y a for­zar las puertas. Y el sultán vio aque­llo, y temiéndose algún aconteci­miento funesto se sintió poseído de gran espanto. Y se encaró por la porta-alfanje, y le dijo: “¡Aplaza por el instante el acto de cortar la cabe­za a ese criminal!” Y dijo al jefe de los guardias:- ¡Haz que pregonen al pueblo que le otorgo la gracia de la sangre de ese maldito!'? Y aquella orden, pregonada en seguida desde lo alto de las terrazas, calmó el tu­multo y el furor de la muchedumbre, e hizo abandonar su propósito a los que forzaban las puertas y a los que escalaban los muros del palacio.

Entonces Aladino, a quien se ha­bía tenido cuidado de quitar la ven­da de los ojos y a quien habían sol­tado las ligaduras que le ataban las manos a la espalda, se levantó del cuero de las ejecuciones en donde estaba arrodillado y alzó la cabeza hacia el sultán, y con los ojos llenos de lágrimas le preguntó: “Oh rey del tiempo! ¡Suplico a tu alteza que me diga solamente el crimen que he podido cometer para ocasionar tu cólera y esta desgracia!” Y con el color muy amarillo y la voz llena de cólera reconcentrada, el sultán le dijo: “¿Que te diga tu crimen, mi­serable? ¿Es que finges ignorarlo? ¡Pero no fingirás más cuando te lo haya hecho ver con tus propios ojos!” Y le gritó: “¡Sígueme!” Y echó a andar delante de él y le condujo al otro extremo del palacio, hacia la parte que daba al segundo meidán, donde se erguía antes el pa­lacio de Badrú’l-Budur rodeado de sus jardines, y le dijo: “¡Mira por esta ventana y dime, ya que debes saberlo; qué ha sido del palacio que guardaba a mi hija!” Y Aladino sa­có la cabeza por la ventana y miró. Y no vio ni palacio, ni jardín, ni huella de palacio o de jardín, sino el inmenso meidán desierto, tal como estaba el día en que dio él al efrit de la lámpara orden de construir allí la morada maravillosa. Y sintió tal estupefacción y tal dolor y tal con­moción, que estuvo a punto de caer desmayado. Y no pudo pronunciar una sola palabra. Y el sultán le gritó: “Dime, maldito impostor, ¿dónde, está el palacio y dónde está mi hija, el núcleo de mi corazón, mi única hija?” Y Aladino lanzó un gran sus­piro y vertió abundantes lágrimas; luego dijo: “¡Oh rey del tiempo, no lo sé!” Y le dijo el sultán: “¡Escúchame bien! No quiero pedirte que restituyan tu maldita palacio; pero sí te ordeno que me devuelvas a mí .hija. Y si no lo haces al instante o si no quieres decirme qué ha sido de ella, ¡por mi cabeza, que haré que te corten la cabeza!” Y en el límite de la emoción, Aladino bajó los ojos y reflexionó durante una hora de tiempo. Luego levantó la cabeza, y dijo: “¡Oh rey del tiempo! ninguno escapa a su destino. ¡Y si mi destino es que se me corten la cabeza por un crimen que no he cometido, ningún poder logrará salvarme! Sólo te pido, pues, antes de morir, un plazo de cuarenta días para hacer las pesqui­sas necesarias con respecto a mi es­posa bien amada, que ha desapareci­do con el palacio mientras yo estaba de caza y sin que pudiera sospechar cómo ha sobrevenido esta calami­dad te lo juro por la verdad de nuestra fe y los méritos de nuestro señor Mohamed (¡con él la plegaria y la paz!)” Y el sultán contestó: “Está bien; te concederé lo que me pides. ¡Pero has de saber que, pa­sado ese plazo, nada podrá salvarte de entre mis manos si no me traes a mi hija! ¡Porque sabré apoderarme de ti y castigarte, sea donde sea el paraje de la tierra en que te ocultes!” Y al oír estas palabras Aladino salió de la presencia del sultán, y muy ca­bizbajo atravesó el palacio en medio de los dignatarios, que se apenaban mucho al reconocerle y verle tan de­mudado por la emoción y el dolor. Y llegó ante la muchedumbre y em­pezó a preguntar, con torvos ojos: ¿Dónde está mi palacio? ¿Dónde está mi esposa?” Y cuantos le veían y oían dijeron: “¡El pobre ha perdido la razón! ¡El haber caído en desgracia con él sultán y la proxi­midad de la muerte le han vuelto lo­co!” Y al ver que ya sólo era para todo el mundo un motivo de compa­sión, Aladino se alejó rápidamente sin que nadie tuviese corazón para seguirle. Y salió de la ciudad, y co­menzó a errar por el campo, sin saber lo que hacía. Y de tal suerte llegó a orillas de un gran río, presa de la desesperación, y diciéndose: “¿Dón­de hallarás tu palacio, Aladino y a tu esposa Badrú’l-Budur, ¡oh pobre!? ¿A qué país desconocido irás a bus­carla, si es que está viva todavía? ¿Y acaso sabes siquiera cómo ha desaparecido?” Y con el alma obs­curecida por estos pensamientos, y sin ver ya más que tinieblas y tris­teza delante de sus ojos, quiso arro­jarse al agua y ahogar allí su vida y su dolor. ¡Pero en aquel momento se acordó de que era un musulmán, un creyente, un puro! dio fe de la unidad de Alah y de la misión de Su Enviado. Y reconfortado con su acto de fe y su abandono a la voluntad del Altísimo, en lugar de arrojarse al agua se dedicó a hacer sus ablu­ciones para la plegaria de la tarde. Y se puso en cuclillas a la orilla del río y cogió agua en el hueco de las manos y se puso a frotarse los dedos y las extremidades. Y he aquí que, al hacer estos movimientos, frotó el anillo que le había dado en la cueva el magrebí. Y en el mismo mo­mento apareció el efrit del anillo, que se prosternó ante él, diciendo: “¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué quieres? Habla: ¡Soy él servidor del anillo en la tierra, en el aire y en el agua!' Y Aladino re­conoció perfectamente, por su as­pecto repulsivo y por su voz aterra­dora, al efrit que en otra ocasión hubo de sacarle del subterráneo. Y agradablemente sorprendido por aquella aparición, que estaba tan le­jos de esperarse en el estado mise­rable en que se encontraba, interrum­pió sus abluciones y se irguió sobre ambos pies, y dijo al efrit: “¡Oh efrit del anillo, oh compasivo, oh excelente! ¡Alah te bendiga y te ten­ga en su gracia! Pero apresúrate a traerme mi palacio y mi esposa, la princesa Badrú’l-Budur!” Pero el efrit del anillo le contestó: “¡Oh due­ño del anillo! ¡lo que me pides no está en mi facultad, porque en la tierra, en el aire y en el agua yo sólo soy servidor del anillo! ¡Y sien­to mucho no poder complacerte en esto, que es de la competencia del servidor de la lámpara! ¡A tal fin, no tienes más que dirigirte a ese efrit, y él te complacerá!” Entonces Ala­dino, muy perplejo, le dijo: “¡En ese caso, ¡oh efrit del anillo! y puesto que no puedes mezclarte en lo que no te incumbe, transportando aquí el palacio de mi esposa, por las vir­tudes anillo a quien sirves te ordenó que me transportes a. mí mismo al paraje de la tierra en que se halla mi palacio, y me dejes, sin hacerme sufrir sacudidas, debajo de las ventanas de mi esposa, la prince­sa Badrú’l-Budur!”

Apenas había formulado Aladino esta petición, el efrit del anillo con­testó con el oído y la obediencia, y en el tiempo en que se tarda sola­mente en cerrar un ojo y abrir un ojo, le transportó al fondo del Magreb, en medio de un jardín magnífi­co, donde se alzaba, con su her­mosura arquitectural, el palacio de Badrú’l-Budur. Y le dejó con mucho cuidado debajo de las ventanas de-la princesa, y desapareció:

Entonces, a la vista de su palacio, sintió Aladino dilatársele el corazón 'y tranquilizársele el alma y refres­cársele los ojos. Y de nuevo entra­ron en la alegría y la esperanza. Y de la misma manera que está pre­ocupado y no duerme quien confía una cabeza al vendedor de cabezas cocidas al horno, así Aladino, a pe­sar de sus fatigas y sus penas, no quiso descansar lo más mínimo. Y se limitó a elevar su alma hacia el Creador para darle gracias por sus bondades y reconocer que sus desig­nios son impenetrables para las cria­turas limitadas. Tras de lo cual se puso muy en evidencia debajo de las ventanas de su esposa Badrú'l­Budur.

Y he, aquí que, desde que fue arrebatada con el palacio por el ma­go magrebí, la princesa tenía la costumbre de levantarse todos los días a la hora del alba, y se pasaba el tiempo llorando y las noches en vela, poseída de tristes, pensamientos en su dolor por verse separada de su padre y de su esposo bienamado, además de todas las violencias de que la hacía víctima el maldito magrebí, aunque sin ceder ella. Y no dormía, ni comía, ni bebía. Y aque­lla tarde, por decreto del destino, su servidora había entrado a verla para distraerla. Y abrió una de las ventanas de la sala de cristal, y miró hacia fuera, diciendo: “¡Oh mi se­ñora! ¡Ven a ver cuán delicioso es el aire de esta tarde!” Luego lanzó de pronto un grito, exclamando: “¡Ya setti, ya setti! ¡He ahí a mi amo Aladino, he ahí a mi amo Aladino ¡Está bajo las ventanas del pa­lacio...

 

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­na, y y se calló discretamente.






PERO CUANDO LLEGó LA 769 NOCHE

Ella dijo:

 

“¡Ya setti, ya settí! ¡He ahía mi amo Aladino, he ahí a mi amo Ala­dino! ¡Está bajo las ventanas del palacio!”

Al oír estas palabras de su servi­dora, Badrú’l-Budur se precipitó a la ventana, y vio a Aladino, el cual la vio también. Y casi enloquecie­ron ambos de alegría. Y fue Badrú'l-Budur la primera que pudo abrir la boca, y gritó a Aladino: “¡Oh querido mío! ¡Ven pronto, ven pron­to! ¡Mi servidora va a bajar para abrirte la puerta secreta! ¡Puedes su­bir aquí sin temor! ¡El mago maldi­to está ausente por el momento!” Y cuando la servidora le hubo abierto la puerta secreta, Aladino subió al aposento de su esposa y la recibió en sus brazos. Y se besaron, ebrios de alegría, llorando y riendo. Y cuan­do estuvieran un poco calmados se sentaron uno junto a otro, y Aladi­no dijo a su esposa: “¡Oh Badrú'l-­Badur! ¡Antes de nada tengo que peguntarte qué ha sido de la lámpara de cobre qué dejé eri mi cuarto so­bre una mesilla antes de salir de casa!” Y exclamó la princesa: “¡Ah! ¡Querido mío, esa lámpara precisa­mente es la causa de nuestra desdi­cha! ¡Pero todo ha sido por mi cul­pa, sólo por mi culpa!” Y contó a Aladino cuanto había ocurrido en el palacio desde, su ausencia, y cómo, por reírse de la locura del vendedor de lámparas, había, cambiado la lám­para de la mesilla por una lámpara nueva; y todo lo que ocurrió después, sin olvidar un detalle. Pero no hay utilidad en repetirlo. Y concluyó di­ciendo: “Y sólo después de transpor­tarnos aquí con el palacio es cuando el maldito magrebí ha venido a revelarme qué, por el poder de su hechicería y las virtudes de la lám­para cambiada, consiguió arrebatar­me a tu afecto con el fin de poseer­me. ¡Y me dijo que era magrebí y que estábamos en Magreb, su país!” Entonces Aladino, sin hacer­le el menor reproche, le preguntó: “¿Y qué desea hacer contigo ese maldito?” Ella dijo: “Viene una vez al día, nada más a hacerme una vi­sita, y trata por todos los medios de seducirme. ¡Y como está lleno de perfidia, para vencer mi resistencia no ha cesado de afirmarme, que el sultán te había hecho cortar la ca­beza por impostor, y que, al fin y al cabo, no eras más que el hijo de una pobre gente, de un miserable sastre llamado Mustafá, y que sólo a él debías la fortuna y los honores de que disfrutabas! Pero hasta aho­ra no ha recibido de mí, por toda respuesta, más que el silencio del desprecio y que le vuelva la espalda. ¡Y se ha visto obligado a retirarse siempre con las orejas caídas y la nariz alargada! ¡Y a cada vez temía yo que recurriese a la violencia! Pero hete aquí ya. ¡Loado sea Alah!” Y Aladino le dijo: “Dime ahora ¡oh Badrú'l-Budur! en qué sitio del pa­lacio está escondida, si lo sabes, la lámpara qué consiguió arrebatarme ese maldito magrebí.” Ella dijo: “Nunca la deja en el palacio, sino que la lleva en el pecho continua­mente. ¡Cuántas veces se la he visto sacar en mi presencia para enseñár­mela como un trofeo!” ¡Entonces Aladino le dijo: “¡Está bien! pero ¡por tu vida, que no ha de seguir enseñándotela mucho tiempo! ¡Para eso únicamente te pido que me dejes un instante solo en esta habitación!” Y Badrú’l-Budur salió de la sala y fue a reunirse con sus servidoras.

Entonces Aladino frotó el anillo mágico qué llevaba al dedo, y dijo al efrit que se presentó: “¡Oh efrit del anillo! ¿Conoces las diversas especies de polvos soporíferos?” El efrit con­testó: “Es lo que mejor conozco!” Aladino dijo: “¡En ese caso te or­deno que me traigas una onza de bang cretense, una sola toma del cual sea capaz de derribar a un ele­fante!” Y desapareció el efrit, pero para volver al cabo de un momento, llevando en los dedos una cajita, que entrego a Aladino, diciéndole: “¡Aquí tienes ¡oh amo del anillo! bang cretense de la calidad más fi­na!” Y se fue Y Aladino llamó a su esposa Badrú’l-Budur, y le dijo: “¡Oh mi señora Badrú’l-Budur! si quieres que triunfemos de ese mal­dito magrebí, no tienes más que seguir el consejo que voy, a darte. ¡Y te advierto que el tiempo apremia, pues me has dicho que el magrebí estaba a punto de llegar para inten­tar seducirte! ¡He aquí, pues, lo que tendrás que hacer!” Y le dijo: “¡Ha­rás estas cosas, y le dirás estas otras cosas!” Y le dio amplias instruccio­nes respecto a la conducta que debía seguir con el mago. Y añadió: “En cuanto a mí, voy a ocultarme en esta arca. ¡Y saldré en el momento opor­tuno!” Y le entregó la cajita de bang, diciendo: “¡No te olvides de lo que acabo de indicarte!” Y la dejó para ir a encerrarse en el arca.

Entonces la princesa Badrú’l-Budur, a pesar de la repugnancia que tenía a desempeñan el papel consa­bido, no quiso perder la oportuni­dad de vengarse del mago, y se pro­puso seguir las instrucciones de su esposo Aladino. Se levantó, pues, y mandó a sus mujeres que la peinaran y la pusieran el tocado que sentaba mejora su cara de luna, y se hizo vestir con el traje más hermoso de sus arcas. Luego se ciñó el talle con un cinturón de oro incrustado de diamantes, y se adornó el cuello con un collar de perlas nobles de igual tamaño, excepto la de en medio, que tenía el volumen de una nuez; y en las muñecas y en los tobillos se puso pulseras de oro con pedrerías que casaban maravillosamente con los colores de los demás adornos. Y perfumada y semejante a una hurí escogida, y, más brillante que las rei­nos y sultanas más brillantes, se mi­ró enternecida en su espejo, mientras sus mujeres maravillábanse de su belleza y prorrumpían en exclama­ciones de admiración. Y se tendió perezosamente en los almohadones, esperando la llegada del mago.

No dejó éste de ir a la hora anun­ciada. Y la princesa, contra lo que acostumbraba, se levantó en honor suyo, y con una sonrisa le invitó a sentarse junto a ella en el diván. Y el magrebí, muy emocionado por aquel recibimiento, y deslumbrado por el brillo de los hermosos ojos que le miraban y pon la belleza arre­batadora de aquella, princesa tan deseada, sólo permitió sentarse al borde del diván por cortesía y defe­rencia. Y la princesa, siempre son­riente, le dijo: “¡Oh mi señor! no te asombres de verme hoy tan cam­biada, porque mi temperamento, que por naturaleza es muy refractario a la tristeza, ha acabado por sobre­ponerse a mi pena y a mi inquietud. Y además, he reflexionado sobre tus palabras con respecto a mi esposo Aladino, y ahora estoy convencida de que ha muerto a causa de la te­rrible cólera de mi padre el rey. ¡Lo que está escrito ha de ocurrir! Y mis lágrimas y mis pesares no darán vi­da a un muerto. Por eso he renun­ciado a la tristeza y al duelo y he resuelto no rechazar ya tus propo­siciones y tus bondades. ¡Y ese es el motivo de mi cambio de humor!” Luego añadió: “¡Pero aun no. te he ofrecido los refrescos de amistad!” Y se levantó, ostentando su deslum­bradora belleza, y se dirigió a la mesa grande en que estaba la ban­deja de los vinos y sorbetes, y mien­tras llamaba a una de sus servido­ras para que sirviera la bandeja, echó un poco de bang cretense en la co­pa de oro que había en la bandeja. Y el magrebí no sabía cómo dar­le gracias por sus bondades. Y cuan­do se acerco la doncella con la ban­deja de los sorbetes, cogió él la capa y dijo a Badrú’l-Budur: “¡Oh prin­cesa! ¡Por muy deliciosa que sea está bebida no podrá refrescarme tanto como la sonrisa de tus ojos!” Y tras de hablar así se llevó la co­pa a los labios y la vació de un solo trago, sin respirar. ¡Pero al instante fue a caer sobre el tapiz con la ca­beza antes que con los pies, a las plantas de Badrú’l-Budur!

Al ruido de la caída Aladino lan­zó un inmenso grito de triunfo y salió del armario para correr en se­guida hacia el cuerpo inerte de su enemigo. Y se precipito sobre él, le abrió la parte superior del traje y le sacó del pecho la lámpara que estaba allí escondida. Y se encaró con Badrú'l-Budur; que acudía a be­sarle en el límite de la alegría, y le dijo: “¡Te ruego que me dejes solo, otra vez! ¡Porque ha de terminarse hoy todo!” Y cuando se alejó Ba­drú'l-Budur, frotó la lámpara en el sitio que sabía, y al punto vio aparecer al efrit de la lámpara, quien, después de la fórmula acostumbra­da, esperó la orden. Y Aladino le dijo: “¡Oh efrit de la lámpara! ¡Por las virtudes de esta lámpara que sir­ves, te ordeno que transportes este palacio, con todo lo que contiene, a la capital del reino de la China, situándolo exactamente en el mismo lugar de donde lo quitaste para traer­lo aquí! ¡Y hazlo de manera que el transporte se efectúe sin conmoción, sin contratiempo y sin sacudidas!” Y el genio contestó: “¡Oír es obede­cer!” Y desapareció. Y en el mismo momento, sin tardar más tiempo del que se necesita para cerrar un ojo y abrir un ojo, se hizo el transporte, sin que nadie lo advirtiera, porque apenas si se hicieron sentir dos li­geras agitaciones, una al salir y otra a la llegada.

Entonces Aladino, después de comprobar que el palacio estaba en realidad frente por frente al palacio del sultán, en el sitio que ocupaba antes, fue en busca de su esposa Badrú’l-Budur y la besó mucho, y le dijo: “¡Ya estamos en la ciudad de tu padre! ¡Pero, como es de, noche; más vale que esperemos a mañana por la mañana para ir a anunciar al sultán nuestro regreso! Por el mo­mento, no pensemos más que en re­gocijamos con nuestro triunfo y con nuestra reunión, ¡oh Badrú'l-Budur!” Y como desde la víspera Aladino aun no había comido nada, se sentaron ambos y se hicieron ser­vir por los esclavos una comida su­culenta en la sala de las noventa y nueve ventanas cruzadas. Luego pasaron juntos aquella noche en medio de delicias y dicha.

Al día siguiente salió de su pala­cio el sultán para ir, según costum­bre, a llorar por su hija en el para­je donde no creía encontrar más que las zanjas de los cimientos. Y muy entristecido y dolorido, echó una ojeada por aquel lado, y se quedó estupefacto al ver ocupado de nuevo el sitio del meidán por el palacio magnífico, y no vacío, como él se imaginaba, Y en un principio creyó que sería efecto de la niebla o de algún ensueño de su espíritu inquie­to, y se frotó los ojos varias veces. Pero como la visión subsistía siem­pre, ya no pudo dudar de su rea­lidad, y sin preocuparse de su digni­dad de sultán echó a correr agitando los brazos y lanzando gritos de ale­gría, y atropellando a guardias y por­teras subió la escalera de alabastro sin tomar aliento, no obstante su edad, y entró en la sala de la bóve­da de cristal con noventa y nueve ventanas, en la cual precisamente es­peraban su llegada, sonriendo, Ala­dino y Badrú’l-Budur. Y al verle se levantaron ambos y corrieron a su encuentro. Y besó él a su hija, derra­mando lágrimas de alegría y en el límite de la ternura; y ella tam­bién.

Y. cuando pudo abrir la boca y ar­ticular una palabra, dijo: “¡Oh hija mía! ¡Veo con asombro que no se te ha demudado el rostro ni se te ha puesto la tez más amarilla, a pesar de todo lo sucedido desde el día en que te vi por última vez! ¡Sin em­bargo, ¡oh hija de mi corazón! debes haber sufrido mucho, y no habrás visto sin alarmas y terribles angustias cómo te transportaban de un sitio a otro con todo el palacio! ¡Porque, nada más que con pensarlo, yo mis­mo me siento invadido por el temblor y el espanto! ¡Daté prisa, pues, ¡oh hija mía! a explicarme el motivo de tan escaso cambio en tu fisonomía, y a contarme, sin ocultarme nada, cuanto te ha ocurrido desde el co­mienzo hasta el fin!” Y Badrú'l-Bu­dur contestó: “¡Oh padre mío! has de saber que si se me ha demudado tan poco el rostro es porque ya he ganado lo que había perdido con mi alejamiento de ti y de mi esposo Ala­dino. Pues la alegría de volver a entre a ambos me devuelve mi frescura y mi color de antes. Pero he sufrido y he llorado mucho, tanto por verme arrebatada a tu afecto y al de mi esposo bienamado, como por haber caído en poder de un mal­dito mago magrebí que es el causante de todo lo que ha su­cedido, y que me decía cosas des­agradables y quería seducirme des­pués de raptarme. ¡Pero todo fue por culpa de mi atolondramiento, que me impulsó a ceder a otro lo que no me pertenecía!” Y en seguida contó a su padre toda la historia con los menores detalles, sin olvidar nada. Pero no hay ninguna utilidad en repetirla. Y cuando acabó de hablar, Aladino, que no había abierto la boca hasta entonces, se encaró con el sultán, estupefacto hasta el límite de la estupefacción, y le mos­tró, detrás de una cortina, el cuerpo inerte del mago, que tenía la cara toda negra por efecto de la violencia del bang, y le dijo: “¡He aquí al im­postor, causante de nuestra pasada desdicha y de mi caída en desgracia! ¡Pero Alah le ha castigado!”

Al ver aquello, el sultán, entera­mente convencido de la inocencia de Aladino, le besó muy tiernamente, oprimiéndole contra su pecho, y le dijo: “¡Oh hijo mío Aladino! ¡no me censures con exceso por mi conduc­ta para contigo, y perdóname los ma­los tratos que te infligí! ¡Porque merece alguna excusa el afecto que experimento por mi hija única Badrú’l-Budur, y bien sabes que el co­razón de un padre está lleno de ternura, y que hubiese preferido yo perder todo mi reino antes que un cabello de la cabeza de mi hija bien­amada!” Y Contestó Aladino: “Ver­daderamente, tienes excusa, ¡oh pa­dre de Badrú'l-Budur! porque sólo el afecto que sientes por tu hija, a la cual creías perdida por mi culpa, te hizo usar conmigo procedimientos enérgicos. Y no tengo derecho a re­procharte de ninguna manera. Por­que a mí me correspondía prevenir las asechanzas pérfidas de ese infame mago y tomar precauciones contra él. ¡Y no te darás cuenta bien de toda su malicia hasta que, cuando tenga tiempo, te relate yo la histo­ria de cuanto me ocurrió con él!” Y el sultán besó a Aladino una vez más, y le dijo: “En verdad ¡oh Ala­dino! que es absolutamente preciso que busques ocasión de contarme todo eso. ¡Pero aun es más urgente desembarazarme ya del espectáculo de ese cuerpo maldito que yace ina­nimado a nuestros pies, y regocijar­nos juntos de tu triunfo!” Y Aladino dio orden a sus efrits jóvenes de que se levaran el cuerpo del magrebí y lo quemaran en medio de la plaza del meidán sobre un montón de es­tiércol y echaran las cenizas en el hoyo de la basura. Lo cual se eje­cutó puntualmente en presencia de toda la ciudad reunida, que se ale­graba de aquel castigo merecido y de la vuelta del emir Aladino a la gracia del sultán.

Tras de lo cual, por medio de los pregoneros, qué iban seguidos por tañedores de clarines, de timbales y de tambores, el sultán hizo anun­ciar que daba libertad a los presos en señal de regocijo público; y man­dó repartir muchas limosnas a los pobres y a los menesterosos. .Y por la noche hizo iluminar toda la ciu­dad, así como su palacio y el de Ala­dino y Badrú’l-Budur: Y así fue cómo Aladino, merced a la bendición que llevaba consigo, escapó por segunda vez a un peligro de muerte. Y aque­lla misma bendición debía aun sal­varle por tercera vez, como vais a saber, ¡oh oyentes míos!

En efecto, hacía ya algunos meses que Aladino estaba de regreso y llevaba con su esposa una vida feliz bajo la mirada enternecida y vigilante de su madre, que entonces era una dama venerable de aspecto impo­nente, aunque desprovista de orgullo y de arrogancia, cuando la esposa del joven entró un día, con rostro un poco triste y dolorido, en la sala de la bóveda de cristal, donde él estaba casi siempre para disfrutar la vista de los jardines, y se le acercó, y le dijo: “¡Oh mi señor Aladino! Alah, que nos ha colmado con sus favores a ambos, hasta el presente me ha negado el consuela de tener un hijo. Porque ya hace bastante tiempo que estamos casados y no siento fecun­dadas por la vida mis entrañas: ¡Ven­go, pues, a suplicarte que me permi­tas mandar venir al palacio a una santa vieja llamada Fatmah que ha llegado a nuestra ciudad hace unos días, y a quien todo el mundo venera por las curaciones y alivios que pro­porciona y por la fecundidad que otorga a las mujeres sólo con la im­posición de sus manos...

 

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­na, se calló discretamente.

 

PERO CUANDO LLEGÓ LA 772 NOCHE

Ella dijo:

 

“... ¡Vengo, pues, a suplicarte que me permitas mandar venir al palacio a una santa veja llamada Fatmah, que ha llegado a nuestra ciudad hace unos días, y a quien todo el mundo venera por las curaciones y alivios que proporciona y por la fecundidad que otorga a las mujeres sólo con la imposición de sus manos!” Y Aladi­no, que no quería contrariar a su esposa Badru'l-Budur, no puso nin­guna dificultad para acceder a su deseo, y dio orden a cuatro eunucos de que fueran en busca de la vieja santa y la llevaran al palacio. Y los eunucos ejecutaron la orden y no tardaron en regresar con la santa vieja, que iba con el rostro cubierto por un velo muy espeso y con el cuello rodeado por un inmenso ro­sario de tres vueltas que le bajaba hasta la cintura. Y llevaba en la ma­no un gran báculo, sobre el cual apoyaba su marcha vacilante por la edad y las prácticas piadosas. Y en cuanto la vio la princesa salió viva­mente a su encuentro, y le besó la mano con fervor, y le pidió su bendi­ción. Y la santa vieja, con acento muy digno, invocó para ellas las ben­diciones de Alah y sus gracias, y pro­nunció en su favor una larga plega­ria, con el fin de pedir a Alah que prolóngase y aumentase en ella la prosperidad y la dicha y satisfaciese sus menores deseos. Y Badrú’l-Budur la rogó que se sentara en el sitio de honor en el diván, y le dijo: “¡Oh santa de Alah! ¡Te agradezco tus bue­nos intenciones y tus plegarias! ¡Y como sé que Alah no ha de negarte nada de lo que le pidas, espero de su bondad, por intercesión tuya, lo que es el más ferviente anhelo de mi al­ma!” Y la santa contestó: “¡Yo soy la más humilde de las criaturas de Alah; pero Él es el Omnipotente, el Excelente! ¡No tengas miedo, pues, ¡oh mi señbara Badrú'l-Budur! a for­mular lo que anhele tu alma!” Y Badrú’l-Budur se puso muy colorada, y bajó la voz, y con acento muy ar­diente dijo: “¡Oh santa de Alah! de­seo de la generosidad de Alah tener un hijo! ¡Dime qué tengo que hacer para eso y qué beneficios y qué bue­nas acciones habré de llevar a cabo para merecer semejante favor! “¡Ha­bla! ¡Estoy dispuesta a todo para obtener ese bien, que lo estimo en mas que mi propia vida! ¡Y pasa demostrarte mi gratitud, yo te daré en cambio, cuanto puedas anhelar y desear, no para ti, que ya sé ¡oh madre de todos nosotros! que te ha­llas al abrigo de las necesidades de las criaturas débiles, sino para alivio de los infortunadas y de los pobres de Alah!”

Al oír estás palabras de la prince­sa Badrú'l-Budur, los ojos de la san­ta, que hasta entonces habían per­manecido bajos, se abrieron y se iluminaron tras el velo con un brillo extraordinario, e irradió su rostro cual si tuviese fuego dentro, y todas sus facciones expresaron el sentimiento de un éxtasis de júbilo. Y miró a la princesa durante un mo­mento sin pronunciar ni una palabra; luego tendió los brazos hacia ella, y le hizo en la cabeza la imposición de las manos, moviendo los labios como si rezase.una plegaria entre dientes, y acabó por decirle: “¡Oh hija mía! ¡Oh mi señora Badrú’l-Budur! ¡Los santos de Alah acaban de dictarme el medio infalible de que debes valerte para ver habitar en tus entrañas la fecundidad! ¡Pero ¡oh hija mía! entiendo que ese medio es muy difícil, si no imposible de emplear, porque se necesita un po­der sobrehumano para realizar los actos de fuerza y, valor que recla­mo!” Y al oír estas palabras la prin­cesa. Badrú’l-Budur no pudo repri­mir más su emoción, y se arrojó a los pies de la santa, rodeándola las rodillas con sus brazos, y le dijo: “¡Por favor, ¡oh madre nuestra! in­dícame ese medio, sea cual sea, pues nada resulta imposible de realizar para mi esposo bienamado, el emir Aladino! ¡Ah! ¡Habla, o a tus pies moriré de deseo reconcentrado!” Entonces la santa levantó un dedo en el aire y dijo: “Hija mía, para que la fecundidad penetre en ti es nece­sario que cuelgues en la bóveda de cristal de esta sala un huevo del pájaro rokh, que habita en la cima más alta del monte Cáucaso. ¡Y la contemplación de ese huevo, que mi­rarás todo el tiempo que puedas du­rante. Días y días, modificará tu na­turaleza íntima y removerá el fondo inerte de tu maternidad! ¡Y eso es lo que tenía que decirte, hija mía!” Y Bardú'l-Budur exclamó: “¡Por mi vida, ¡oh madre nuestra! que no sé cuál es el pájaro rokh, ni jamás vi huevos suyos; pero no dudo de que Aladino podrá al instante procurar­me uno de esos huevos fecundantes, aunque el nido de esa ave esté en la cima más alta del monte Cáucaso!” Luego quiso retener a la santa, que se levantaba ya para marcharse, pero ésta le dijo: “No, hija mía; déjame ahora marcharme a aliviar otros in­fortunios y dolores más grandes to­davía que los tuyos. ¡Pero mañana ¡inschalah! yo misma vendré a visi­tarte y a saber noticias tuyas, que son preciosas para mí!” Y no obs­tante todos los esfuerzos y ruegos de Badrú’l-Budur, que, llena de gra­titud, quería hacerle don de vanos collares y otras joyas de valor inestimable, no quiso detenerse un mo­mento más en el palacio y se fue como había ido, rehusando todos los regalos.

Algunos momentos después de par­tir la santa, Aladino fue al lado de su esposa y la besó tiernamente, co­mo lo hacía siempre que se ausen­taba, aunque fuese por un instante; pero le pareció que tenía ella un as­pecto muy distraído y preocupado; y le preguntó la causa con mucha ansiedad. Entonces le dijo Sett Ba­drú'l-Budur, sin tomar aliento: “¡Se­guramente moriré si no tengo lo más pronto posible un huevo de pájaro rokh, que habita en la cima más alta del monte Cáucaso!” Y al oír estas palabras Aladino se echó a reír, y dijo: “¡Por Alah, ¡oh mi señora Badrú’l-Budur! si no se trata más que de obtener ese huevo para im­pedir que, mueras, refresca tus ojos! ¡Pero para que yo lo sepa, dime so­lamente qué piensas hacer con el huevo de ese pájaro!” Y Badrú’l-Budur contestó: “¡Es la santa vieja quien acaba de prescribirme que lo mire, como remedio soberanamente eficaz contra la esterilidad de la mujer! ¡Y quiero tenerlo para col­garlo del centro de la bóveda de cris­tal de la sala de las noventa y nueve ventanas!” Y Aladino contestó: “Por encima de mi cabeza y de mis ojos, ¡oh mi señora Badrú’l-Budur! ¡Al instante tendrás ese huevo de rokh!” Al punto dejó a su esposa y fue a encerrarse en su aposento. Y se sa­có del pecho la lámpara mágica, que llevaba siempre consigo desde el te­rrible peligro que hubo de correr por culpa de su negligencia, y la frotó. Y en el mismo momento se apareció ante él el efrit de la lámpa­ra, pronto a ejecutar sus órdenes. Y Aladino le dijo: “¡Oh excelente efrit, que me obedeces merced a las vir­tudes de la lámpara que sirves! ¡te pido que al instante me traigas, para colgarlo del centro de la bóveda de cristal, un huevo del gigantesco pá­jaro rokh, que habita en la cima más alta del monte Cáucaso!”

Apenas Aladino había pronuncia­do estas palabras, el efrit se convul­sionó de manera espantosa, y le lla­mearon los ojos, y lanzó ante Ala­dino un grito tan amedrentador, que se conmovió el palacio en sus ci­mientos, y como una piedra dispa­rada con honda, Aladino fue pro­yectado contra el muro de la sala de un modo tan violento, que por poco entra su longitud en su anchu­ra. Y le gritó el efrit con su voz poderosa de trueno: “¿Cómo te atre­ves a pedirme eso, miserable Ada­mita? ¡Oh el más ingrato entre las gentes de baja condición! ¡He aquí que ahora, no obstante los servicios que te presté con todo el oído y toda la obediencia, tienes la osadía de or­denarme que vaya a buscar al hijo de rokh, mi amo supremo, para col­garle en la bóveda de tu palacio! ¿Ignoras, insensato, que yo y la lám­para y todos los genios servidores de la lámpara somos esclavos del gran rokh, padre de los huevos? ¡Ah! ¡Suerte tienes con estar bajo la salva­guardia de la lámpara que sirvo, y con llevar al dedo ese anillo lleno de virtudes saludables! ¡De no ser así ya hubiera entrado tu longitud en tu anchura!” Y dijo Aladino, estupefacto e inmóvil contra el muro: “¡Oh efrit de la lámpara! ¡Por Alah, que no es mía esta petición, sino que se la sugirió a mi esposa Badrú'l-Budur la santa vieja, madre de la fecundación y curadora de la esterilidad!” Entonces se calmó de repente el efrit y recobró su acento acostum­brado para con Aladino, y le dijo: ¡Ah! ¡Lo ignoraba! ¡Ah! ¡Está bien! ¿Conque es esa criatura la que acon­sejó el atentado? ¡Puedes alegrarte mucho, Aladino, de no haber tenido la menor participación en ello! ¡Pues has de saber que por ése medio se quería obtener tu destrucción y la de tu esposa y la de tu palacio. La persona a quien llamas santa vieja no es santa ni vieja, sino un hombre disfrazado de mujer: Y ese hombre no es otro que el propio hermano del magrebí, tu enemigo extermi­nado. Y se asemeja a su hermano como media haba se asemeja a su hermana. Y ese nuevo enemigo, a quien no conoces, todavía está más versado en la magia y en la perfidia que su hermano mayor. Y cuando, por medio de las operaciones de su geomancia, se enteró de que su her­mano había sido exterminado por ti, y quemado por orden del sultán, padre de tu esposa Badrú'l-Budur, determinó vengarle en todos vosotros, y vino desde el Magreb aquí dis­frazado de vieja santa para llegar hasta este palacio: ¡Y consiguió in­troducirse en él y sugerir a tu esposa esa petición perniciosa, que es el mayor atentado que se puede reali­zar contra mi amo supremo el rokh! Te prevengo, pues, acerca de sus proyectos pérfidos, a fin de que los puedas evitar. ¡Uassalam!” Y tras de haber hablado así a Aladino, des­apareció el efrit.

Entonces Aladino, en el límite de la cólera, se apresuró a ir a la sala de las noventa y nueve ventanas en busca de su esposa Badrú'l-Budur. Y sin revelarle nada de lo que el efrit acababa de contarle, le dijo: “¡Oh Badrú’l-Budur, ojos míos! An­tes de traerte el huevo del pájaro rokh es absolutamente necesario que oiga yo con mis propios oídos a la santa vieja que te ha recetado ese re­medio. ¡Te ruego, pues, que envíes a buscarla con toda urgencia y que, con pretexto de que no la recuerdas' exactamente, le hagas repetir su prescripción, mientras yo estoy es­condido detrás del tapiz!” Y contestó Badrú’l-Budllr: “¡Por encima de mi cabeza y de mis ojos!” Y al punto envió a buscar a la santa vieja.

En cuanto ésta hubo entrado en la sala de la bóveda de cristal, y cu­bierta siempre con su espeso velo que le tapaba la cara, se acercó a Badrú'l-Budur, Aladino salió de su escondite, abalanzándose a ella con el alfanje en la mano, y antes de que ella pudiese decir: “¡Bem!”, de un solo tajo le separó la cabeza de los hombros.

Al ver aquello, exclamó Badrú'l­-Budur, aterrada: “¡Oh mi señor Ala­dino! ¡Qué atentado acabas de co­meter!” Pero Aladino se limitó a sonreír, y por toda respuesta se in­clinó, cogió por el mechón central la cabeza cortada, y se la mostró a Badrú’l-Budur. Y en el límite de la estupefacción y del horror, vio ella que la tal cabeza, excepto el me­chón central, estaba afeitada como la de los hombres, y que tenía el ros­tro prodigiosamente barbudo. Y sin querer asustarla más tiempo Aladi­no le contó la verdad con respecto a la presunta Fatmah, falsa santa y falsa vieja, y concluyó: “¡Oh Badrú'lB­udur. ¡Demos gracias a Alah, `que nos ha librado por siempre de nues­tros enemigos!” Y se arrojaron am­bos en brazos uno de otro, dando gracias a Alah por sus favores.

Y desde entonces vivieron una vi­da muy feliz con la buena vieja, ma­dre de Aladino, y con el sultán, pa­dre de Badrú’l-Budur. Y tuvieron dos hijos hermosos corno lunas. Y a la muerte del sultán, reinó Aladi­no en el reino de la China. Y de nada careció su dicha hasta la lle­gada inevitable de la Destructora de delicias y Separadora de amigos.